Cuando me encuentro entre niños, me gusta preguntarles lo que desean ser cuando crezcan. Este ejercicio me fascina. Ofrece una rara oportunidad en la vida: la libertad de explicar cualquier cosa que la imaginación se atreve a soñar, desinhibida por las expectativas de otras personas o por temores. Las respuestas normalmente incluyen, “Quiero ser bailarina.” “Quiero ser astronauta,” y mi favorita, “¡Quiero ser princesa!”

La pureza de estos momentos tiene la brevedad del rocío de la mañana, antes que la “realidad” aparezca con su luz interrogante potente a secar todas esas gotitas que parecen joyas. “Tomémoslo en serio ahora,” dice la realidad, aclarando la garganta como una institutriz estricta sin tiempo para juegos absurdos que no producen rendimiento tangible.

Recuerdo mi shock hace unos años cuando le planté la pregunta a un niño de diez años de edad, y exclamó audazmente: “analista actuarial.” Yo no tenía ni la menor idea de lo que eso era, y dudaba si él tampoco lo sabía. Bien, no tengo nada en contra de analistas actuariales, y estoy seguro que ellos realizan un servicio importante, pero requiere poco esfuerzo para ver esto como una voz extraña. Esto no era la imaginación inmadura que vaga libremente, imaginándose las posibilidades más locas. En su lugar, esta era una voz “educada” representando a la de alguien más—probablemente la de los padres—un enfoque más sensible a su futuro.

Uno podría argumentar que los padres estaban actuando sabiamente. La probabilidad de que su hijo sea, digamos, un caballero exitoso es bastante desalentador. Seguramente, uno tiene que ser prudente sobre el futuro y evitar lanzarse a planes irrealistas que seguramente terminarán en tragedia.

El poner mucha sustancia en la prudencia, sin embargo, crea un peligro contrario: usted puede terminar paralizando al espíritu humano. Cuando los padres animan a sus hijos hacia objetivos en la vida “sensibles,” animan una actitud que favorece prudencia sobre la imaginación, sabiduría sobre riesgos, seguridad y confort sobre aventura y cambio.

Esto es particularmente problemático cuando usted afirma seguir a un Dios con una trayectoria de invitar a personas a un territorio desconocido—pidiéndoles que abandonen la tierra de sus padres, que cuestionen la autoridad de faraón, que entren en el mar, que abandonen sus redes, y que le sigan. Como creyentes, a menudo nos encontramos entre dos impulsos opuestos: ¿Viviremos como adultos sensibles, o prestaremos atención al llamado a veces aterrador de Dios a ser niños otra vez?

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Resistencia a confiar

Después del éxodo de Egipto, los israelitas enfrentaron exactamente este tipo de llamado. Y “prudencia” era la vestimenta que usaron para cubrir la desnudez de sus temores. Al llegar a Cades Barnea, Moisés dijo: “¡Mira! ¡El Señor tu Dios ha puesto ante ti la tierra! ¡Sube! Toma posesión, así como el Señor, el Dios de tus padres, te dijo. No tengas miedo ni desmayes” (Deut. 1:20-21 [traducción completamente mía]).

La respuesta de los israelitas no es un rotundo “no.” Más bien, hacen la aparentemente sabia sugerencia que espías entren primero a recoger la información necesaria. Así, estarían preparados “para la ruta que deberían seguir y de las ciudades en las que podrían entrar.” (1:22).

Moisés le llamó a esta estrategia “buena” (1:23). De hecho, Josué más tarde la repetiría enviando espías a Jericó (Josué 2:1). En el caso de Josué, el pensamiento prudente fue mano en mano con una disposición auténtica de “ir” y “entrar en las ciudades” que Dios había preparado. En Deuteronomio, sin embargo, la “buena” estrategia sólo disfrazó la renuencia de responder al llamado de Dios. Fue una táctica de ganar tiempo, un camuflaje piadoso de su titubeo a obedecer.

Cada vez que sentimos el llamado de Dios hacia una decisión difícil y arriesgada, las voces de “prudencia” intervienen. Cuando por primera vez sentí a Dios llamándome para dejar mi país, Chipre, para estudiar teología y servirle en el ministerio, yo estaba trabajando en una institución bancaria. Había estupendos beneficios y la promesa de una carrera prometedora. Traté como pude de suprimir el llamado de Dios, su persistencia e intensidad se hicieron imposibles de ignorar. Tenía que mudarme. Tenía que informarle a mi jefe, vender mi carro, despedirme de familia y amistades y, con toda seriedad, volver a ser niña otra vez. No para realizar cualquier sueño de ser princesa, sino uno casi igual de ridículo: Yo quería ser misionera.

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Las amistades trataron de disuadirme del suicidio de carrera. Otros me recomendaron hacer ministerio en mi propio país, mantener mi trabajo y encima servir. Mi tío hasta dijo, en el estilo de My Big Fat Greek Wedding: “Myrto, esto es una tontería. ¡Ahora nunca te casarás!”

Estas sugerencias “adultas” ofrecieron la excusa perfecta. No tan sólo evitar posibles sentimiento de culpabilidad y protección contra las demandas de renunciar a lo familiar y cómodo, como la petición de los israelitas de tener espías que investigaran la tierra, tenía mucho sentido—cuando menos en la superficie. Retrospectivamente, sin embargo, Moisés se dio cuenta que lo que parecía como un plan sabio realmente era señal de renuencia de confiar en la protección de Dios: “A pesar de eso, ninguno de ustedes confió en el Señor su Dios, que se adelantaba a ustedes para buscarles dónde acampar. De noche lo hacía con fuego, para que vieran el camino a seguir, y de día los acompañaba con una nube” (1:32-33). Moisés intencionalmente se refiere a Dios con el nombre hebreo tûr, comúnmente utilizada para describir la exploración de una región por el bien de la preparación militar. ¿Realmente pensaron los israelitas que Dios los enviaría a territorio que Él no había “espiado” primero?

¿Es Dios siempre bueno?

Por cada voz interna que me advertía que mi decisión era precipitada e irresponsable, había otras, voces audaces, como las de Caleb y Josué, que dijeron: “¡Myrto, sigue adelante sin miedo!” Finalmente, la voz “infantil” prevaleció. Sin embargo, la voz “adulta” siempre está observando desde la distancia, nunca dejando de indicar, en momentos de desánimo, cómo debí haber escuchado.

Las voces de duda alimentaron mi propia duda sobre la bondad de Dios. En la más reciente novela de Marilynne Robinson, Lila, hay un diálogo entre el pastor John Ames y su esposa. “Dios es bueno,” dice el pastor. “Lo es,” le contesta Lila, pensando en su vida vehemente atormentada, “a veces.” Más el pastor se opuso a este calificador, discerniendo un peligro doctrinal escondido. “¡Todo el tiempo!” insistió él.

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Esta era mi lucha interna. ¿Qué si Dios es bueno sólo “a veces”? ¿Qué si decido abandonar mi vida con la confianza como la de un niño, y Su bondad se detiene? Para mí, no fue problema escoger una posición teológica de entre muchas. Era más como sentirme con mucha sed y necesitar saber si el agua que se ofrecía tenía o noalgún veneno. Yo necesitaba la certeza de que Dios es bueno todo el tiempo.

Y así pasó con los israelitas. Su seguridad vino en forma de una declaración no negociable de los espías: “¡lo buena que es la tierra que nos da el Señor nuestro Dios!” (Deut. 1:25). Un punto de pista radicalmente alternativo, que aparece en otro sitio del Antiguo Testamento, dice que la tierra “se traga a sus habitantes” (Números 13:32). Ese era el lenguaje utilizado en Canaán para describir a Mot, el dios de la muerte, o el Seol (Isaías 5:14). Esto no es una pequeña diferencia. Si Dios es bueno, entonces la tierra es buena y viviremos. Si Dios no siempre es bueno, entonces podríamos estar embutidos en las más oscuras profundidades del bajo mundo.

Deuteronomio nos presenta a la tierra como “buena” (1:35), el mismo catálogo que Dios utiliza para toda su creación (“muy bueno,” Gén. 1:31). De hecho, la tierra prometida inspiraba aún más efusiva alabanza—especialmente en Números, donde los espías la llamaron “¡increíblemente buena!” (Números 14:7. Este lenguaje tenía el propósito de abrir el apetito, estimular la imaginación, y revivir las fantasías infantiles latentes desde hace tanto tiempo. En tantas palabras, exclamó, “Esta tierra es mágica. Tiene todo, nunca deja de satisfacer. Y oiga esto: ¡no está fundada por la esclavitud! [Deut. 6:10–11; 8:7–10]. Esto es exactamente lo opuesto del mundo que usted conoce. ¡Sí, es una utopía!” (Oscar Wilde en realidad estaba pensando en una sociedad sin esclavitud cuando dijo: “Un mapa del mundo que no incluye Utopía no vale la pena ni verlo, porque deja fuera al país en el que la humanidad siempre está aterrizando.”).

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Hoy, más que nunca, es imperativo imaginarse una tierra sin esclavitud u opresión, utilizar todas nuestras energías para visualizarlo hasta que el campamento Cades Barnea se haga insoportable. No estamos viviendo en la tierra prometida, por no decir más. La cantidad del tráfico de esclavos hoy ha subido a 21 millones; 59.5 millones de personas han sido desplazadas de sus hogares por la fuerza. Incluso la lista de injusticias y crueldades sigue. Cuando Dios nos llama, es a una tierra que existe por el bienestar de su pueblo. Una tierra donde Su justicia reina. Ninguna otra tierra se compararía.

¿Quién controla al futuro?

Si la prudencia a veces enmascara la reticencia de obedecer a Dios, luego también puede enmascarar la tentación de adorar a otros dioses. La agenda básica de Deuteronomio es llevar el amor y la lealtad a una deidad, al Señor. Ningún otro dios puede existir además de Él. Tendemos a pensar de la idolatría como el amor por otros dioses, y olvidamos que también significa el temor de otros dioses. ¿Por qué la gente los adora? Porque les temen, y quieren la protección y provisión que estos dioses aseguran ofrecer.

Los dioses de Canaán argumentaban tener control sobre lo fundamental de una vida buena y feliz: sus ingresos, prosperidad, matrimonio, salud. No hacían simples argumentos territoriales. Sí, Yam controlaba la mar, Mot controlaba la muerte, y Baal controlaba la fertilidad. Pero en realidad, ellos decían tener soberanía sobre un solo ámbito: el futuro—el de usted. Cuando Dios reclama el cosmos par Sí mismo, Él no tan sólo está impugnando el gobierno geográfico de otros dioses (Deut. 10:14), sino que está rompiendo su amenazante control sobre el futuro.

Por tener miedo de entrar en el futuro de Dios, yo era culpable de idolatría. ¡Yo actuaba como si el futuro le perteneciera a una deidad impredecible, caprichosa que fácilmente podría odiarme! No obstante, la imagen de dioses destruyendo a personas sin justificación moral es algo que encontramos en la mitología antigua del Medio Oriente, en historias como la epopeya babilónica de Atrahasis. Nuestro Dios ya se ha destinado a sí mismo en pacto. Él ya ha prometido amar a su pueblo (Deut. 4:37; 7:8). ¿Por qué estaba yo confundiendo a mi Dios con otro?

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El confiar en un solo Dios no nos es más fácil a nosotros que al antiguo Israel. Encontramos difícil imaginar heredar una “tierra” de paz y descanso sin ofrecer sacrificios a una multitud de deidades menores: los dioses de la educación, salud y juventud, carrera exitosa, y la acumulación de riquezas. Sin mencionar los dioses del avance de la tecnología, triunfo político, poderío militar, y seguridad fronteriza. Vacilamos en traer estos ámbitos bajo la autoridad de un solo Dios, mucho menos de uno que rehúsa ser visible y tangible. ¿Debemos creer ingenuamente que los alimentos caerán mágicamente como copos de nieve del cielo? ¿Podemos agradar a Dios y al mismo tiempo calmar a estos otros?

Jesucristo dijo que sólo podemos entrar a su reino—la eterna tierra prometida—a través de ser como niños (Mateo 18:3). No podemos crearlo, ganarlo, o asegurarlo por nuestra propia sabiduría. Se debe entrar—recibiéndolo como regalo. Las buenas nuevas son que todos hemos sido niños antes. Y aunque nuestra imaginación infantil—el creer que todo es posible—ha sido enterrada bajo capas de “sabiduría” y prudencia adulta,” todavía podemos, por fe, “ser” lo que éramos.

El filósofo Giorgio Agamben una vez dijo que “cualquier cosa que alcancemos por medio de nuestras virtudes y labor, en realidad, es imposible que nos haga verdaderamente felices. Sólo la magia puede lograr eso.” En esencia, quiere decir que no podemos obtener la felicidad a través de esfuerzo. Mejor, algo innatural—algo tan fantásticamente inesperado que se siente como mágico—no ha sucedido.

No creo que jamás me recupere de mi sospecha, en esta vida, que las promesas de Dios son demasiadas buenas para ser verdad. Siempre sentiré temor al llamado de ser como niños y entregar el control. Pero lo que más me da miedo es enterrar esta incomodidad bajo un régimen de planificación práctica y cuidadosa toma de precaución. No me gustaría terminar conformándome con el desierto como la última tierra que existe.

Myrto Theocharous enseña hebreo y Antiguo Testamento en Greek Bible College en Atenas. Obtuvo su maestría en Exégesis Bíblico de Wheaton College y un PhD en Estudios de Hebreo de la Universidad de Cambridge.

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