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Domingo: Lo que Dios ve

Lectura de hoy: Éxodo 1:1-3:10

La salida de Israel de Egipto ha alimentado la imaginación de incontables generaciones. En el fondo es una historia de esperanza. Los israelitas no podían verlo al principio. Eran una minoría despreciada y esclavizada por el ambicioso y avaro faraón que continuamente buscaba sacar la mayor ganancia al menor costo. A pesar de que dependía de su trabajo, el faraón veía a los israelitas —especialmente a los hombres— como una potencial amenaza. No solo los hacía trabajar hasta los huesos, sino que buscaba matar a sus hijos.

El escritor del Éxodo comienza concentrándose en las mujeres de la historia: las parteras, una madre, su hija, una sirvienta y la hija del faraón. Cada una actúa dentro de su esfera de influencia para resistirse a las crueles políticas del faraón. Trabajando juntas, ellas salvan al pequeño Moisés. Ellas actúan con esperanza, rehusándose a permitir que el régimen las force a la sumisión. El escritor describe la audacia de sus actos con las mismas palabras que más tarde utilizaría para describir la salvación de Israel por parte de Dios.

Considere estos ejemplos: La madre de Moisés vio que era bueno, recordándonos que Dios valora a todos los seres humanos hechos a su semejanza. Ella lo puso en un arca entre los juncos. El arca (o «canasta») nos recuerda cuando Dios rescató a la familia de Noé de morir ahogados. El rescate de Moisés anticipa el futuro escape de Israel a través del mar de los juncos [significado literal de su nombre hebreo: Yam Suff] (o Mar Rojo). La preocupación de Dios lo llevó a actuar, encargándole a Moisés liderar a la gente en su salida de Egipto.

La esperanza cristiana está arraigada en el hecho de que Dios ve. Para Él nada pasa desapercibido. En el corazón del Adviento está saber que Dios ve un mundo que está mal y que Él hará algo para corregirlo. Él puede a veces parecer ajeno a nuestro sufrimiento, pero siempre actúa consistentemente para cumplir el pacto que hizo con Abraham (Génesis 17). Este mismo pacto es la razón por la que Dios mandó a Jesús al mundo.

La historia del éxodo nos invita a participar en la audaz obra redentora de Dios. Las mujeres de la historia no escucharon ningún toque de clarín en los cielos impulsándolas a actuar. Ellas simplemente vivieron creyendo que Dios ve, y actuaron en consecuencia. Ellas sabían qué era lo correcto y lo hicieron.

—Carmen Joy Imes

Lunes: Paz en la tormenta

Lectura de hoy: Salmos 46 y 112

El Salmo 46 declara con convicción, «Por eso, no temeremos aunque se desmorone la tierra y las montañas se hundan en el fondo del mar» (v. 2). Nuestro mundo, como el mundo en el que vivía el salmista, se está colapsando: una pandemia, una recesión, injusticias raciales, incendios, huracanes, inundaciones y una temporada tensa de elecciones. Nuestra tierra está cediendo y las montañas están cayendo al océano.

Lo que me llama la atención de este Salmo es su llamado a la quietud: «Quédense quietos, reconozcan que yo soy Dios» (v. 10). Esta quietud no viene porque los problemas ya han sido resueltos. El salmista permanece rodeado por el estruendo de las naciones y el asedio de desastres naturales. Aún ahí, en el tumulto, Dios ordena quietud. Esto me recuerda a Jesús durmiendo en el bote durante la tormenta (Marcos 8:23-27). Su confianza era tan grande que podía descansar en medio de las impetuosas olas. Esa paz sobrenatural está al alcance de cualquiera de nosotros que sepa quién es Dios.

En el verso 10, Dios explica por qué podemos quedarnos quietos: «¡Yo seré exaltado entre las naciones! ¡Yo seré enaltecido en la tierra!» Dios sabe cómo se desarrolla la historia. Él gana al final. Ese conocimiento certero da forma a cómo respondemos a los retos de la vida. El Dios que saldrá victorioso está con nosotros (vv. 7, 11). Él es nuestra fortaleza en medio de la tormenta.

Nuestra esperanza surge, imperturbable y sin miedo, del centro mismo del problema, no porque tengamos confianza en nosotros mismos, sino porque Aquel que puede verlo todo y lo sabe todo está con nosotros.

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Esta es la esperanza que trae el Adviento. Jesús se hizo carne y entró en el desordenado escenario de la historia de la humanidad. Él nació llorando en un mundo de dolor, donde Roma cobraba impuestos injustos y mantenía su opresión sobre la vida religiosa de Israel. Y cuando Jesús regrese para nuestra última redención, Él volverá a entrar a un mundo aún plagado de problemas.

Como lo dice el Salmo 112, «Para los justos la luz brilla en las tinieblas… El justo… no temerá recibir malas noticias; su corazón estará firme, confiado en el Señor» (vv. 4, 7). Los corazones firmes saben cómo termina la historia y, por tanto, pueden afrontar la tormenta con confianza. Esta es nuestra esperanza.

—Carmen Joy Imes

Martes: Una asombrosa transformación

Lectura de hoy: Isaías 2:1-5

El capítulo dos del libro de Isaías describe una visión profética del monte de la casa del Señor, en el cual se encuentra el Templo. La visión dice que el monte «... será establecido como el más alto de los montes» y, por lo tanto, se convertirá en un atractivo turístico mundial y «hacia él confluirán todas las naciones». La gente vendrá deseando que el Señor les enseñe sus caminos, y desde ahí saldrá la Palabra del Señor, y ahí Él tomará decisiones que acabarán con los conflictos entre las personas.

Este escenario es una locura por más de una razón. La razón práctica es que Sión, la montaña donde se encontraba la casa del Señor, era tan solo un pequeño e insignificante promontorio en medio de otros montes que tenían alturas más significativas (hasta el Monte de los Olivos era más alto). Pero asumo que la visión no habla de un cambio literal en la geografía.

Aún más relevante es el hecho de que, en el capítulo anterior, Isaías acababa de describir a Jerusalén como una ciudad que es como una prostituta: un lugar donde no hay fidelidad, sinceridad, buen gobierno, ni cuidado de los más vulnerables (1:21-23). Pero justo después de eso, él pronunció una promesa acerca de que la ciudad sería limpiada y sería llamada «ciudad fiel» otra vez, y «ciudad de justicia» una vez más (v. 26). Y es ahí cuando Isaías añade la visión de una impresionante segunda transformación (2:1-5). Dada la primera transformación, tal vez la visión en la que el mundo entero es atraído a Jerusalén podría cumplirse.

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La semana pasada estaba en una reunión de oración en la que uno de mis colegas comentaba que vivimos en el contexto de una cuádruple crisis: una crisis de salud, una crisis racial, una crisis gubernamental y una crisis económica. No es un contexto en el que la gente esté volteando a aquellos que pertenecen a Jesús como si nosotros supiéramos cómo afrontar estas crisis; no parece que se acerquen a la gente de Dios en la forma en la que la visión de Isaías describe a la gente siendo atraída a Jerusalén. Pero esa es aún la promesa de Dios.

Cuando Jesús vino, lo hizo como el «sí» de Dios a todas sus promesas (2 Corintios 1:20). Él no las cumplió todas en un solo momento, pero sí garantizó que todas se cumplirán. ¡Oh, que podamos responder a esta visión y promesa así como Isaías instó a los suyos!: «Vengan… caminemos a la luz del Señor».

—John Goldingay

Miércoles: Construyendo una carretera

Lectura de hoy: Isaías 40:1-11

Durante las últimas dos o tres décadas, la Autoridad Nacional de Caminos en Israel ha construido una impresionante red de carreteras en el país. Uno de los proyectos actuales es una arteria urbana con túneles y puentes que llevarán a la gente directamente al centro de Jerusalén desde el punto donde la carretera que viene Tel Aviv toca los límites de la ciudad. El problema es que la construcción requiere mover unas tumbas romanas que datan de hace 1900 años, lo que ha generado protestas. Pero la gente quiere llegar a Jerusalén rápido, y sienten la necesidad de una carretera que supere los obstáculos. En cierta forma, resulta similar a la que Dios encargó en Isaías 40. «Preparen en el desierto un camino para el Señor; enderecen en la estepa un sendero para nuestro Dios» (v. 3).

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En el verano del año 587 A. C., Dios prácticamente abandonó a Jerusalén. La infidelidad de su gente había superado todo límite. Su gloria se fue, como lo dice Ezequiel 10. Y cuando Dios salió, Nabucodonosor pudo entrar. Nabucodonosor se dispuso a devastar la ciudad tan profundamente que la dejó prácticamente inhabitable y tuvo que establecer su sede provincial en otro sitio, en Mizpa.

Nada sucedió durante medio siglo. Después, en Isaías 40, Dios le pidió a uno de sus ayudantes encargar a contratistas sobrenaturales que diseñaran una super carretera con pasos elevados y túneles para que Él pudiera regresar a la ciudad, llevando a su gente dispersa consigo. Y Dios regresó. Algunos de los que se encontraban en el exilio también regresaron, e hicieron su mejor esfuerzo por hacer la ciudad habitable de nuevo. El libro de Esdras relata cómo reconstruyeron el templo, y cómo Dios regresó a vivir ahí y a encontrarse con ellos una vez más.

En términos generales, las cosas mejoraron entre Dios y su gente por los siguientes 500 años, aunque durante la mayor parte de este tiempo permanecieron bajo la autoridad de varios poderes imperiales. Ellos seguían anhelando su independencia.

En el año 30 d.C., apareció Juan el Bautista, retomando Isaías 40 y proclamando que la gente debía volver a Dios y ser limpiados de su pecado. Una vez más, Dios estaba diciendo: Háganme una carretera. Voy a regresar y voy a arreglar su destino (Ver Mateo 3:3). Esta vez la carretera era de tipo religioso y moral, y Juan fue el encargado de construirla.

En efecto, cada Adviento Dios nos dice nuevamente, tal como lo hace en Isaías 40: Háganme una carretera. ¿Le gustaría ver a Jesús? Él ya viene.

—John Goldingay

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Jueves: Una oración audaz y peligrosa

Lectura de hoy: Isaías 64:1–9

¡Deseamos que rasgaras los cielos y descendieras, para que ante tu presencia las montañas se estremecieran! Esta es la oración de Isaías 64. El orden de los capítulos en Isaías sugiere que esta oración pertenece a un periodo después de que los persas habían terminado con el control babilónico del Medio Oriente. El problema es que Judá descubrió que esta transición de poder no representó una gran mejoría. Los profetas le habían dicho a Judá que Dios acabaría con todos los superpoderes [que los sometían], pero el cumplimiento de esa profecía no se veía cerca. El hecho de que Persia haya tomado el relevo de Babilonia subraya el punto. Todo cambió, pero todo sigue igual. ¡Rasga el cielo! ¡Ven y arregla las cosas, Señor!

Pero en el siguiente capítulo, Isaías 65, Dios se enoja y les recuerda su rebelión. Parece que Dios les dice: ¡Vaya que tienen valor! Todo parece indicar que Dios responde con enojo ante el descaro que mostraron los habitantes de Judá en su petición de Isaías 64.

Cuando Jesús vino, Dios rasgó el cielo y vino a arreglar las cosas. Los Evangelios no usan ese lenguaje en relación con la Encarnación, aunque sí usan un lenguaje similar en relación con la venida del Espíritu Santo sobre Jesús en su bautismo (Marcos 1:10), con la transfiguración de Jesús (Marcos 9:7), y con su oración cuando está a punto de ser ejecutado (Juan 12:28-29).

Algunas décadas más tarde, algunas personas que creen en Jesús se hacen una pregunta similar a la que se hicieron los habitantes de Judá: ¿Por qué todo sigue igual? (2 Pedro 3:4). En efecto, ellos también están orando: ¡Deseamos que rasgues los cielos y desciendas! Pedro también les responde confrontándolos. Les recuerda a sus destinatarios que el mundo ya ha sido sacudido antes, la primera vez por agua, y que volverá a ser sacudido, pero esta vez por fuego (vv. 5-7).

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Tanto los judíos como los primeros cristianos eran esencialmente personas pequeñas bajo el control de un gran imperio. La mayoría de nosotros no lo somos. En más de un sentido, nosotros somos el imperio. Cuando oramos como Isaías 64: «Deseamos que rasgues los cielos y desciendas; que vengas y resuelvas el problema de los poderes imperiales y vengas a resolver la injusticia», la respuesta de Dios puede ser aterradora. Encontraremos a Dios arreglando algo en nuestras propias vidas. Cuando oramos ¡Desciende, Señor!, invitamos a Dios a confrontarnos y a traernos convicción.

—John Goldingay

Viernes: Luz y Vida

Lectura de hoy: Isaías 9:2 y Juan 1:4–5, 9

Algunos de nosotros hemos crecido en ciudades, por lo que no sabemos qué es la oscuridad en realidad. En las ciudades, siempre hay una luz encendida en algún lugar y se puede ver con esa luz. Pero otros de nosotros crecimos en el campo, mucho más allá de las luces de la ciudad, donde la oscuridad es verdaderamente oscuridad. Donde puede ser tan oscuro que ni siquiera puedes ver tu mano frente a tu cara.

Esta es la imagen de Isaías 9:2 que la oscuridad del pecado es tan total y profunda que incapacita e inmoviliza. No puedes caminar en ella con confianza. No sabes a dónde vas. Estás perdido. La oscuridad aquí simboliza la ceguera y la muerte que provienen del pecado.

Pero Dios resuelve este problema del pecado y la muerte con la Navidad. El mismo pueblo que andaba en tinieblas «ha visto una gran luz». No encendieron la luz; más bien, sobre ellos ha brillado la luz. Dios irrumpe en las tinieblas del pecado con una nueva esperanza, una nueva visión y una nueva vida de justicia.

No debería sorprendernos que casi todos los evangelios se remontan a esta profecía de Isaías al describir cómo vino Jesús al mundo. Por ejemplo, cuando Juan nos habla del nacimiento de Jesús (la Encarnación), busca este símbolo de luz. «En Él estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad. Esta luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no han podido extinguirla… Esa luz verdadera, la que alumbra a todo ser humano, venía a este mundo» (Juan 1: 4-5, 9).

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Jesús es esa luz verdadera. Esta temporada se trata de Dios enviando su Luz al mundo para dar salvación a todos los que crean en Él. La Navidad no se trata de las luces del árbol o de las luces que decoran la casa. En el mejor de los casos, estos son simplemente símbolos débiles de una luz mucho más poderosa que da vida al mundo.

Isaías lo vio 700 años antes del nacimiento de Jesús. Hace dos mil años, los apóstoles vieron esa misma luz en el rostro del Señor Jesucristo, y hoy nos es dada esa luz en el mensaje del Evangelio. Todo el que esté en tinieblas debe arrepentirse de su pecado y creer en esta luz para poder entrar en el reino de Dios. Así es como el Señor nos transforma. Este es el mensaje de luz que trae vida.

—Thabiti Anyabwile

Este artículo es una adaptación de un sermón que Thabiti Anyabwile predicó el 17 de diciembre de 2017. Usado con permiso.

Sábado: Un hijo se nos ha dado

Lectura de hoy: Isaías 7:14; 9:6–7 (NTV)

Isaías 9:6–7 es una biografía gloriosa y profética de Jesús. El hijo que Isaías describe es el «Consejero maravilloso». La palabra maravilloso es la misma palabra que se usa a menudo en el Antiguo Testamento para describir milagros: las «maravillas» que Dios hizo en el mundo. Y la palabra consejero nos recuerda la sabiduría de Dios. Este es Jesús, nuestro Consejero maravilloso y milagroso que nos habla y nos guía para que caminemos por sendas de justicia.

Este hijo es el «Dios Poderoso». Este es el niño extraordinario del que Isaías 7:14 profetizó que nacería de una virgen y sería llamado «Emanuel», que significa «Dios con nosotros». Poderoso y fuerte, no hay debilidad alguna en Dios. Incluso cuando era un bebé en un pesebre, Jesús sostenía el universo con la palabra de su poder.

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Este hijo es el «Padre eterno». Esto no significa que sea lo mismo que Dios Padre; el Padre y el Hijo son diferentes personas de la Trinidad. Más bien, esto podría traducirse en el sentido de que Él es el padre de las edades, externo a las limitaciones del tiempo, y que su actitud hacia su pueblo siempre es paternal. El Salmo 103:13 lo expresa de esta manera: «Como un padre se compadece de sus hijos, así se compadece el Señor de los que le temen» (LBLA). Una y otra vez en los evangelios se nos dice que Jesús vio a la gente y tuvo compasión de ellos. Él es un salvador con la ternura que siente un padre hacia sus hijos.

Y este hijo es el «Príncipe de Paz». Matthew Henry dijo de Jesús, «Como Príncipe de Paz, Jesús nos reconcilia con Dios. Él es el Dador de paz en el corazón y en la conciencia, y cuando su reino esté plenamente establecido, los hombres no aprenderán más a hacer la guerra».

Jesús es una maravilla. Su consejo nunca falla. Él es el Dios todopoderoso. Tiene corazón de padre. Él trae paz real a todos los que creen en Él. Él es mucho más que solo un bebé más. Él es Dios viniendo al mundo. Y no te pierdas la frase más importante del versículo: Él se nos ha dado.

Si lo aceptamos, Él es nuestro. Con toda su sabiduría, con todo su poder y con todo su amor paternal, este mismo Jesús entra en el corazón de quienes confían en Él. Este es el Hijo que el mundo estaba esperando. Y ha venido al mundo para darse a sí mismo.

—Thabiti Anyabwile

Este artículo es una adaptación de un sermón que Thabiti Anyabwile predicó el 17 de diciembre de 2017. Usado con permiso.

Colaboradores:

Image: Photos courtesy of contributors.

Thabiti Anyabwile es pastor de la Iglesia Anacostia River en Washington, DC. Es autor de varios libros, incluido Exalting Jesus in Luke.

John Goldingay es profesor de Antiguo Testamento en el Fuller Theological Seminary. Su traducción de todo el Antiguo Testamento al inglés lleva el nombre The First Testament.

Carmen Joy Imes es profesora asociada de Antiguo Testamento en el Prairie College y autora de Bearing God’s Name: Why Sinai Still Matters.

Traducido al español por Livia Giselle Seidel

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