Que Jesús no es humano

Cherith Fee Nordling


Los cristianos profesan a Jesucristo como el Hijo de Dios. Las Sagradas Escrituras, los credos históricos tradicionales, y la adoración de la iglesia robustamente se intersectan en este punto.

Sin embargo, cuando examinamos lo que significa que Jesús es el Hijo de Dios, no se tarda mucho para que algunas percepciones equivocadas comunes—hablemos con franqueza, enseñanzas falsas—salgan a la luz. Se centran en la humanidad de Jesús.

A través de la mayor parte de la historia de la iglesia, y ciertamente dentro del pensamiento evangélico histórico, la deidad de Cristo ha sido algo indiscutible. No es así con respecto a su humanidad. Mientras que afirmamos a Jesús como totalmente divino y totalmente humano, no tomamos su humanidad en serio, especialmente en aquellas áreas en que su humanidad se relaciona con la nuestra.

El Nuevo Testamento da por hecho la humanidad de Jesús. Fue eso lo que hizo que sus declaraciones mesiánicas, y la adoración de la iglesia primitiva de Jesús como Señor, fuesen algo tan radical. En las palabras de Pablo, el Hijo encarnado “el cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse” (Fil. 2:6). Renunció a su propio poder sometiéndose a los límites de un vida humana verdadera. Esto significa que vivió (y fue resucitado) de la manera en que nosotros también hemos sido llamados—a través del poder del Espíritu Santo.

Los líderes de la iglesia de los primeros siglos presionaron para que hubiese claridad en la adoración y la proclamación sobre esta persona, el Hijo preexistente, encarnado, Jesús de Nazareth. Las herejías (enseñanzas falsas que intentaban reducir la tensión de este misterio) abundaban. Fueron estas falsas enseñanzas que precipitaron los credos. El Credo Niceno y el de los Apóstoles son dos de entre otros que representan una presentación abreviada del evangelio. Declaran el señorío divino del Padre, Hijo, y Espíritu, la unidad de la naturaleza divina y la humana de Jesús, su lugar en la historia, y nuestro lugar subsecuente en la historia trine.

Frente a los retos modernos a la divinidad de Jesús, frecuentemente caemos en herejías sobre su humanidad. Muy frecuentemente Jesús es el Hijo divino quien tomó prestado un cuerpo humano con el fin de enseñar, sanar, y hacer milagros que comprobaban su autoridad divina y su poder para salvarnos de nuestros pecados.

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Entretejido en este “evangelio” se encuentran implicaciones totalmente falsas: que el mundo material es maligno; que el divino Hijo de Dios no fue ni es verdaderamente un hombre “compartiendo nuestra humanidad”; y que, porque él es Dios, Jesús tenía el poder para permanecer sin pecado y para hacer todo tipo de cosas interesantes. Nosotros no lo somos, así que no podemos hacer lo mismo.

Cuando fallamos en tomar la humanidad de Jesús seriamente, las consecuencias son serias. Un Salvador tal no sabe nada de nuestra humanidad quebrantada y sujeta a la tentación y de nuestra necesidad de la presencia que infunde poder del Espíritu. Y sabemos poco sobre su glorioso poder cruciforme, su autoridad, y su renovada justicia en nuestra experiencia. No tenemos un nuevo Adán, ni un sumo sacerdote humano que intercede por nosotros, ni un rey con quien participamos en nuestro destino final resucitado como hijos de Dios que llevan su imagen.

Si Jesús no es verdaderamente como nosotros, entonces tenemos excusa para no ser semejantes a él. Sin embargo, Juan nos dice que es precisamente eso lo que sirve como evidencia de una vida ungida por el Espíritu, que discierne la verdad de la mentira por la evidencia del amor de Dios dentro y alrededor de nosotros—de tal manera que “como él es, así somos nosotros en este mundo” (1 Jn. 4:17), conformados a la imagen verdaderamente humana, gloriosamente cruciforme del Hijo.

Cherith Fee Nordling es profesora asociada de teología en Northern Seminary, Lombard, Illinois.

Que la gracia no es suprema

Marguerite Shuster

Supuestamente todos los evangélicos que saben lo que significa ser evangélico afirman que somos salvos por gracia solamente. “Pregúnteles, ¿es usted salvo o salva?” y ellos saben que un “sí” depende en confiar en algo irremplazable que Jesús hizo en la cruz por ellos, no en que ellos fueran buenas personas. En este sentido básico, los evangélicos no están confundidos sobre los principios fundamentales de nuestra fe.

El problema es negación en la conducta. Si la antigua fórmula lex orandi, lex credendi (“la ley de orar es la ley de creer”) nos puede enseñar algo, es que la manera en que nos comportamos, en que adoramos, y lo que a final de cuentas hacemos, se reflejará en lo que enseñamos.

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Considere nuestros servicios de adoración. La predicación en muchas iglesias evangélicas frecuentemente se enfoca en historias conmovedoras de discursos motivacionales, psicología popular, y “ayudas prácticas para hogares más felices”—o en sus mejores casos una serie de mensajes sobre “principios bíblicos” que se pueden aplicar para vivir mejor. Lo que nosotros podemos y debemos hacer casi desplaza totalmente lo que Dios ha hecho por nosotros. El llamado a la adoración del Dios transcendente en la iglesia local con frecuencia se suplanta con un alegre, y totalmente secular, “Buenos días,” que se repite hasta que la congregación responde a un volumen requerido.

Un estudiante me contó de un servicio en una mega iglesia donde no se hacía ni una sola oración. Aquellos que diseñaban el servicio determinaron que no había tiempo para orar. ¿No había tiempo para hablar con Dios en adoración? Y cuando al final del culto se substituye un reto (una instrucción en cuanto a lo que debemos hacer) en lugar de una bendición (de parte de Dios para que salgamos en el poder del Espíritu para vivir vidas dignas de nuestro llamado), verdaderamente nos hemos encerrado dentro de nuestra propia fortaleza.

Con respecto a la salvación, el problema es cuando menos tan severo como nuestro descuido al consejo de Pablo en Romanos 6:1, donde nos advierte urgentemente que no supongamos que podemos pecar para que la gracia abunde. La salvación no implica santificación completa en esta vida. Pero seguramente sí implica una reorientación de los deseos de nuestro corazón, de tal manera que cuando menos nos sintamos tristes por el gran pecado en nuestra vida. ¿Cómo puede ser que los seminarios teológicos puedan defender vigorosamente el uso de groserías, obscenidad, y vulgaridad como herramientas adecuadas para evangelizar, como los he escuchado hacerlo? ¿Cómo puede ser que la “santidad” se haya convertido en una palabra que suscita desprecio, burla, y que se evita usar excepto cuando se confunde con palabras como ofensivo, pegajoso, o piedad pretensiosa? ¿Queremos en verdad ser salvos, en el sentido de ser liberados del dominio del pecado?

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¿O será que nos hemos olvidado, o no queremos creer, que somos el tipo de personas que verdaderamente necesitan ser salvos? ¿Y que somos el tipo de personas que no se pueden salvar a sí mismas y que están totalmente dependientes de la gracia?

Marguerite Shuster es profesora emérita de predicación y profesora principal en Fuller Seminary.

Que el racismo ya no existe

Amos Yong

En la iglesia primitiva, las falsas enseñanzas eran designadas como herejías—del griego hairesis, que quiere decir “escoger.” Las falsas enseñanzas eran insidiosas porque promovían disensión dentro de la iglesia única, santa, y universal.

Si queremos saber qué herejías abundan el día de hoy, debemos examinar las enseñanzas y creencias que causan división en la iglesia. No hay duda, cualquier declaración de una verdad va a dividir a aquellos que la afirman y aquellos que la rechazan. Las creencias Cristianas naturalmente dividen.

Pero quizás cataloguemos algunas enseñanzas como falsas si dichas enseñanzas dividen inapropiadamente a algún pueblo de Dios que ya está fragmentado. En un momento cuando el cuerpo de Cristo se encuentra dividido a lo largo de líneas políticas, étnicas, y raciales, debemos trabajar especialmente duro para podar aquellas enseñanzas que dañan la unidad de la iglesia.

Existen dos falsas enseñanzas que son especialmente perniciosas. La primera es que se debe hacer “lo que es políticamente correcto.” Esto es algo que surgió de intenciones éticas y hasta proféticas que tenían la intención de promover harmonía a través de las líneas divisorias étnicas. Se ha deteriorado en un posición que avanza la agenda del grupo racial o étnico propio en contra de la cultura dominante. Lo que es políticamente correcto presume que lo que “mi” grupo “gana” significa una pérdida para el grupo dominante.

Una de las reacciones a “lo que es políticamente correcto” nos predispone para lo que es una segunda falsa enseñanza: que nosotros los evangélicos vivimos en iglesias y comunidades post-raciales. Muy raramente se promueve esto como una doctrina o enseñanza oficial. Esta idea es mucho más destructiva porque se comunica en muchas maneras sutiles y sin cuestionamiento. Por ejemplo, en iglesias multiétnicas y multiculturales, y en algunas mega iglesias, la diversidad que se puede ver se presume es evidencia conclusiva de que los Cristianos han vencido las divisiones raciales y étnicas del pasado.

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Sin embargo, el privilegio cultural Euro-Americano que ha perdurado a través de los años sigue persistiendo en muchas iglesias. En muchas casos, las minorías étnicas, especialmente los hispanos y los negros, son marginados y luego se les culpa por ello. En contraste, como reportó CT en la historia principal de octubre de 2014, los asiático-americanos como yo somos considerados “minorías modelo.” Al nombrar esta manera de pensar como un intento de sugerir falsamente que vivimos en una sociedad y cultura post-racial, confirmo mi propio estatus estereotípico (asiático-americano) como un “extranjero perpetuo.” ¿Seguirá el grupo mayoritario blanco evangélico manteniendo continuamente marginados a hispanos, negros, y demás no blancos?

Como pentecostal, abrigo la unidad incomprensible de la narrativa del día del Pentecostés. Hechos 2 señala el camino hacia adelante entre la falsedad de lo correcto políticamente o de la presunción post-racial. Las voces en el Pentecostés hablan juntas y sin embargo permanecen distintas, mostrándonos que la armonía desconcertante es posible y es bíblica. Es una armonía que no requiere que todas las voces, las culturas, y las etnias sean iguales para que las maravillosas obras de Dios sean reveladas. Ojalá que este mensaje pentecostal rescate las medias verdades de estas falsas enseñanzas y redima su promesa ecuménica para la iglesia Norteamericana.

Amos Yong, director del Center for Missiological Research y profesor de teología en Fuller Seminary es autor de The Future of Evangelical Theology [El futuro de la teología evangélica].

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