Los norteamericanos parecen estar perpetuamente interesados en el tema de la vergüenza. Como menciona Curt Thompson, “hace 25 años, John Bradshaw escribe el libro Healing the Shame That Binds Us [Sanar la vergüenza que nos ata]. Vende miles de millones de copias. Pasan otros 25 años, Brené Brown publica Daring Greatly [Atreviéndose Grandemente] y nos pareciese que nunca antes habíamos escuchado dicho tema. Thompson, el autor de The Soul of Shame [El alma de la vergüenza], publicado por InterVarsity Press), predice que en 25 años, “alguien va a descubrir la vergüenza otra vez.”

Thompson, un psiquiatra que se interesa en la intersección entre la neurobiología y la formación espiritual Cristiana, conversó con el editor de CT Rob Moll sobre las lecciones inesperadas del Huerto del Edén, cómo la vergüenza se compara con la culpa, y la manera directa en que la vergüenza inhibe nuestra creatividad.

¿Qué es la vergüenza, exactamente?

La mayor parte de la gente dice que la vergüenza es cuando nos sentimos apenados, humillados, o incómodos. Aunque quizás pensemos en grandes eventos públicos humillantes, la realidad es que la mayor parte de la vergüenza ocurre dentro de tu cabeza docenas de veces cada día. Es silenciosa, sutil, y se caracteriza por la conversación callada de auto-condena que aprendimos desde que éramos niños.

El neuropsicólogo Allan Schore describe la vergüenza en términos de un automóvil. Imagínese un auto con una transmisión estándar. Tenemos el acelerador, el freno, y el cloche. En cualquier momento en que nos movemos hacia delante en la vida, nuestra tracción parasimpática—nuestro estado relajado—está literalmente en simpatía con nosotros, obrando como el acelerador mientras aprendemos y lidiamos con el mundo, sea que seamos un niño de dos años admirando unas begonias o profesionales frente a una junta de la directiva intentando avanzar una idea. Cuando estamos en movimiento hacia delante, nuestro sistema parasimpático está prendido y en marcha.

Cuando experimentamos vergüenza, interrumpe el sistema de tracción parasimpático, que opera nuestro pensamiento racional, nuestra empatía, y nuestro involucramiento social positivo. En lugar de eso, la vergüenza dice “no” de tal manera que activa la tracción simpática—el sistema de lucha o huida—del cerebro de la persona. En este ejemplo, el sistema simpático funciona como el freno—pero sin el cloche. Ya que la labor del sistema simpático es apagar todo, típicamente ese “no” significa no solo que vamos a disminuir la velocidad, sino que es posible que el motor falle, perjudicando nuestra habilidad para lidiar con otros aspectos de la vida en una manera sana.

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El estrés también afecta nuestro sistema nervioso simpático. ¿Por lo tanto, qué tiene de singular la vergüenza?

La vergüenza también activa circuitos en el hemisferio cerebral derecho y el lóbulo temporal, que son las partes del cerebro que nos ayudan a percibir la emoción. Experimentamos vergüenza con mayor fuerza en miradas, tonos de voz, y lenguaje corporal en lugar de las palabras literales.

En cambio, la vergüenza puede hacer que se me dificulte moverme. Me volco a mi interior y me alejo de los demás, desintegrándome de ellos. Nuestros cerebros nos ayudan a percibir, sentir, y a interactuar con otras personas. Cuando nos ataca la vergüenza, esos sistemas literalmente se salen del carril, y es bastante dificultoso volver a hacerlos entrar en el carril.

¿De qué otras maneras nos inhibe la vergüenza?

La intención del maligno no es tan solo hacernos sentir peor de lo que debiéramos sentirnos—es devorar el universo. Lo quiere todo. Y si ese es el caso, y si fuimos creados para crear (como imitadores de Dios), la cosa más poderosa singular que hace la vergüenza es truncar nuestra capacidad para crear.

¿De qué manera trata Dios la vergüenza en la Biblia?

Al ver el panorama de la Biblia en toda su amplitud, el que Dios viniera a buscar a Adán y a Eva al Huerto, y que Dios viniera a este mundo encarnado en Jesús (Emmanuel, Dios con nosotros) es significativo porque dichos actos sugieren su deseo de estar con nosotros, aun en nuestro pecado. La vergüenza nos aleja de los demás, en lugar de movernos hacia los demás. Pero vemos a Dios responder a nuestra vergüenza sacándonos de ella y llevándonos a una comunión primeramente con Él y luego con los demás.

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¿Qué podemos hacer para permitir que Dios nos sane de nuestra vergüenza?

Podemos contar nuestras historias, incluso las vergonzosas, en comunidad. El primer versículo de Hebreos 12 alude a una “gran nube de testigos” que nos permite que “corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante.” ¿Quiénes son esta “gran nube”? Son los grandes ejemplos de la fe—Abraham, Moisés, Rahab, y otros que se mencionan en el capítulo 11. Pero también incluye los Cristianos de hoy que me conocen profundamente y en quienes confío personalmente. Estos son individuos a quienes les permito que vean todo lo que hay que ver en mí.

Frecuentemente mencionamos las cosas para domar las cosas. La vergüenza nos hace sentir una variedad de emociones que no queremos reconocer, mucho menos expresar en la presencia de otros. Pero cuando lo hacemos, reducimos la ansiedad.

Una comunidad real nos ayuda a hacer esto. Permite que otros digan, “Mira, Curt. Pon atención a esto. Tú eres hijo de Dios a quien Él ama y en quien tiene complacencia.” Esto requiere un gran esfuerzo. Pero me convenzo más eficazmente que Dios verdaderamente me ama cuando escucho amor en la voz de alguien de carne y hueso quien acaba de escuchar mi peor vergüenza.

Dices que debemos decir “no” a las cosas que nos avergüenzan. ¿Cómo es eso?

Hace poco me encontraba sentado cenando con un grupo y presencié como uno de los varones desvió un halago que alguien le hizo. Me habían invitado a la cena como participante pero también como observador. Puse un alto a la conversación y dije, “¿Qué fue eso?” Le pedí que me explicara el halago desviado. Eso nos llevó a hablar sobre la vergüenza y cómo él verdaderamente no creía que el halago que le habían hecho era verdad—cuando lo cierto era que todo mundo pensaba que sí lo era. En este caso, decir “no” significaba identificar la razón por la cual esta persona desvió el halago, que, en este caso, era a razón de su propio sentido de vergüenza. En cuanto identificamos la causa, él puede responder diferentemente—en lugar de desviar el halago, puede responder aceptándolo y aprendiendo a creer que el halago es verdadero.

Hay una diferencia entre las personas que vienen con un psiquiatra y que quieren estar sanos y aquellos que no quieren estar enfermos. Muchas personas vienen y solo dicen que no quieren estar enfermos, pero no quieren cambiar sus vidas o aprender como decir “no,” porque estas son prácticas que están profundamente arraigadas y son muy difíciles de vencer. El paciente simplemente no quiere estar avergonzado. No puedes admirar un pastel y comértelo al mismo tiempo; hacer el tipo de cambios que se requiere es la tarea de toda una vida.

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La vergüenza no puede tolerar transparencia. Cuando hablo de formar comunidades confesionales, fuertes de bondad y belleza en la iglesia, significa que estamos allí para hablar de cualquier y toda cosa que tenemos en común dónde la vergüenza quiera fijar un punto de apoyo. Eso no quiere decir que tenemos una sesión de terapia de grupo en la oficina del pastor. Pero hasta el punto que estemos dispuestos a contar la historia real sobre todo lo que hay en nosotros allí donde estamos, creamos todo tipo de oportunidades para que la vergüenza de otras personas sea sanada.

Una de las preguntas comunes que le hago a los grupos es: Si no fuese posible que te sintieras avergonzado, ¿qué tipo de riesgos tomarías? ¿Qué empresa creativa emprenderías ahora mismo? Ni idea tienes de lo que harías, porque has estado practicando solamente el manejar la vergüenza como siempre lo has hecho.

Brené Brown distingue entre la culpa y la vergüenza: Culpa es cuando decimos “metí la pata”; vergüenza es cuando decimos “soy una persona terrible.” ¿Le suena verdadera esa diferencia?

La vergüenza empieza tan tempranamente como a los 15 a 18 meses de edad. Sin embargo, los cerebros de los niños no se han desarrollado lo suficiente para que ellos puedan percibir lo que llamamos “culpa” sino hasta entre los tres y los cinco años de edad. A los cuatro años de edad, ya tengo una sensación de mí mismo separado de la cosa que he hecho. Mi mente está ya lo suficiente sofisticada para estar consciente de alguien más y de mi propia capacidad para herirlos.

Una de las cosas interesante sobre la culpa es que mueve a las personas hacia otras personas para decir, “lo siento,” porque añoran reconectarse. La vergüenza hace todo lo contrario. La vergüenza nos aleja, y funcionalmente, por lo tanto, funge un papel mucho más devastador.

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Si te hago daño, me puedes absolver de culpa. Puedes decir, “te perdono,” y puedo recordar eso y conectarme contigo. El problema es cuando me encuentro solo conmigo mismo y con mis pensamientos en mi cabeza. Puede ser que intelectualmente yo sepa que me has perdonado, pero aun así puedo sentir una vergüenza profunda que va más allá de un remordimiento saludable.

Es por esto que la crucifixión y el cuerpo desnudo de Cristo es algo muy importante. Aun en nuestras obras de arte que representan el evento, no lo mostramos totalmente desnudo. Le ponemos un manto, y está bien que lo hagamos, pero eso sugiere que no queremos que Dios se atreva a tanto. Pero sí lo hace. Dios mismo se sometió a la vergüenza de la Cruz. Él ha estado allí. Y Él dice, “estoy dispuesto a ir contigo hasta donde ni tú mismo estás dispuesto a ir.”

Cuando nuestra vergüenza es a causa de haber hecho daño a alguien más, dices que la restitución es parte del proceso de sanidad. ¿Por qué?

Cuando hemos hecho algo para hacerle daño a alguien y la vergüenza—en lugar de la culpa—se asientan en nuestro interior, es entonces que el mal explota la situación. Empezamos a obsesionarnos sobre lo mal que nos sentimos y nos imaginamos que la persona que hemos ofendido quiere que nos sintamos mal. Pero frecuentemente el partido ofendido, especialmente aquel que nos ama, en realidad no quiere que nos sintamos mal toda la vida. Ellos quieren que yo arregle el problema y que ponga las cosas en su lugar. La restitución, por lo tanto, quita mi atención de lo que yo me imagino que ellos sienten hacia mi persona y la pone en hacer algo por arreglar las cosas.

Pero el mero hecho de hacer eso exige que yo confíe en un futuro que no puedo controlar. Hace que broten pensamientos sobre cómo pueden salir mal las cosas. Se requiere práctica para vencer este patrón.

¿Es la vergüenza buena en algún momento?

La vergüenza es útil de la misma manera que el dolor es útil neurológicamente. ¿Diríamos que el dolor es bueno?

Aunque la vergüenza surgiera en la conversación entre la mujer y la serpiente, como me parece a mí, asume que Dios ha hecho la vergüenza parte de la creación para servir como un tipo de señal, una señal de aviso o alarma. Yo pienso que la vergüenza es un indicador o presagio del abandono. Y como tal, sirve para advertirnos, para que nos aseguremos. En el desarrollo neural, la vergüenza ayuda a enseñarnos control propio.

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Pero a fin de cuentas, la pregunta que tengo para todo aquel que la experimenta es: ¿Qué haces en respuesta a la vergüenza? Como tal, el asunto más importante no es que experimentamos vergüenza, sino lo que hacemos en respuesta a ese sentir. El problema es, desde mi perspectiva, que hemos practicado la vergüenza por tanto tiempo que raras veces sirve un buen papel. Solemos seguirle el paso a la vergüenza hasta que nos hace caer en el proverbial pozo del conejo.

Cuando se hace la pregunta de qué hacer con la vergüenza, se asume lo siguiente: “Si nos deshiciéramos de la vergüenza en su totalidad, ¿No terminaríamos haciendo todo tipo de cosas horribles por las que deberíamos avergonzarnos, cosas que no hacemos simplemente porque la vergüenza nos detiene?” Lo interesante de asumir esto es que si verdaderamente queremos en serio deshacernos de toda vergüenza, no haríamos casi ninguna de las cosas que tememos hacer—porque muchos de esos comportamientos surgen de la vergüenza en primer lugar.

Dado nuestro entendimiento de la neurociencia de la vergüenza, ¿podemos prevenir sentir vergüenza nosotros mismos?

Mi experiencia con pacientes y en mi propia vida es que sí, sí podemos cambiar la naturaleza de cómo respondemos al estímulo que llega a nosotros desde dentro y fuera de nuestro pellejo. No creo que podamos un día llegar al punto en que seamos absolutamente inmunes a la vergüenza, pero ese no es el punto. El punto es lo que hacemos cuando la experimentamos.

Es allí exactamente donde la vulnerabilidad juega un papel vital. No se le da al mal ningún oxigeno para respirar donde se le da la oportunidad a la vulnerabilidad de acampar en un espacio seguro y predecible. Esta es la idea en su totalidad detrás de la descripción de Adán y Eva: “estaban ambos desnudos … y no se avergonzaban.” La trinidad hace el máximo remix de esto en el Viernes Santo/Semana Santa/Ascensión, como lo deja grabado Hebreos 12:2 al decir que Jesús “menospreció” la vergüenza de la Cruz.

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La naturaleza de la vergüenza es dividir, separar, aislar, tal como el mal lo desea. La sanidad de la vergüenza no es primeramente sobre sanar la vergüenza, sino sobre llegar a ser más integrados, más conectados, más amorosos los unos con los otros; sanar de la vergüenza es el resultado secundario. En esta sanidad y conexión incrementada, nos damos el espacio para una creatividad mayor y más poderosa vía una conexión en comunidad. Necesitamos a los demás para que nuestra vergüenza pueda ser sanada y para que nosotros tengamos la oportunidad de ir más allá dejándola atrás—lo cual creo que podemos hacer.

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