Este artículo fue publicado en colaboración con la Conferencia Nacional de Liderazgo Cristiano Hispano (NHCLC, por sus siglas en inglés).

Cuando tenía 17 años de edad tuve un choque automovilístico que cambiaría el curso de mi vida. Me trajo a nada, y luego Dios me hizo nuevo.

Era el 5 de julio de 1995 y había hecho una fiesta en la casa de mis padres. Después de años de depresión y ansiedad, de haber terminado con mi novia, y cada día sintiéndome más infeliz con mi vida, lidié de la manera que lo había hecho ya muchas veces antes, refugiándome en el alcohol. Estaba cansado de mis amigos, mi familia y de mí mismo. Esa noche, me sentía peor con cada hora que pasaba.

Alrededor de la 1:00 a.m., sentí un deseo arrollador por irme de la fiesta. Aunque mis amigos me trataron de detener, sabían que había estado tomando por horas, agarré mis llaves y me subí a mi Camaro Z28 del año. Mis amigos usaron sus carros para bloquearme, pero cuando ellos me dejaron solo para calmarme, brinque la banqueta, evadí sus carros, y me fui.

Mientras manejaba a alta velocidad por el suburbio de Houston donde vivía, me consumían sentimientos de vacío y desesperanza. No podía pensar bien. Quería estar lo más lejos posible de casa, y al mismo tiempo, todo lo que quería era estar en casa. Cuando llegué a la calle para salir de mi suburbio, me di cuenta que era una tontería seguir alejándome de casa. No quería que mis amigos se preocuparan, ni tampoco quería meterme en problemas con mis padres, así que di la vuelta para regresar a casa.

Despertar

Desperté cubierto de vidrios, con la bolsa de aire desinflada sobre mis piernas. Conforme se disipaba la niebla, pude distinguir un gran hoyo en el parabrisas. Había un fuerte olor a metal mezclado con el fuerte olor de los líquidos del carro. Repentinamente, un amigo abrió la puerta del pasajero. Y recordé lo que acababa de pasar. "¿A quién le pegué?" grité repetidamente.

"No le pegaste a nadie, sólo a unos árboles," me aseguró mi amigo. Me arrastró del carro y me puso sobre el césped mientras se me subía el pánico. "¡No. Le pegué a alguien ¿A quién le pegué?!" Seguí tratando de sentarme mientras Blake corrió al frente del carro. Miró hacia abajo. Luego corrió a buscar ayuda.

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Otros empezaron a brincar la cerca que separaba mi casa y la calle donde estaba tirado. Brotó el caos en ese silencio extraño mientras luchaba por permanecer consciente sobre el césped. Oí gritos y llanto. Alguien gritaba, "¡no está respirando!"

Pronto la calle estaba alumbrada por las luces de la ambulancia, los bomberos, y los carros de policía. Mientras me ponían en la ambulancia, escuché a mi hermana dar un grito desgarrador y escalofriante antes que cerraran las puertas de la ambulancia. Había llegado al lugar, vio mi carro, y pensó que yo estaba muerto. Me llevaron al hospital donde estuve por algunas horas. Un oficial de la patrulla estatal entró a mi cuarto. "Hijo, necesito que te hagan un examen de sangre. Ha habido una muerte."

Por fin alguien contestó mis preguntas. Mi amigo John estaba en la calle cuando yo venía dando vuelta en una leve curva cerca de mi casa. Mi amigo había levantado las manos, tratando de parar mi carro que estaba fuera de control, y su cuerpo había chocado contra el parabrisas.

Antes del accidente, pensé que mi vida se estaba derrumbando. Después del accidente, quería morirme. Sin embargo, fue allí, en el hoyo más profundo, más sucio, más oscuro de mi desesperación, donde Dios empezó a darse a conocer conmigo.

Paralizado

Crecí en una familia "cristiana" que iba a la iglesia con algo de regularidad. Yo oraba, cantaba los cantos de alabanza, y creía que iba a ir al cielo. Pero en esos años antes del accidente, especialmente cuando enfrentaba la depresión y la ansiedad, me preguntaba si la fe era verdadera. Los creyentes que conocía o iban a la iglesia pero abusaban del alcohol y otras drogas igual que yo, o no hablaban con gente como yo. A fin de cuentas era lo mismo, si su fe hacia alguna diferencia, era tan pequeña que no me interesaba.

Sin embargo, después del accidente añoraba dirección y traté de volver a la iglesia. Para mi sorpresa, los adultos fueron muy amables conmigo, aún después de saber lo que yo había hecho. Animado por su amabilidad, decidí ir al grupo de jóvenes pero los juegos tontos pronto me quitaron las ganas. Y mis compañeros resultaron no ser tan receptivos como sus padres.

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Esa noche, no hice una oración especial, ni hablé en lenguas, ni llené ninguna tarjeta, ni tampoco lloré. Pero si le pedí a Cristo que me sanara.

Fue entonces que entré en un período bastante frustrante que duró por meses. Luché con muchas preguntas sobre la Biblia. Escuchaba el sermón en la iglesia y dudaba que Dios me pudiera aceptar, y mucho menos que me pudiera amar, después de lo que yo había hecho. No había muchas personas de mi edad con quien pudiera hablar de mis preocupaciones. Así que decidí leer todo el Nuevo Testamento en una biblia de estudio que mi madre me había dado. Empecé a leer sobre Jesucristo todas las noches.

Mientras leía, brincaba entre sentimientos de auto condena y de falsas esperanzas en mi buena conducta. A fin de cuentas, todo esto me dejaba agotado. Entre más trataba de ser cristiano, más vacío me sentía. Entre más trataba de llegar a entender la fe, más confundido quedaba. Hubo muchas veces en que quise lavarme las manos de todo, pero había un desasosiego en mi corazón que me hacía volver al Cristo del que estaba leyendo. No podía quitarlo de mi mente.

Durante la primavera de mi último año de preparatoria, la iglesia Sugar Land First United Methodist patrocinó un avivamiento de fin de semana con un orador invitado de Tennessee.

El predicador contó la historia bíblica de un hombre que había estado paralizado por mucho tiempo, que se hallaba tendido al lado de un estanque en Jerusalén. La comunidad pensaba que cuando las aguas del pozo se movían, el primero que entrara al agua era sanado. Para un hombre que tenía 38 años sin moverse, era un gran reto poder sumergirse en el agua.

Cristo le hizo una pregunta al hombre: ¿Quiéres quedar sano? Me parecía una pregunta extraña. El hombre contestó que sí, pero luego empezó a dar excusas de por qué no podía meterse al agua. Entonces Cristo le sanó en ese mismo momento.

El predicador volvió su rostro hacia nosotros en la congregación y nos hizo la misma pregunta: ¿Quiéres quedar sano?

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Toda mi vida había estado paralizado por el temor, la depresión y el orgullo. Y siempre tenía una excusa sobre el por qué hacía lo que hacía. El predicador fue al grano repitiendo la pregunta que Cristo le había hecho al paralítico. Recuerdo haber pensado vívidamente, si Cristo puede sanarme, quiero ser sano.

Esa noche, no hice una oración especial, ni hablé en lenguas, ni llené ninguna tarjeta, ni tampoco lloré. Pero si le pedí a Cristo que me sanara. Fue un momento íntimo entre Dios y yo, pero ese día él empezó a abrir mis ojos, a abrir mis oídos, y a ablandarme el corazón. Me hizo suyo.

Los pecados del pasado mueren con lentitud, y ya que no recibí instrucción al principio de mi vida cristiana de cómo ser un buen discípulo, mis primeros años como creyente fueron algo inestables. Pero el Dios que nos justifica también nos santifica, y en el momento correcto, trajo a mi vida a hombres sabios y fieles para corregirme e instruirme. A través de los siguientes años empecé a darme cuenta que mis pecados habían sido perdonados, no por algo que yo hubiese hecho sino por lo que Cristo hizo en la cruz. Aprendí que yo había sido llamado para vivir para él cada día, no sólo cuando era cómodo. Dios me había comprado completamente, no parcialmente, y por eso, mi vida ya no era mía, ahora le pertenecía a él.

Fue gracias a Cristo que aprendí a hacerle frente con valor a las consecuencias del choque que tuve, que incluyó cinco años de libertad provisional y servicio voluntario a la comunidad. Empecé a pararme frente a otros adolescentes y a hablarles sobre tomar buenas decisiones y sobre lo tonto que es tomar y manejar. Dios cambió mi deseo de pensar siempre en mí como si yo fuese lo más importante por el deseo de pensar en Dios como más importante que yo. Me ayudó a usar mi pasado y mis experiencias para animar a otros a alejarse del pecado y acercarse a Cristo. Me transformó, de un hombre vacío, perdido y solitario en su propio hijo, perdonado y lleno de esperanza y propósito. Ha sido un camino largo y disparejo, no cabe duda, pero Dios me ha transformado y me sigue transformando.

Aunque me siguen faltando respuestas, tengo confianza en que Cristo es el Hijo de Dios, que él puede perdonar pecados, y que está en la tarea de hacer de personas con vidas quebrantadas personas completamente nuevas.

Casey Cease es pastor de la iglesia Christ Community en Magnolia, Texas, y autor de Tragedy to Truth: A Story of Faith and Transformation (Lucid Books), [De la tragedia a la verdad: Una historia de fe y transformación]. Para mayor información vaya a CaseyCease.com.

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