No siempre sentí resistencia hacia esta frase. La tradición religiosa en la que crecí surgió de los avivamientos fronterizos. Una de las marcas de los buenos predicadores del avivamiento yacía en su habilidad de colocar a los pecadores en las manos de la ira de Dios, a menudo «el Dios del Antiguo Testamento», y luego transferirlos a las bondadosas y amorosas manos del «Dios del Nuevo Testamento», revelado en Cristo Jesús. Este fuerte contraste fue básico para mi comprensión de Dios a lo largo de mi juventud.

No fue sino hasta que estuve en la universidad, y por medio de un trabajo de maestría en el Antiguo Testamento, que pude ver que este contraste era una construcción falsa en varios niveles. En su colección póstuma, Cartas de la tierra, el provocador teológico Mark Twain le dio al clavo cuando comentó que el Dios del Nuevo Testamento, que aparentemente inventó el infierno, debía ser «mil millones de veces más cruel de lo que fue en el Antiguo Testamento». O qué tal la observación de G.K. Chesterston en El hombre eterno, cuando sostiene que es difícil comprender el amor de Jesús, y la piedad que expresa por Jerusalén, mientras coloca a Betsaida en un pozo más profundo que el de Sodoma.

Pero no es solo que Jesús era mucho más duro de lo que mostraban los franelógrafos de la escuela dominical. Por su parte, «el Dios del Antiguo Testamento» también resultó ser más amoroso, amable, indulgente y compasivo de lo que había escuchado de parte de los maestros y predicadores de mi juventud.

El Dios de la compasión maternal

Si no leemos el Antiguo Testamento, nos perdemos de muchas cosas buenas —no solo de la bebida, el sexo y la violencia—. Nos perdemos de material teológico importante, palabras que reflejan la persona y el carácter de «el Dios del Antiguo Testamento». Nuestro Dios.

Una de las afirmaciones teológicas más importantes aparece al final de uno de los puntos bajos en la relación de Dios con Israel:

El Señor, el Señor, Dios clemente y compasivo, lento para la ira y grande en amor y fidelidad, que mantiene su amor hasta mil generaciones después, y que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado; pero que no deja sin castigo al culpable, sino que castiga la maldad de los padres en los hijos y en los nietos, hasta la tercera y cuarta generación (Éxodo 34:6–7).

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Poco antes de esta afirmación, el pueblo había hecho un becerro de oro para representar al dios que iría delante de ellos a la Tierra Prometida. No les importó que esto violara el segundo de los Diez Mandamientos. El pueblo se había impacientado con Moisés, el cual había pasado demasiado tiempo en la montaña con Dios y querían seguir adelante con su viaje. Y aunque Moisés pudo disuadir a Dios de actuar con ira contra Israel, Aarón no pudo disuadir a Moisés de su propia ira, que llevó a los levitas a eliminar a tres mil de sus compañeros israelitas en el nombre del Señor (Éxodo 32).

Como parte de las caóticas consecuencias de la idolatría de Israel, Dios amenaza con no ir con ellos a la Tierra Prometida. Esto sacudió incluso la confianza de Moisés. Buscando seguridad, Moisés pide ver la gloria de Dios, a pesar del hecho de que Dios hablaba con Moisés en el tabernáculo de reunión así como quien habla con un amigo íntimo (Éxodo 33).

Todo esto conduce a la proclamación de Éxodo 34:6–7, cuando Dios desciende a la montaña para pasar delante de Moisés. En esta declaración es particularmente importante la primera virtud que se menciona antes que las demás: Dios es compasivo. La palabra hebrea detrás de compasión es más rica porque, como Beth Tanner señala en su comentario como coautora de El Libro de los Salmos, dicha palabra también puede significar vientre. Así que una mejor traducción podría ser «compasión maternal».

En Éxodo 34, Dios llama a Israel a dar cuentas de su pecado. Pero lo hace basado en la compasión maternal. Moisés exigió a Dios: «Recuerda que esta nación es tu pueblo» (Éxodo 33:13). La respuesta positiva de Dios lo identifica primero con la compasión maternal. Lo que parece decir es que, aunque Dios se enoja con Israel, como lo hacen las madres con sus hijos, Dios nunca los abandonaría, como las madres no abandonan a sus hijos. El Dios del Antiguo Testamento es nuestro Dios. Un Dios de compasión maternal que se enfrenta al pecado atroz y promete un futuro más allá de los fracasos. La imagen del Dios del Antiguo Testamento en términos de ira refleja solo una parte de la identidad de Dios y no reconoce que, según Éxodo 34, la esencia del carácter de Dios comienza con la compasión maternal.

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Compasión a través de todas las generaciones

Muchas generaciones después de Moisés y Egipto —de hecho, varias generaciones después del regreso de Israel del exilio—, los sacerdotes en la época de Nehemías utilizaron el lenguaje de Éxodo 34:6–7 en una oración que nació de la inquietud de si Dios había abandonado a su pueblo (Nehemías 9:17). Lamentablemente, el regreso del exilio no alivió las dificultades del pueblo bajo el dominio persa (9:36–37). Sus luchas se hicieron aún más insoportables cuando escucharon la Torá de voz del escriba Esdras, y tuvieron tal convicción de pecado, que no pudieron evitar llorar (Nehemías 8).

Aun cuando los levitas que oraban ensalzaban a Dios por crear el cielo y la tierra, elegir a Abraham y liberar a Israel de Egipto, también le recordaron al pueblo que, cuando se negaron a obedecer el mandamiento de Dios de tomar la Tierra Prometida, Dios los perdonó porque Dios es «misericordioso y compasivo, lento para la ira y grande en amor» (Nehemías 9:17).

Frente a las dificultades posexilio y el pecado del pueblo, los levitas fundamentaron su esperanza para el futuro en Dios, quien nunca había abandonado a Israel debido a su gran compasión maternal (9:19). El pueblo se apartó de la Torá y mató a los profetas en los días de los jueces. Sin embargo, una y otra vez (9:28), Dios todavía respondió a su clamor con compasión maternal (9:27). Las cosas no mejoraron con la monarquía; la gente continuó pecando y matando profetas; sin embargo, Dios se negó a abandonar al pueblo debido a esa gran compasión maternal, porque Él está lleno de bondad y compasión (9:31).

Esta visión de Dios me recuerda a una madre que conocí durante mi primer trabajo pastoral en Ohio. Su hijo se había involucrado en problemas con drogas y se había enredado en un sinnúmero de problemas. Ella y su marido lo intentaron todo: múltiples centros de rehabilitación, poner reglas claras, amor firme. Nada funcionó. Sin embargo, cada vez que su hijo volvía a casa, ella lo perdonaba, sabiendo que probablemente él volvería a herir su corazón. Pero él era su hijo. Y ella era su madre. Del mismo modo, a pesar de que generación tras generación los hijos de Dios pecaron contra Él —¡incluso matando a Sus profetas!— Dios recibió a los hijos de Israel de nuevo en casa una y otra vez (¡y a nosotros también!) con compasión maternal. ¿Qué más se supone que debe hacer un padre?

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Todos los hijos de Dios

El Libro de Jonás sirve como una meditación sobre cómo la gran compasión de Dios se extiende más allá de las fronteras de Israel, incluso entre los enemigos de Israel. Aquí hay una historia que, en la mayoría de los casos, el franelógrafo nos enseñó bien. Dios le dijo a Jonás que fuera a Nínive, la capital de los opresores asirios de Israel. Pero Jonás huyó en otra dirección. Dios intervino e hizo que Jonás fuera lanzado del barco en el que huía y terminara dentro del vientre de un gran pez. Al tener algo de tiempo para reflexionar sobre sus decisiones de vida, Jonás oró y el gran pez lo vomitó en tierra firme. Jonás finalmente cumplió con su misión original y proclamó la inminente destrucción de Nínive. Para sorpresa de los lectores, Nínive se arrepintió y Dios los perdonó.

Tal vez Jonás también se sorprendió cuando Nínive se arrepintió. Pero no se sorprendió de que Dios perdonara. Lo que no recuerdo en el franelógrafo es la parte en que Jonás se enoja mucho porque sabía, tal como Moisés y los sacerdotes en la época de Nehemías, que Dios es un «Dios misericordioso y compasivo, lento para la ira y lleno de amor, que cambia(s) de parecer y no destruye(s)» (Jonás 4:2). Jonás huyó porque, aunque no podía predecir lo que harían los asirios, sabía lo que Dios haría: inevitablemente, en su compasión, Dios perdonaría a los ninivitas a la primera señal de arrepentimiento.

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Después de todo, los asirios también son hijos de Dios. Recuerdo en esa misma iglesia de Ohio el tono duro con el que uno de los ancianos se propuso despreciar a «los japoneses», cuya perspicacia industrial amenazaba la estabilidad industrial de los Estados Unidos. Sin embargo, ellos también son hijos engendrados por Dios. Del mismo modo, recientemente muchos cristianos han expresado su ira contra nuestros vecinos musulmanes, sintiéndose amenazados por su presencia, temiendo que se estén apoderando del país. Olvidamos que estos vecinos musulmanes también son hijos de Dios. Nosotros, por nuestra parte, sentimos que abundan enemigos contra nuestro país y nuestra forma de vida. El libro de Jonás nos recuerda que la compasión maternal de Dios se extiende incluso a nuestros enemigos, porque todos somos hijos de Dios.

Por supuesto, las madres no solo son las más propensas a perdonarnos nuestras faltas en la vida. También vienen a nuestra defensa en tiempos difíciles. Mi propia madre es así. Recuerdo cuando mis hermanas y yo éramos más jóvenes. El banco nos estaba complicando la vida cuando intentamos depositar dinero en una cuenta de ahorros de Navidad sin ninguna identificación. Mi mamá nos llevó a la oficina del vicepresidente del banco y le explicó que éramos sus hijos y que esperaba que nos trataran mejor. No recuerdo haber tenido otro problema después de eso.

El salmista que ora en el Salmo 86 clama a Dios para que exprese su compasión maternal de una manera similar, aunque el problema del salmista ciertamente supera nuestro pequeño incidente con el banco. El salmista conoce el perdón de Dios, (Salmo 86:5) y viene a Dios para que proteja su vida (v. 2) y para que responda en su angustia (v. 7) a causa de los enemigos que lo atacan, gente despiadada. . . que procura matarlo (v. 14). Y mientras el salmista mira el rostro de sus despiadados enemigos, también recuerda esta poderosa afirmación que resuena dentro de Israel y más allá: «Pero tú, Señor, eres un Dios clemente y compasivo, lento para la ira, que abunda en amor y verdad» (v. 15).

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El salmista sabe que Dios mira su situación con compasión maternal, la cual lo mueve a rescatar al niño de la casa en llamas, renunciando a su propia vida para salvar al fruto de su vientre. La compasión maternal se conmueve para defender apasionadamente la vida de aquel a quien ha dado a luz, para ahuyentar al agresor y ofrecer un lugar seguro dentro de un mundo violento. Este también es el Dios del Antiguo Testamento, nuestro Dios, que con compasión maternal viene a salvar (v. 16).

Vayamos y amemos de la misma forma

Si nos fijamos en el hebreo detrás de este término en la Concordancia Strong, notaremos que las diversas formas de «compasión maternal» aparecen unas 150 veces en el Antiguo Testamento. ¿Qué pasaría si, en lugar de ignorar el gran tema de la compasión maternal (porque vemos a un Dios iracundo, vengativo y del viejo pacto, que de alguna manera no es el mismo Dios revelado en Cristo Jesús), nuestras iglesias hicieran un recorrido de un año por estos 150 acontecimientos y la compasión maternal se convirtiera en parte de nuestro alimento constante de las Escrituras?

Quizá, algo que sucedería es que llegaríamos a adorar y orar con mayor gratitud a nuestro Dios, que «es el mismo ayer, hoy y por los siglos» (Hebreos 13:8). Cuando participamos de la Santa Cena, veríamos que la expresión del perdón de Dios en Jesús es el último acto de la compasión maternal de Dios por todos sus hijos, a quienes Él ha amado desde el nacimiento de sus primeros hijos en el Jardín del Edén. Y en ese mismo pan y vino que Jesús ofrece, veríamos que el acto de liberación del poder del pecado y de la muerte en Jesús es la culminación de una serie de actos que Dios ha propiciado una y otra vez para salvarnos de nuestros enemigos.

Cuando vemos cada momento del Antiguo Testamento donde Dios expresa la compasión maternal —y el pueblo de Israel sigue su ejemplo— ¿no nos movería a dejar atrás nuestra superioridad moral y la forma en que fácilmente denigramos a nuestros enemigos, y nos llevaría a abrir nuestras comunidades a todos los hijos de Dios con una bienvenida compasiva?

Tal vez nos daríamos cuenta de que las primeras impresiones nos engañan, y que el Dios del Antiguo Testamento es más complejo, vibrante y maternal de lo que pensábamos. Tal vez dejaríamos de decir el «Dios del Antiguo Testamento» y simplemente diríamos «nuestro Dios».

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Robert L. Foster es profesor de Nuevo Testamento y religión en la Universidad de Georgia. Es el autor de We Have Heard, Oh Lord: An Introduction to the Theology of the Psalter (Fortress Academic).

Traducción por Sally Isais.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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