El Antiguo Testamento siempre ha sido un blanco fácil para los críticos del cristianismo. Superficialmente, sus duros códigos morales y antiguas normas culturales se muestran hoy como obsoletos, bárbaros incluso. Si bien esto no es nada nuevo, recientemente ha dado lugar a llamados más fuertes para minimizar su importancia, como cuando el prominente pastor Andy Stanley sugirió en 2018 que los cristianos deberían «desenganchar» el Antiguo Testamento de su teología. Pero muchos expertos en la Biblia no están de acuerdo. Este es el primero de una serie de seis ensayos de una sección transversal en la que eruditos destacados analizan el lugar del «Primer Testamento» en la fe cristiana contemporánea.

—Los editores

Ya en el segundo siglo d.C., el famoso hereje Marción meditó mucho sobre esta cuestión y llegó a la conclusión de que el Antiguo Testamento no tenía casi nada que ofrecer al cristianismo. Y fue excomulgado por sus opiniones. En el siglo XX, los nazis promulgaron una eliminación del Antiguo Testamento de la fe cristiana con éxito notable, e innumerables «cristianos alemanes» siguieron su ejemplo, con consecuencias indescriptiblemente terribles. En días más recientes, predicadores de iglesias grandes y pequeñas por igual luchan por saber qué hacer con el Antiguo Testamento. Muchos hacen lo mejor que pueden; otros ni siquiera lo intentan. Algunos no ven otro camino a seguir que «desenganchar» los dos testamentos de la Biblia cristiana.

Todas estas dificultades con el Antiguo Testamento son verdaderamente lamentables porque cada página del Nuevo Testamento depende profundamente de él. El primer versículo de Mateo es un ejemplo de ello: «Libro de la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham» (LBLA). Sin el Antiguo Testamento, los lectores no tendrían idea de lo que significa «Cristo», de quiénes son David y Abraham, o de cómo se relacionan todos estos personajes. El texto original es aún más sugerente: «Libro de la genealogía» es biblos geneses en griego, una alusión bastante obvia al libro de Génesis.

Pero la dependencia del Nuevo Testamento del Antiguo va más allá de servirnos como fuente de mera información; en algunos pasajes, el Nuevo Testamento sugiere que el Antiguo Testamento es completamente suficiente en sí mismo para alcanzar un conocimiento de Dios que lleve a la salvación. Considere la parábola de Jesús sobre el hombre rico y Lázaro (Lucas 16:19-31), donde Abraham le dice al hombre rico que nadie será enviado de entre los muertos para advertir a sus hermanos descarriados porque, «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, tampoco se persuadirán si alguno se levanta de entre los muertos» (v. 31).

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Textos como Mateo 1 o Lucas 16 están por todas partes en el Nuevo Testamento y sin duda dan lugar a declaraciones bien intencionadas como: «No se puede entender el Nuevo Testamento sin el Antiguo Testamento», o, según el adagio de San Agustín: «El Nuevo Testamento está oculto en el Antiguo, y el Antiguo Testamento se pone de manifiesto en el Nuevo».

No hay nada de malo en tales obviedades, pero parecen ineficaces para resolver por completo el problema porque, de hecho, muchos cristianos continúan haciéndose preguntas acerca del Antiguo Testamento de una manera que simplemente no se cuestionan —y tal vez nunca lo harán— sobre el Nuevo Testamento. Así que aún permanece la pregunta: «¿Qué ofrece el Antiguo Testamento al cristianismo hoy?».

Mi propia respuesta es: mucho. Quizás todo.

Hay al menos cuatro dones importantes que el Antiguo Testamento ofrece a la fe cristiana. Si bien estos dones no son exclusivos del Antiguo Testamento, cuando menos están mucho más presentes en el Antiguo que en el Nuevo y, por tanto, constituyen aspectos preciosos de todo el consejo de Dios.

Honestidad

El Antiguo Testamento es sincero; en ocasiones, brutalmente sincero. La franqueza del Antiguo Testamento, a menudo deslumbrante y ocasionalmente desagradable, ofende con frecuencia la sensibilidad moderna. Piense, por ejemplo, en los crudos sentimientos expresados acerca de los enemigos que se encuentran en varios salmos, incluso en Salmos tan queridos como el 139. Ese es el salmo favorito de mi suegra (excepto los versículos 19-22). Pero la honestidad es un don, no un motivo de alarma. Si nosotros mismos somos sinceros, debemos admitir que ocasionalmente hemos pensado o deseado cosas similares para nuestros propios enemigos, ¡y no siempre en oración! A lo largo de los siglos, la brutal honestidad de los salmos, especialmente en tiempos de dificultad, ha sido lo que los ha hecho tan populares.

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Pero no son solo los salmos; todo el Antiguo Testamento es honesto de una manera que, para ser franco, muchos cristianos simplemente no lo somos. En este punto, me vienen a la mente historias sobre la desobediencia y el pecado de Israel. Estas son a menudo material de moralización en los sermones, e incluso son causa de menosprecio cristiano hacia el Antiguo Testamento (y el Israel bíblico). Pero debemos recordar que estos relatos solo se conservan en el Antiguo Testamento debido a su franqueza. Los cristianos solo conocen estas historias porque Israel fue lo suficientemente honesto como para transmitirlas. La honestidad sobre el pecado y el sufrimiento son dos de las muchas formas en que el Antiguo Testamento nos da un ejemplo de ser honestos ante Dios y el mundo, y de ser honestos acerca de Dios y del mundo. La historia de Israel no está más llena de fracasos que la de la Iglesia, que también está marcada por los fracasos más atroces. La historia de Israel está llena de honestidad. Y esa es una cualidad digna de ser emulada.

Poesía

No es de extrañar que un libro tan honesto como el Antiguo Testamento abunde en poesía ya que, como dice Garrison Keillor, los buenos poemas son importantes porque «ofrecen un relato más verdadero de lo que estamos acostumbrados a recibir». Cuando menos, un tercio del Antiguo Testamento fue escrito en forma de poesía. Compare esto con el Nuevo Testamento, donde la poesía es realmente escasa. Además, la poca que se encuentra allí, particularmente en el libro de Apocalipsis, por lo general está impregnada del lenguaje y el simbolismo del Antiguo Testamento.

La poesía del Antiguo Testamento se encuentra especialmente en los Salmos, pero también en los profetas que buscaban (para citar a Mark Twain) la palabra adecuada, porque «la diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta, es la misma que entre el rayo y la luciérnaga». Si los salmos ofrecen poesía en la alabanza y dolor en la oración, los profetas nos ofrecen una poesía que es «Palabra del Señor».

Porque como descienden de los cielos
la lluvia y la nieve,

y no vuelven allá
sino que riegan la tierra,

haciéndola producir y germinar,

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dando semilla al sembrador
y pan al que come,

así será mi palabra
que sale de mi boca,

no volverá a mí vacía

sin haber realizado lo que deseo,

y logrado el propósito
para el cual la envié.

(Isaías 55: 10-11)

La poesía también es una característica clave en otros libros, donde se convierte en un medio ideal para discutir la sabiduría para la vida (Proverbios), el sufrimiento (Job), la muerte (Eclesiastés), e incluso el amor y el sexo (Cantar de los Cantares). Pero los temas no se limitan a estos; tampoco los libros. Dondequiera que se encuentre, la poesía parece ser preferida siempre que el tema sea complicado —y ¿qué podría ser más difícil de discutir que Dios y los caminos de Dios en el mundo?—.

Hablando de las imágenes atrevidas del Antiguo Testamento, Walter Brueggemann dijo que «ningún lenguaje fácil logrará explicar a este Dios». La poesía no es un lenguaje fácil y, por lo tanto, funciona mucho mejor que la prosa simple cuando se habla del Dios infinito —ciertamente superior a la proposición directa—. La poesía alude incluso cuando elude; evoca y revela incluso cuando oscurece y permanece reticente. En su reticencia y en su revelación, la poesía comunica y protege la santidad de Dios, el Señor de y el Señor sobre todo lenguaje. Los cristianos aprenden de la inclinación poética del Antiguo Testamento un profundo respeto por el misterio de Dios, de quien nunca se debe hablar a la ligera.

Teología

El tercer don, estrechamente relacionado con el segundo, es la teología, en este caso estrictamente definida como un discurso sobre Dios. Una búsqueda rápida de la palabra «Dios» en la Biblia en Inglés Común da 1109 resultados en el Nuevo Testamento, pero 3189 en el Antiguo Testamento. Esas estadísticas no son de extrañar. Los 39 libros del Antiguo Testamento comprenden el 78 por ciento de la Biblia cristiana protestante (aún más en los cánones católicos, ortodoxos y anglicanos). Pero hay mucho más en este tercer don que simplemente la diferencia en extensión del Antiguo Testamento en relación con el Nuevo.

El Antiguo Testamento ha sido considerado durante mucho tiempo como el principal repositorio de la doctrina de Dios, más específicamente, del primer miembro de la Trinidad. Aquí es donde uno aprende, por primera vez y con mayor extensión, acerca de Aquel a quien Jesús llamaba «Padre». A la luz de la encarnación narrada en los Evangelios y la entrega del Espíritu Santo en Hechos, el Antiguo Testamento es el lugar que brinda una perspectiva especial sobre «Dios el Padre Todopoderoso», aún cuando los cristianos sean rápidos para confesar que estos Tres son Uno. Pero la unidad divina se pierde cada vez que los cristianos se ponen del lado de Marción al contraponer al «Dios del Antiguo Testamento» contra Jesús en el Nuevo.

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Tales sentimientos revelan tanta ignorancia sobre el Nuevo Testamento como sobre el Antiguo, especialmente porque esta distinción comúnmente se hace con referencia a la ira y el juicio de Dios. Estos temas abundan en el Nuevo Testamento tanto como en el Antiguo, y no solo en Apocalipsis. Son comunes en la predicación de Jesús, como lo vio tan claramente su precursor Juan el Bautista (Mateo 3:7-12). Así que en este asunto también el Padre y Jesús son uno (Juan 17:22).

Esta unidad de los Testamentos, y entre los miembros de la Trinidad, demuestra que Dios ciertamente «se indigna cada día contra el impío» (Salmos 7:11b). Pero también explica para qué sirve tal ira; que está al servicio de la justicia, ya que «Dios es un juez justo» (Salmos 7:11a). A pesar de la norma divina de justicia, Dios no se complace en la muerte de los malvados, sino que quiere que todos cambien sus caminos y vivan (ver Jeremías 18:7-8; Ezequiel 18:32; Jonás 3:10). A lo largo de la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento, el juicio de Dios tiene algo en la mira: el pecado y la injusticia. Cuando son corregidos, la ira desaparece.

El pueblo de Dios

El Antiguo Testamento enseña a los cristianos algo fundamental sobre la eclesiología: sobre ser el pueblo de Dios. Una de esas cosas sería amar la justicia exactamente como la ama el Señor justo (Salmos 11:7). Pero esa es solo la punta del iceberg. La lista de lo que enseña el Antiguo Testamento acerca de lo que el pueblo de Dios debe hacer y ser ocuparía muchas páginas. El punto en cuestión no son los detalles, sino precisamente la generalidad que hay en ello.

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El Nuevo Testamento, por supuesto, hace lo mismo. El término «eclesiología» deriva del griego ekklesia, usado en el Nuevo Testamento para la iglesia (por ejemplo, Mateo 16:18). Pero la palabra ekklesia aparece también en la traducción griega del Antiguo Testamento, donde refleja la palabra hebrea qhl («asamblea»), un término que transmite la misma idea: la comunidad de fe. Sea como fuere, este cuarto don se refiere a la naturaleza de Israel como grupo: primero una familia, luego un pueblo, luego una nación con un territorio: una que permanece unida en pacto con Dios (Exódo 19:8), unida en oración y alabanza; una que recibe bendiciones y, sí, a veces incluso castigos. Todo como grupo. El Nuevo Testamento también refleja acuerdos corporativos, a veces de formas que son impactantes (ver, por ejemplo, Hechos 5:1-11).

Sin embargo, es bastante común, especialmente en el Occidente industrializado e individualizado, leer el Nuevo Testamento como un asunto principalmente privatizado —«Jesús y yo»— y dejar la política y la justicia social fuera de él. El Rey que juzga entre las ovejas y las cabras en Mateo 25: 31-46 tiene mayor sabiduría, y la severidad y el criterio que usa para tomar su determinación suena exactamente como el Señor que legisla el cuidado de los inmigrantes, las viudas y los huérfanos en Éxodo 22:21-24. Este es un ejemplo más de la unidad de los Testamentos.

Este cuarto don del Antiguo Testamento enseña a los cristianos que la vida de fe rara vez es —o quizá nunca— una cuestión de piedad solitaria y personalizada. Por el contrario, es de raíz un asunto comunal, que se extiende más allá de los asuntos del corazón solamente. Sirva como evidencia que las palabras del Señor deben estar inscritas en el corazón en Deuteronomio 6; sin embargo, no se detiene allí: el cuerpo externo también debe llevar la instrucción del Señor, en las manos y la frente, donde esté a la vista constante. Después, debe también estar inscrita en las casas, en la ciudad, e incluso en el cuerpo político (Deuteronomio 6:6-9).

Las marcas del Antiguo Testamento

Para concluir: La frase «No podemos entender el Nuevo Testamento sin el Antiguo» es perfectamente cierta; sin embargo, no va lo suficientemente lejos, ya que el Antiguo Testamento es, en sí mismo, indispensable para la fe cristiana. La famosa declaración de Agustín, aunque precisa, también es insuficiente. Gran parte del Antiguo Testamento ha sido revelada por Dios —de hecho, todo, de acuerdo a la fe cristiana— y eso sin mencionar el testimonio de 2 Timoteo 3:16 (donde «Escritura» se refiere al Antiguo Testamento).

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Como ese versículo y el siguiente lo especifican, el Antiguo Testamento es eminentemente útil «para enseñar, para reprender, para corregir, para instruir en justicia, a fin de que el hombre de Dios sea perfecto, equipado para toda buena obra» (2 Timoteo 3: 16-17). Esto es cierto porque «todo lo que fue escrito en tiempos pasados, para nuestra enseñanza se escribió, a fin de que por medio de la paciencia y del consuelo de las Escrituras tengamos esperanza» (Romanos 15:4).

Imagine un cristianismo marcado, no por el encubrimiento y la negación, sino por la honestidad; un cristianismo que hable de Dios con humildad y astucia poéticamente, porque el misterio divino habita más allá de todo lenguaje; un cristianismo sintonizado con la teología del Tres en Uno, Uno en la misericordia y el juicio para liberar al mundo del pecado y la injusticia; un cristianismo unificado como el pueblo de Dios, rescatado «de toda tribu, lengua, pueblo y nación» (Apocalipsis 5:9). Ese sería un cristianismo adornado con los dones que ofrece el Antiguo Testamento.

Brent A. Strawn es profesor de Antiguo Testamento en Duke Divinity School. Es autor de The Old Testament Is Dying: A Diagnosis and Recommended Treatment.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel

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