Perdimos esta. Nosotros y muchos otros presentamos el caso a nuestra cultura, que el matrimonio tradicional es el diseño bueno de Dios, que esta institución, personificada por la unión de un hombre y una mujer, conlleva al florecimiento social. Pero nuestra cultura no está convencida. Para nuestra gran desilusión, ya es ley nacional permitir otros tipos de “matrimonios”.

La tentación es irnos a nuestra esquina santa enfadados. O afirmar los talones y luchar con mayor fuerza. O maltratar a otros en nuestro enojo. O perder la esperanza. Podemos hacer algo mejor. Especialmente el tomar a pecho las Bienaventuranzas:

Regocijarnos

Por supuesto, no en la decisión, más bien “Regocijaos en el Señor siempre”, dice Pablo, “otra vez les digo regocijaos.” Y en otra parte, “Dad gracias a Dios en toda circunstancia”. Y esta paráfrasis: “Bendecido eres cuando la gente te insulta, y te persigue, o prevalece contra ti públicamente por mi causa. Regocíjate y alégrate” (Mt. 5:11).

¿Regocijarnos en qué exactamente? Tomemos nota solamente de las cosas grandes: Que Dios no se ha ido a ninguna parte. Que la muerte y la resurrección de Cristo siguen siendo el poder de salvación para todos. Que el evangelio sigue siendo esparcido. Que las puertas de la Suprema Corte y del Congreso no prevalecerán contra la iglesia de Cristo. Que no hay nada que nos pueda separar del amor de Dios en Cristo Jesús. Que el reino vendrá—y que todavía queda bastante trabajo vital por hacer en la iglesia y en la sociedad hasta este día.

Arrepentirnos

Otra tentación ahora es apuntar el dedo a las fuerzas—políticas, sociales, filosóficas, espirituales—desplegadas contra la iglesia y sus enseñanzas morales. Sin negar la realidad de “principados y potestades (Ef. 6:12), hacemos bien en ponderar esto: ¿Qué acciones y actitudes hemos abrazado que contribuyen a que nuestra cultura haga a un lado nuestra ética? Nuestra homofobia ha revelado nuestro temor y prejuicio. Inconsistencia bíblica—nuestra pasión por desenraizar los pecados sexuales al mismo tiempo que permanecemos relativamente indiferentes al racismo, la glotonería, y otros pecados—nos deja susceptibles a que se nos acuse de hipocresía. Antes de que pasemos mucho más tiempo tratando de enderezar el barrio norteamericano, quizás debamos poner en orden nuestra propia casa. Bienaventurados los pobres en espíritu quienes lloran a causa de sus propios pecados (Mt. 5:3-4).

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Volvamos a pensar

Ciertamente esto significa pensar de nuevo sobre lo que haremos y no haremos, por ejemplo, cuando una pareja casada gay, quien busca acercarse más a Dios, se aparece en la iglesia y quiere involucrarse. Ni tenemos que mencionar, que les daremos la bienvenida incondicionalmente de la misma manera que lo haríamos con cualquier persona que entre por la puerta. ¿Pero de qué manera se refleja el amor en esta instancia en particular? ¿Cuánta participación permitimos antes de pedirles que adopten la ética sexual Cristiana? Mucho de esto depende de la tradición de la iglesia y sus creencias sobre el bautismo, la membresía de la iglesia, el sistema de ancianos, y demás. Pero muchas iglesias evangélicas no tienen la tradición de una denominación en la que se puedan apoyar y van a necesitar pensar sobre estos asuntos con una nueva urgencia.

Un asunto que demanda atención especial es el divorcio y el volverse a casar. La Biblia tiene mucho que decir sobre el matrimonio (tanto o más de lo que dice sobre la homosexualidad), y sin embargo la iglesia evangélica se ha vuelto permisiva en cuanto a honrar el voto matrimonial. Usamos la palabra gracia en una manera barata para evitar el amor enérgico de la disciplina de la iglesia. Tal inconsistencia ha sido una piedra de tropiezo mayúsculo para aquellos que están fuera de la iglesia. Eso no quiere decir que prohibimos todo divorcio, ni todo nuevo casamiento. Lo que sí significa es que nosotros los evangélicos necesitamos llegar a un consenso sobre lo que legítimamente constituye fundamentos para el divorcio y para el nuevo casamiento, y quizás hasta crear un pacto entre nosotros que nos ayude a seguir nuestras convicciones sobre este asunto en particular.

No importa el asunto en particular, haremos bien en recordar que aquellos que tienen hambre y sed de justicia en asuntos así son bienaventurados y serán saciados (Mt. 5:6).

Volvamos a involucrarnos

Se habla mucho hoy de que la iglesia norteamericana ha sido removida de un lugar privilegiado en la sociedad. Se dice que ahora vivimos “en exilio” y “a los márgenes”. Hasta cierto punto, sí, pero también existe esto:

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Un joven birmano vino a nuestras oficinas hace un par de semanas. Ha estado en EE.UU. solo cinco meses. Dijo que donde vivía en Birmania, a los cristianos se les impedía construir templos y escuelas. La hostilidad política y social hacia su fe se volvió tan opresiva, que huyó de su patria a Indonesia. Allí fue encarcelado por siete meses porque no tenía documentación legal. Gracias al trabajo de World Relief, ahora se encuentra en EE.UU., luchando con un nuevo idioma y cultura, mientras trata de sostener a su familia con un trabajo con un sueldo mínimo.

Eso es exilio. Nosotros en los EE.UU. estamos muy lejos de vivir a los márgenes. Todavía vivimos en una sociedad que protege la libertad de expresión y la libertad de asamblea, que apoya la libertad religiosa, que permite que todos sus ciudadanos participen en gobernar a todos los niveles. Sin lugar a dudas, vemos retos serios a estos derechos y libertades, retos que requieren vigilancia y trabajo duro en los días venideros. Pero en este momento, estos derechos y libertades prevalecen aquí de una manera que no prevalecen en casi ningún otro lugar en el mundo. Hagamos uso de dichos derechos y libertades para el bien común—convirtiéndonos en pacificadores (Mt. 5:9) lo más que podamos mientras nos volvemos a involucrar en todos los niveles de la política.

Alcancemos

Ahora que ya se ha decidido el asunto del matrimonio gay, quizás encontremos una mayor oportunidad más que nunca para construir relaciones fructíferas en la comunidad LGBT que ha sido hostil a todo aquello que es Cristiano. Hasta este momento, se nos ha visto como una amenaza a su agenda política. Ahora que hemos perdido en el asunto del matrimonio gay, esa amenaza ha sido removida y puede que en un tiempo no muy lejano los veamos dispuestos a tratar con nosotros como compañeros seres humanos. Debemos dar la bienvenida a esos momentos y aún iniciar dichos momentos como oportunidades para compartir—en misericordia (Mt. 5:7)—Las buenas y bellas nuevas del evangelio como nunca antes.

Regocijémonos

Otra vez decimos con Pablo, regocijémonos. En particular, nos regocijamos por el llamamiento de Dios en este momento crítico de la historia. De la misma manera que en el siglo cuarto se le dio a la iglesia la responsabilidad de pensar sobre la naturaleza de Cristo, y que la iglesia del siglo 16 tuvo la tarea de considerar de nuevo la relación de la fe y las obras, así nosotros en nuestro tiempo somos llamados a pensar y responder a una serie de asuntos relacionados con la sexualidad humana. Lo que enseñemos y lo que hagamos en nuestro tiempo formará el pensamiento y la vida de la iglesia por generaciones venideras.

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Este no es solamente el llamamiento de los líderes de la nación o de la iglesia, sino de cada hogar Cristiano. Ya sea que estemos abogando frente a los poderes políticos en los pasillos del Congreso para detener el avance del tráfico sexual o enseñando a nuestros hijos sobre el don precioso del sexo, estamos reforzando y forjando las enseñanzas de la iglesia sobre la sexualidad. Con gran responsabilidad viene gran gratitud por habérsenos encomendado una obra tan crucial.

Y es así que damos el siguiente paso en este futuro inexplorado no con ceño fruncido o con corazón nervioso sino con humildad (“bienaventurados son los humildes…”) y confianza (“… porque ellos heredarán la tierra” Mateo 5:5). Cristo sigue siendo Señor y está guiando a su iglesia. Bienaventurados son aquellos que saben esto, porque de ellos es el reino de los cielos.

Mark Galli es editor de Christianity Today.

Imagen del artículo por Mark Fischer.

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