Nací en 1990 en El Cairo, hijo de padres religiosos y muy trabajadores. A los 40 días de haber nacido, me bautizaron por triple inmersión como a todo buen cristiano copto ortodoxo.

Crecer en este tipo de entorno religioso deja una marca eterna en tu alma. Aún puedo recordar los habituales y temidos momentos de confesión con el sacerdote. Esas experiencias fueron especialmente desalentadoras. Recuerdo que durante mi adolescencia terminaba mis confesiones, el sacerdote me instruía hacer algún tipo de penitencia para que Dios estuviera contento conmigo —al menos así lo percibía yo—, e inmediatamente después volvía a cometer los mismos pecados. Yo pensaba en Dios como si Él fuera malo, tanto como los maestros de la escuela Jesuita a la que iba, quienes nos castigaban físicamente por no cumplir con sus expectativas académicas o de comportamiento.

En el 2002, mi familia se mudó a los Estados Unidos. Los años de secundaria fueron bastante difíciles para mí: tan sólo imagínense a un niño regordete del Medio Oriente, que no hablaba inglés, tratando de hacer amigos poco después de los atentados del 11 de Septiembre. Además de las dificultades en la escuela, también sufría de acoso en el único lugar en donde esto no debería ocurrir jamás: en la iglesia. Mi familia seguía asistiendo a los servicios copto ortodoxos, pero mi corazón pronto se llenó de amargura contra la iglesia en la que fui criado y la que, honestamente, nunca me pareció atractiva. Cuando entré a la preparatoria, estaba tan desilusionado con la fe que pasé de ser un “buen chico religioso” a ser todo lo contrario.

Una clase distinta de cristiano

La preparatoria me permitió convivir con nuevos amigos, comenzar a tener citas, probar drogas y, una vez que obtuve mi permiso para conducir, ir a donde yo quisiera. Muy pronto adopté un estilo de vida lleno de fiestas, fornicación y drogas. Las cosas se pusieron tan mal que terminé vendiendo drogas. Lo más triste de todo fue la mala influencia que tuve sobre mi hermano menor, Joe, quien estaba apenas en secundaria y terminó por encontrarse en una situación similar a la mía.

Recuerdo una noche que llegué a mi casa cerca de las dos de la mañana durante mi último año de preparatoria. Mi madre estaba despierta, llorándole a Dios y pidiéndole a Jesús que me salvara. Más adelante me di cuenta de que, mientras yo huía de Dios, Él había estado trabajando en algunas personas cercanas a mí.

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George, mi mejor amigo y cómplice, empezó a ir a una iglesia nueva con su hermano Mark. Esta iglesia —una iglesia bautista árabe a las afueras de Boston— no era copto ortodoxa, por lo que, naturalmente, reaccioné con tensión cuando me invitaron a visitar su grupo de jóvenes. Pero Mark no se daba por vencido. Todos los viernes por la noche, sin falta, Mark me recogía junto con mi hermano Joe en su genial Mitsubishi Eclipse rojo y conducía alrededor de una hora para llevarnos a la iglesia. Mark me llevó durante un año, a veces a regañadientes, hasta que aprendí a conducir.

En la iglesia bautista árabe me encontré con una clase muy distinta de cristianos. La gente en verdad amaba a Dios. Eran amables, no hipócritas. Me querían y me aceptaban. “Vaya” pensé, “estos cristianos se están divirtiendo y disfrutan de la relación que tienen con Dios. ¡Dios parece tan real para ellos!”. Al mismo tiempo que mi hermano y yo empezábamos a conectar con este grupo de jóvenes, la mujer que más tarde se convertiría en mi suegra, leía y rezaba la Biblia con mi madre por teléfono. Poco a poco, sentí como el ambiente en mi casa comenzaba a volverse más tranquilo.

Para finales del 2008, toda mi familia estaba asistiendo a esta nueva iglesia, y mis padres y mi hermano comenzaron a involucrarse mucho en ella. Mi padre empezó a organizar reuniones de estudio bíblico en nuestra casa, y pude presenciar cómo Dios lo transformó durante un estudio del libro de Hebreos. Yo iba a las reuniones de la iglesia porque amaba a las personas que asistían y porque me sentía querido por ellas; pero asistía siempre bajo el efecto de alguna droga. Aunque en verdad necesitaba a Jesús, seguía buscando satisfacción en los lugares equivocados.

En julio del 2009, durante el verano antes de comenzar mi segundo año en la Universidad, mi padre me obligó a ir a la conferencia anual del 4 de julio de la iglesia. Asistí “arrastrando los pies”, y llevé algunas drogas conmigo para ayudarme a pasar el rato. Yo no estaba abierto a escuchar la voz de Dios; pero ese fin de semana descubrí que incluso la oposición más feroz o la más fría indiferencia son inútiles una vez que Dios decide manifestarse en tu vida. En la conferencia, escuché el Evangelio con nuevos oídos; escuché que Dios me ama tanto que envió a su hijo a morir por mis pecados. Por primera vez comprendí que, al creer en Jesús, todos mis pecados me serían perdonados, y que Dios me aceptaría y haría las paces con Él.

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Rindiéndome ante Cristo

Recuerdo claramente el sentimiento de lucha dentro de mi alma: ¿cómo podría Dios perdonar todos mis pecados? ¿cómo podría perdonarme cuando yo no podía perdonarme a mí mismo? En ese momento yo no tenía la capacidad de concebir la maravillosa misericordia de Dios ni su inmerecida gracia. Aun así, no podía dejar de sentir que Dios me había atrapado con su amor y que no tenía más opción que bajar mis defensas y rendirme. Me di cuenta de que lo que Jesús había hecho al morir en la Cruz por mí era suficiente para limpiarme de mis pecados y convertirme en un hombre nuevo.

Nací de nuevo en el momento en el que finalmente pude ver y atesorar a Jesús por medio de mi fe. ¡Fue un día tan glorioso! Esa conferencia del 4 de julio cambió mi vida para siempre. Mi gozo se duplicó cuando Joe, quien es actualmente pastor de nuestra iglesia, también fue salvado ese mismo fin de semana. Los dos tuvimos un tratamiento de rehabilitación de una sola noche con Jesús, y fuimos milagrosamente liberados de la adicción a las drogas. Cuando regresamos a nuestro automóvil después de la conferencia y nos dimos cuenta que aún teníamos algo de marihuana, de inmediato la tiramos y dijimos: “No podemos dar marcha atrás”. Nuestros padres estaban felices con los dos nuevos hijos que recibieron después de ese fin de semana. Fuimos transformados por completo.

Hubo otros cambios radicales e inmediatos que también tuvieron lugar. Por ejemplo, casi inmediatamente empecé a servir en la iglesia dentro del equipo de adoración y con el grupo de jóvenes. Fue así como conocí a mi esposa, quien en ese momento era la líder de estos dos grupos. Nuestro equipo de adoración viajó a diferentes conferencias y retiros. Durante esos viajes, un sentido de llamado comenzó a crecer en mi corazón y fue así como empecé a considerar un futuro en el ministerio.

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Al mismo tiempo, devoraba las Escrituras, libros cristianos, podcasts, sermones y cualquier cosa que pudiera conseguir. Asistía con regularidad a los servicios de la iglesia y a las reuniones de oración entre semana, y fui bendecido con algunos mentores en la iglesia, quienes me discipularon. Todo esto me inspiró a buscar el ministerio como mi vocación de tiempo completo: primero asistí al Seminario Teológico Gordon-Conwell y poco después me ordené en la iglesia bautista árabe, en la que toda mi familia se convirtió a la fe.

Mi vida hoy es un testimonio de la bondad y gracia de Dios. El pasado mes de julio, cumplí un año más de caminar junto a Jesús y servirle, y lo celebré en la conferencia anual de la iglesia bautista árabe One Name Boston. He celebrado mi cumpleaños espiritual cada 4 de julio desde hace 11 años, y no se me escapa el simbolismo del “día de la independencia”. Aquella reunión a la que me presenté bajo los efectos de las drogas, con la intención de mantener a Dios lejos de mí, es ahora un recuerdo tangible de su obra milagrosa en mi vida. Gracias, Jesús, por no haber desechado este barro.

Fady Ghobrial es becario del Christian Union Ministry en la Universidad de Harvard.

Traducido por Alexa Arzate

Editado en español por Livia Giselle Seidel

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