Me recuerdo acostado en una cama de hospital con un terrible dolor atravesando mi cuerpo. Durante tres meses, no había podido pararme ni sentarme durante más de 30 minutos. Los médicos no tenían soluciones para mi neuralgia, ni para los fuertes y debilitantes espasmos musculares que me asediaban. En mi agonía, me preguntaba si mi llamado a la enseñanza cristiana había llegado a su fin.

Antes de esa enfermedad, yo era un profesor bastante sano y exitoso en la Universidad de Baylor. Había publicado varios libros, había completado mi trabajo en una beca de gran relevancia, y disfrutaba de discusiones en clase con estudiantes de doctorado en un programa que yo mismo ayudé a diseñar. En marzo de 2017, entré al hospital por lo que se suponía debía ser un procedimiento médico de rutina. Horas después, me invadió la angustia.

Me convertí en prisionero del dolor. Para mantenerlo bajo control, tuve que languidecer en cama. Ya no podía ir a trabajar, hacer ejercicio, conducir, o sentarme a la mesa con mi familia para cenar. Me sentía profundamente aislado de mis amigos y de la iglesia.

Tampoco podía cumplir con mis responsabilidades básicas como profesor. Durante la mayor parte de esos meses, no me sentía lo suficientemente bien como para leer; mucho menos para escribir. En esta triste escena, muy al estilo de Job, sentí como si todo lo que alguna vez me había dado satisfacción, o algún sentido de identidad, me había sido arrebatado sin previo aviso. «¿Quién soy, ahora que parece que lo he perdido todo?», me preguntaba. ¿Podré enseñar, escribir y aprender de la misma manera otra vez?

Muy probablemente, los efectos de la pandemia han llevado a algunos educadores y estudiantes a hacerse preguntas similares. Tal vez usted o sus seres queridos han contraído el virus y lidiado con complicaciones a largo plazo. Tal vez siente que su vida fue puesta de cabeza a causa de la educación virtual, las restricciones por la pandemia y los problemas económicos que ésta ha traído. Las crisis siempre nos llevan a cuestionarnos quiénes somos y cuál es el llamado que Dios ha puesto sobre nuestras vidas. Espero que este artículo sirva para recordarnos que Dios nos ha llamado a aprender, y que nos ayude a identificar y enfrentar las limitaciones y distracciones que las crisis conllevan.

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La oración debe tomar el control

«No quiero morir», dijo mi hijo menor mientras hablábamos acerca de la pandemia una noche, sentados a la mesa. Tiene 16 años y un sistema inmunológico comprometido, al igual que mi esposa. Mi otro hijo solía tener asma. Mis padres tienen 81 años, y a uno de ellos le falta un lóbulo en un pulmón. Tal parece que todos mis seres queridos son vulnerables.

Sé que mi experiencia no es única. Todos tememos perder a la gente que amamos. El fantasma de la muerte nos persigue y es fácil perder de vista el llamado que hemos recibido de parte de Dios. ¿Qué debemos hacer cuando el miedo a la muerte nos distrae de ese llamamiento?

Primero, debemos orar. Hace unos meses, mi esposa me dijo que no se sentía bien. Me enfrenté a una avalancha de miedo que me paralizó. ¿Podrá haber contraído la COVID-19? Cuando el miedo amenaza con apoderarse de nuestras vidas, la oración debe tomar el control en su lugar. Oramos para alinear nuestro corazón con el corazón de Dios. A través de la oración, Él nos consuela y nos guía, recordándonos quiénes somos, y quién es Él.

¿Cómo debemos orar en tiempos de crisis? Hay un sinnúmero de formas en las que podemos orar. Mi cuñado, que vive con un terrible dolor crónico, me enseñó que a veces llegas al punto en que es necesario orar: «Señor, ayúdame a vivir bien esta próxima hora» o «Señor, ayúdame a vivir bien estos próximos cinco minutos». Otras veces, la oración es más colorida. Durante el tiempo que enfrenté mis problemas de salud más graves, muchas de mis oraciones eran una indescriptible mezcla de emociones, y tenía que gritarle a Dios. Si le has gritado a Dios recientemente, es buena señal. Significa que todavía tienes una relación viva con él, incluso en medio de un estrés extremo. Además, como nos recuerdan los Salmos, Dios puede aceptarlo. De hecho, Dios es el único que puede cargar con la carga de nuestro miedo.

Sin embargo, los Salmos también nos dan algo más. Durante mi estancia en el hospital, algunos viejos amigos de la universidad vinieron de Virginia a visitarme, lo que resultó ser providencial. Oraron por mí y levantaron mi espíritu. Más tarde, uno de ellos me envió un Libro de los Salmos. Por supuesto que yo ya tenía una Biblia, pero por alguna razón, ese libro que contenía solamente los Salmos me hizo leer, orar y memorizarlos más.

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A través de esas tres prácticas [leer, orar y memorizar], me acordé de vivir en la historia de Dios. Descubrí palabras para expresar mi angustia en los lamentos: «Cansado estoy de pedir ayuda; tengo reseca la garganta» (Salmos 69:3, NVI). Respiré en anhelos llenos de esperanza: «Yo, Señor, espero en ti; tú, Señor y Dios mío, serás quien responda». (Salmos 38:15). Y recibí este recordatorio: «El Señor está cerca de los quebrantados de corazón, y salva a los de espíritu abatido». (Salmos 34:18).

Recordemos la primera gran comisión

Una vez que hemos vencido nuestra parálisis emocional y nos sumergimos de nuevo en verdadera comunión con Dios, podemos volver a poner nuestro enfoque en cumplir nuestro llamamiento dentro de la historia de Dios. El sermón de C. S. Lewis «El aprendizaje en tiempo de guerra», pronunciado al comienzo de la Segunda Guerra Mundial, nos recuerda que los seres humanos siempre estamos enfrentando la realidad de la muerte y el juicio eterno. Lewis invita a los estudiantes cristianos a preguntarse: «¿Cómo puede ser correcto, o siquiera psicológicamente posible, para criaturas que avanzan cada instante, ya sea hacia el cielo o hacia el infierno, pasar cualquier fracción del poco tiempo que les ha sido concedido en este mundo en trivialidades (en comparación) tales como la literatura, el arte, las matemáticas o la biología?».

En mi primer año en la universidad, reflexioné mucho sobre preguntas similares, y encontré respuestas que no coincidían con mi llamado a aprender. En mi mente, el evangelismo y el discipulado tenían prioridad sobre la ciencia política y la economía. Estaba profundamente convencido del cuestionamiento que Lewis le presentó a su audiencia: «¿Cómo puedes ser tan frívolo y egoísta como para pensar en otra cosa que no sea la salvación de las almas humanas?».

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Me llevó dos años de universidad entender lo que el ensayo de Lewis resumió en unos párrafos: No puedes vivir toda tu vida con una mentalidad de frente de guerra. Como señaló Lewis, incluso los soldados de primera línea en la Primera Guerra Mundial rara vez hablaban de la guerra. En su lugar, pasaron la mayor parte de su tiempo haciendo actividades normales, incluyendo leer y escribir.

La guerra contra la pandemia actual no ha cambiado esa realidad. Es cierto, pasamos más tiempo lavándonos las manos, pendientes del distanciamiento social, y ocupados con telecomunicaciones, sin embargo, todavía pasamos la mayor parte de nuestro tiempo en actividades cotidianas como comer, trabajar, relacionarnos con otros, y aprender. Nuestras clases, reuniones de trabajo, servicios de la iglesia y encuentros con amigos ocurren virtualmente o cuidando la distancia social, pero suceden de todos modos. Como lo dijo Lewis a su profesorado y audiencia estudiantil: Si suspendes toda tu actividad intelectual y estética en una crisis, «solo lograrás sustituir una vida cultural buena por una peor». Es nuestra decisión si elegimos saturarnos con Netflix, estudiar para nuestras clases, o cultivar relaciones profundas con amigos y familiares, aunque solo sea en línea o a dos metros de distancia.

Para ponerlo en lenguaje teológico, incluso durante los tiempos de crisis, no debemos descuidar la primera gran comisión de Dios (llenar y cultivar la tierra) solo porque la segunda gran comisión (hacer discípulos) sigue estando vigente.

El primer capítulo del Génesis contiene una declaración asombrosa sobre los seres humanos y su vocación: Dios dijo: «“Hagamos al ser humano a nuestra imagen y semejanza. Que tenga dominio sobre los peces del mar, y sobre las aves del cielo; sobre los animales domésticos, sobre los animales salvajes, y sobre todos los reptiles que se arrastran por el suelo”. Y Dios creó al ser humano a su imagen; lo creó a imagen de Dios. Hombre y mujer los creó» (Genesis 1:26-27).

Dios crea. Dado que los seres humanos están hechos a Su imagen, también estamos diseñados para crear. En efecto, Dios, en su primera gran comisión, bendijo a los seres humanos con estas palabras: «sean fructíferos y multiplíquense; llenen la tierra y sométanla» (v. 28). Se nos da el honor de crear cultura. Hacemos herramientas, escribimos música e incluso construimos ciudades (acciones descritas en el cuarto capítulo de libro de Génesis). Construimos civilizaciones enteras con caminos y puentes; con idiomas y libros. Emprendemos negocios y organizaciones benéficas, fundamos hospitales y universidades, y establecemos galerías de arte y teatros.

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En todos estos esfuerzos, Dios nos dio la capacidad de buscarlo a Él, y buscar conocer sus pensamientos y carácter. Dios nos diseñó para desear la verdad, la bondad y la belleza, y para descubrir Su sabiduría (Proverbios 1 y 8). Como nos recuerda el educador del siglo XII, Hugo de San Víctor, perseguir la sabiduría significa encontrar la mente viva de Dios, como si uno estuviera entrando en «una amistad con esa Divinidad».

Es por eso que aprendemos, no solo para conseguir dinero o un trabajo, si bien es cierto que esto también es importante. Aprendemos porque Dios nos hizo a su imagen para que pudiéramos reflejar su creatividad, verdad, bondad y belleza. También aprendemos a recuperar la plenitud de esa imagen, uniéndonos a Cristo para revertir los efectos de la Caída, tanto en nuestra vida individual, como en el mundo en su totalidad. De hecho, a lo largo de la historia, los cristianos han llenado el mundo de escuelas, en parte para lograr estos mismos objetivos.

La pandemia sólo ha amplificado este punto. Si los epidemiólogos, los científicos y los trabajadores de la salud hubieran ignorado el llamado de Dios a estudiar en la universidad, no estarían preparados para combatir el virus. Necesitamos economistas que nos ayuden a sortear los problemas financieros. Necesitamos psicólogos, poetas, escritores, filósofos y artistas que nos ayuden a procesar la tormenta de emociones que sentimos. Necesitamos pastores, líderes de adoración y servidores en las iglesias, equipados teológicamente para ayudarnos a ver la pandemia a la luz de la enorme lupa de la historia de Dios.

Desde esta perspectiva, los cristianos deben ser los mayores entusiastas del aprendizaje. Siempre se requiere la sabiduría de Dios para enfrentar una crisis y, para encontrarla, debemos buscar primero en las Escrituras, y también en lo mejor de la tradición humana. En contraste, como lo dice el libro de Proverbios repetidamente, solo los tontos desprecian la sabiduría, la instrucción y el discernimiento. La guerra contra la pandemia actual la hacemos persiguiendo el conocimiento y usándolo hábilmente. Los trabajadores de la salud y los investigadores médicos deben valerse de todos los dones que el ingenio humano y la gracia de Dios pueden proporcionar.

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Tal vez usted ha estado incierto acerca de si debe perseguir o posponer el estudio durante este tiempo. Si usted realmente ama el conocimiento y escucha su llamado (Proverbios 1:20–33), debe perseguirlo ahora, en lugar de esperar hasta que las cosas «vuelvan a la normalidad». Como Lewis bien lo dice: «Los más grandes estudiantes son los que persiguen el conocimiento y la belleza ahora, y no esperan “el momento adecuado”, porque tal vez éste nunca llegará».

Nuevas formas de disciplina

No debemos sorprendernos si la pandemia ha interrumpido los procesos de enseñanza y aprendizaje. Las crisis tienden a hacer eso. Aún así, tenemos que protegernos para no permitir que las circunstancias adversas nos consuman y nos agoten.

El miedo obsesivo puede ser un obstáculo importante para seguir adelante. ¿Siente que la ansiedad se apodera de su vida, ocupando cada uno de sus pensamientos? Puedo dar fe de este peligro. Cuando me encontré por primera vez con grandes problemas de salud, dejé que tomaran el control de toda mi vida. Pasé incontables horas buscando respuestas en línea. Caí en depresión a causa del dolor y del agotamiento mental.

Mientras dedicaba mi tiempo a estas vanalidades, mi esposa me dio un sabio consejo que necesitaba desesperadamente. Una década antes, cuando ella pasó un año en cama recuperándose de sus propios problemas médicos, ella aprendió mucho acerca de la vida en cuarentena. El Señor le mostró lentamente la importancia de estructurar su día. Ella me aconsejó comenzar el día pasando tiempo a solas con Dios, e inmediatamente después hacer los estiramientos y ejercicios que ayudaban a calmar mis descontrolados músculos. Poco a poco, esta disciplina me ayudó a aprender a enfocar mi mente, y a cuidar mi cuerpo, alma y espíritu.

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Para aprender bien durante una pandemia, tenemos que establecer nuevas estructuras y ritmos para evitar que las presiones del momento nos abrumen. Mientras seguimos comprometidos con las tareas ordenadas por Dios, tal vez necesitemos experimentar con medios poco ortodoxos para completarlas.

Durante mi episodio de dolor intenso, no podía sentarme ni pararme durante períodos prolongados. Para seguir escribiendo, tuve que pensar creativamente y aprender a usar algunas herramientas nuevas. Compramos un soporte de computadora que me permitía escribir mientras estaba acostado en la cama. Por gracia de Dios, pronto descubrí que concentrarme en el trabajo me distraía del dolor, y esto me ayudó a restaurar mi productividad anterior. De hecho, escribí dos de mis libros de esta manera.

Así como estar confinado a la cama me obligó a escribir de nuevas maneras, la pandemia nos ha obligado a enseñar y aprender de nuevas maneras. Después de haber enseñado tanto en línea como en persona, no tengo ninguna duda de que enseñar en persona es mucho más propicio para el aprendizaje. Los estudiantes que asisten a la clases en línea se distraen fácilmente con sus teléfonos y sus alrededores, incluyendo mascotas, otros miembros de la familia, así como los frecuentes viajes a la cocina para buscar algún refrigerio. Recuperar el enfoque requiere una nueva forma de disciplina.

¿Qué puede ayudarnos a lograrlo? En primer lugar, debemos tratar el aprendizaje en línea, al igual que el aprendizaje en persona, como una parte esencial del llamamiento de Dios sobre nuestras vidas. Segundo, debemos tratarlo como una disciplina espiritual que promueve la santificación. Escuchar a la gente con atención es una habilidad que surge del amor. El aprendizaje en línea nos obliga a poner en práctica esta hermosa virtud en un contexto desafiante. Tercero, debemos ejercercer el albedrío moral. Esto implica mantenerse mentalmente enfocado y evitar la tentación de hacer varias cosas a la vez. (En otras palabras, ¡suelta tu teléfono!) El aprendizaje en línea no es excusa para que nuestro esfuerzo sea solo a medias. Como Lewis argumentó en Mero cristianismo, «Dios no tiene más aprecio por los holgazanes intelectuales que por cualquier otro tipo de holgazán».

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Y finalmente, es importante que encontremos nuestra recompensa en el descanso y el día de reposo. Si sentimos que es necesario trabajar siete días a la semana durante la pandemia, es probable que terminemos por confiar más en nuestra propia fuerza que en Dios. Si sentimos que necesitamos saltarnos la comunión con Dios a causa de nuestras muchas ocupaciones, no estamos confiando nuestro tiempo en manos de Dios.

La crisis por la pandemia se limita a confirmar lo que los cristianos ya deberían saber: Desde la Caída, la vida nunca ha sido «normal» y los días siempre han sido malos (Efesios 5:16). Satanás, este mundo, y nuestra carne pecaminosa conspiran continuamente para distraernos del llamado que Dios ha puesto sobre nuestras vidas. Sin embargo, su gracia todavía empodera a los cristianos fieles —dentro y fuera de las aulas— para buscar la compañía de Dios, conocer su mente y sus designios, y lograr sus propósitos en este mundo.

Perry L. Glanzer es profesor de Fundamentos de la Educación en la Universidad de Baylor, donde también es un erudito residente en el Instituto de Estudios de Religión. Es coautor de The Outrageous Idea of Christian Teaching and Christ-Enlivened Student Affairs: A Guide to Christian Thinking and Practice in the Field.

Traducido y editado por Livia Giselle Seidel.

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