A pesar de lo orgullosa que estoy de mi herencia mexicana, sólo existe un lugar al que puedo llamar mi casa: Los Estados Unidos de Norteamérica. Pertenezco a la ola de inmigrantes que llegaron a este país como niños. Todo lo que me queda de mis años tempranos en México son unas cuántas memorias borrosas, dibujadas y armadas por lo que mi madre me ha contado después.

Mi madre perdió a su primer esposo en un accidente automovilístico en 1978. Después de su muerte, ella viajó por primera vez a los Estados Unidos para identificar su cuerpo y para hacer los arreglos del funeral. Se quedó sola en México lidiando con mis dos hermanos mayores, sufriendo su dolor y con pocos recursos. Como siete años más tarde, conoció a mi padre, y nací yo. Cuando yo tenía 3 años de edad, mi padre abandonó a nuestra familia para casarse con otra mujer.

Más tarde, el amor de mi madre por su hijo mayor la llevó a viajar a los Estados Unidos por segunda vez. No lo había visto desde que él se había ido al Condado de Orange a la edad de 14 años. Cuando mi hermano supo que mi madre me iba a dejar en México con mi tío, insistió en que me trajera con ella para mantener la familia unida. Veinticinco años más tarde, aquí estoy todavía.

Nos mudamos a un apartamento con mis dos tíos en la calle Minnie en Santa Ana, California, ciudad que en algún momento fue denominada la ciudad más difícil dónde ganar lo suficiente para sobrevivir. Enfrentamos momentos desafiantes.

A mi madre no le habían permitido ir a la escuela más allá del segundo grado, así que trabajaba principalmente cuidando niños. Ella quería darles a sus hijos lo que ella no había podido tener: una educación. Muchas veces añoré que mi padre hubiese estado allí para ayudarnos financieramente. La ayuda económica que nos daba apenas nos alcanzaba para suplir nuestras necesidades mínimas. Pero encima de eso, yo tenía hambre del calor de un padre amoroso que nos protegiera y se asegurara que mi madre no tuviera que jugar el papel de ambos padres.

Una herida profunda

Cuando entré a la escuela secundaria, sobresalí en las matemáticas y me lancé a jugar voleibol y basquetbol. También ingresé en el Programa Temprano de Alcance Académico (EAOP, por sus siglas en inglés), el programa más grande de preparación para la universidad patrocinado por la Universidad de California—Irvine, y también me integré al Programa Puente, que ayuda a los estudiantes a matricularse en universidades públicas.

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Empecé a visitar el Centro de Aprendizaje de Minnie Street—un programa comunitario donde los estudiantes vienen después que terminan sus clases en la escuela—patrocinado por la Iglesia Mariners, una histórica iglesia grande, sin denominación, en el Condado de Orange. Allí limpiábamos las calles, servíamos de tutores a los muchachos más jóvenes que nosotros, y enseñábamos una clase de computación. Fui la primera estudiante que fue elegida presidenta de Puente. Aprendí la gran satisfacción de servir a mi prójimo y de sentir que soy útil.

Durante mi penúltimo año de preparatoria, los otros líderes de Puente y yo tuvimos la oportunidad de viajar a San Francisco para visitar universidades. La realidad me pegó con una herida profunda: Yo era indocumentada. Descubrí que mi estatus podía impedirme viajar y asistir a la universidad. Ya no pude seguir aceptando las respuestas evasivas que me daba mi madre cuando le preguntaba cuándo iba a poder empezar a trabajar para ayudar a pagar las cuentas. Entre más se acercaba mi graduación, ya no pudimos evadir más el hecho que mis sueños de ir a la universidad podían terminar en un callejón sin salida.

Aunque traté de mantenerme optimista y esquivar cada insulto disparado en contra de los inmigrantes indocumentados, sí sentí los efectos. Culpa, vergüenza, y depresión—las tres—tocaron a mi puerta y yo les di la bienvenida.

También enfrenté una confusión profunda sobre quién era yo y en qué lugar pertenecía. Sentía que no pertenecía a ningún lugar—demasiado norteamericana para regresar a México, demasiado foránea para sentir que pertenecía en los Estados Unidos. Aunque traté de mantenerme optimista y esquivar cada insulto disparado en contra de los inmigrantes indocumentados, sí sentí los efectos. Culpa, vergüenza, y depresión—las tres—tocaron a mi puerta y yo les di la bienvenida. Las llevaba cargando conmigo, creyendo que de alguna manera yo era responsable del “crimen” que había cometido a la edad de cinco años. Las acusaciones me llevaron a temer por mi situación y mi futuro. En esta temporada de desesperación, aprendí cuánto iba a proveer un Padre celestial.

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Identidad verdadera

Muchas cosas buenas vinieron del centro de aprendizaje: tutoría, modelaje de papeles (incluyendo el primer ejemplo de un modelo varonil positivo en mi vida), y líderes que hablaban con valor sobre el complejo asunto de la inmigración por causa de personas como yo. Pero nada más bello y poderoso vino del centro que el que me presentaran a mi Salvador, Cristo Jesús. Yo tenía 13 años cuando por primera vez escuché detalladamente sobre el Dios viviente. Durante los campamentos de jóvenes patrocinados por el centro, empecé a hacer preguntas y a recibir respuestas que me llenaron el corazón al escuchar las Buenas Nuevas por primera vez.

En 1999, asistí al campamento Racing a Zealous Army por una semana. Mientras mis compañeros compartían sus historias de fe, vertí mi corazón y me di cuenta de mi necesidad del Dios todopoderoso. Le entregué mi corazón y tuve hambre de saber más de él. Uno de los pasajes más significativos que aprendí fue Proverbios 3:5-6: “Confía plenamente en el Señor y no te fíes de tu inteligencia. Cuenta con él en todos tus caminos y él dirigirá tus senderos” (BHTI). Yo sabía que podía confiar mi futuro a Dios porque él me ama y me cuida.

Por la gracia de Dios, yo fui la primera persona en mi familia que se graduó de la preparatoria. Después de descubrir mi estatus de indocumentada, mi maestra, mi consejera académica, y otros miembros del personal de la preparatoria hicieron todo lo que pudieron por ayudarme a visitar universidades. Recibí $10,560 en becas para cubrir mi primer año en la Universidad Biola, en la ciudad cercana de La Mirada. Aunque sabían mi estatus migratorio, patrocinadores de la Iglesia Mariners cubrieron la mayor parte de mi colegiatura. Son recuerdos diarios del amor de Dios y de su mano en mi vida. Obtuve mi licenciatura en Psicología de Biola, luego una maestría en terapia familiar y matrimonial. El día de hoy, trabajo en Wilshire Street (parte de los Centros Comunitarios Lighthouse) creando programas de apoyo para familias necesitadas en Santa Ana.

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También fui la primera mujer en mi familia en obtener un título universitario. La mayor parte de ellas tuvieron que luchar como madres solteras o aguantar relaciones cíclicas abusivas. Todo parecía apuntar hacia ese mismo destino para mí. En momentos me sentí débil por ser mujer. A una edad temprana vi a mi madre luchar para que la escucharan, porque frecuentemente la ignoraban por ser una mujer soltera y sin educación. La gracia de Dios me permitió quebrar ese ciclo.

En Biola fue que primero aprendí del amor de Dios por el peregrino. Aprendí que Jesús mismo fue un niño inmigrante, y que él llamó a su pueblo a ayudar a la viuda, al huérfano, al oprimido, y al pobre. Vine a darme cuenta que no todas las leyes hechas por el hombre concuerdan con las leyes de Dios. Y lo que es más importante, Dios me atrajo muy cerca de su corazón que ama la justicia.

En medio de estas experiencias, tuve que definir el centro de mi identidad. Soy una persona de piel de color. Soy una mujer. Soy pobre. No tengo padre. Soy una inmigrante indocumentada. De hecho, ha sido atroz verme a mí misma a través de los ojos del mundo. Pero he aprendido sobre mi verdadera identidad. Por encima de otras etiquetas, soy una hija de Dios. Cómo otros inmigrantes, quiero usar mi educación para ayudar a nuestro país a prosperar económicamente, pero mi deseo de servir a Dios es central.

No puedo impedir pensar sobre la ola reciente de niños inmigrantes que han llegado a Estados Unidos sin acompañante. Sus historias suenan muy familiares, bíblicamente y personalmente. Mi oración es que algunos de los siervos de Dios respondan a la llegada de estos niños de tal manera que les den a conocer a Dios, en palabra y en hecho—de la misma manera que otros siervos me lo dieron a conocer a mí a la edad de 13 años.

No queda nada que me cause temor. Dios me ha traído hasta aquí, proveyendo todo lo que he necesitado en el camino. Me inunda una sincera gratitud a mis mentores, pero más que nada, estoy maravillada por la obra que mi Padre ha hecho en mi vida. Le doy a él toda la gloria.

Adriana Mondragón trabaja en el programa de Lighthouse Community Centers’ Wilshire Street. Tiene una licenciatura de la Universidad Biola y una maestría en artes en terapia de la Universidad Chapman.

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