Todavía recuerdo lo que sentí cuando lo vi por primera vez. Era el año 1984 y los Juegos Olímpicos se celebraban en Los Ángeles. Familias de todo el mundo se reunían en torno a sus brillantes televisores mientras las historias de esfuerzo y victoria inundaban sus hogares.

Yo tenía ocho años y estaba embelesado. El relevo de la antorcha, las ceremonias de apertura, los extraordinarios logros de Carl Lewis, Edwin Moses y Mary Lou Retton; y la sucesión de ceremonias de entrega de medallas en las que se desplegaba la bandera estadounidense y los atletas, con lágrimas en los ojos, cantaban nuestro himno nacional. Todo ello me cautivó. Lo que más me cautivó fue que el equipo masculino de gimnasia de los Estados Unidos ganara la medalla de oro. Mi alma se elevó.

Quizá usted ha visto alguna vez una gaviota en un muelle sobre el océano. Cuando el viento está soplando en la dirección correcta, el ave solo tiene que estirar sus alas y elevarse sobre las corrientes de aire. Eso es lo que sentía. Era un sueño, un anhelo y un vuelo del alma: todo a la vez.

Ese anhelo fue el motor que puso en marcha los vagones del tren de mi vida. Me inspiró a comenzar una carrera en gimnasia. Llenó mi mente de imágenes brillantes cuando me acostaba a dormir. Me sostuvo durante innumerables horas de entrenamiento y una serie de dolorosas lesiones. Me llevó por todo el país e incluso a través de los océanos, ya que me convertí en campeón nacional júnior en la competencia general individual [all-around] y en miembro del equipo nacional. Incluso me llevó a una universidad que de otro modo nunca habría podido pagar, y a un campeonato de la NCAA en mi primer año en la Universidad de Stanford.

Luego, todo se vino abajo. Unos meses antes de las pruebas olímpicas de 1996, me caí de la barra horizontal y me rompí el cuello. En un abrir y cerrar de ojos, mi carrera como gimnasta acabó en fracaso. El daño en mi columna vertebral fue permanente y quedé sentenciado de por vida al dolor crónico.

Como persona de fe, creo que la historia está llena de los propósitos de Dios. El universo es rico en intencionalidad y está impregnado de significado. Como escribe el salmista: «Tus ojos vieron mi cuerpo en gestación: todo estaba ya escrito en tu libro; todos mis días se estaban diseñando, aunque no existía uno solo de ellos» (Salmo 139:16, NVI). Lo que obliga a hacer la pregunta: ¿Cuál era el objetivo? ¿Cuál fue el propósito de esas miles de horas de entrenamiento y dificultades si solo iban a terminar en una lesión y una decepción? ¿Qué sentido tenía eso?

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La misma pregunta me ha venido a la mente al ver los Juegos Olímpicos de Tokio en la televisión. Una vez más, escuchamos historias de victoria en las que todo parecía estar en contra. Sin embargo, son muchas más las historias de fracaso. Muchos atletas ven cómo sus historias pierden el rumbo. Las lesiones y las circunstancias intervienen. Atletas de los que se esperaba que ganaran, incluso que dominaran, se quedan cortos. Y si suena duro llamar a estas situaciones «fracasos», entonces tal vez no hemos reconocido el gran amigo que el fracaso puede ser.

Las Olimpiadas, de hecho, tienen mucho que ver con los fracasos. Ciertamente, inspiran una gran cantidad de ellos.

La gran mayoría de los atletas que acuden a las Olimpiadas no ganan ninguna medalla, y mucho menos una medalla de oro. Muchos de los que ganan una medalla de oro en una prueba también se quedan cortos en otras. Y, por supuesto, la inmensa mayoría de los que luchan por entrar en el equipo olímpico no lo consiguen.

Tomemos como ejemplo la gimnasia femenina. Tan solo en Estados Unidos, millones de chicas practican gimnasia y decenas de miles compiten cada año. Cada cuatro años, seis como máximo llegan al equipo olímpico. Si un millón de niñas ven a Simone Biles o a Suni Lee y se inscriben en clases de gimnasia con sueños olímpicos en el corazón, quizás 999 999 no lograrán ese sueño.

Por supuesto, hay victorias más pequeñas en el camino. Pero incluso esa gimnasta entre un millón que logra su sueño de entrar en el equipo olímpico se familiarizará íntimamente con el fracaso. Aprender nuevas habilidades y nuevas rutinas requiere innumerables fracasos en el camino. Incluso una gimnasta tan dominante como Biles pasará por una sucesión aparentemente interminable de fracasos, y cuando llegue a los Juegos Olímpicos, su historia será probablemente compleja. Todas las gimnastas del equipo de Estados Unidos han pasado por una serie de éxitos y fracasos. Vimos a la gimnasta Jade Carey llorar una noche, y cubrirse de oro a la siguiente.

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No se trata de criticar a los atletas. Se trata de que el fracaso es esencial en la vida deportiva. El sueño olímpico anima a decenas y quizás cientos de millones de personas en todo el mundo a perseguir sueños que nunca alcanzarán, pero al luchar por esos sueños, si tienen suerte, se convertirán en lo que están destinados a ser.

He preguntado a numerosos atletas olímpicos sobre sus experiencias. Una cosa en la que coinciden es que para ellos la meta final no eran los Juegos Olímpicos en sí. En realidad, se trataba de las personas en las que se convertirían al luchar por la excelencia. Se trataba, en gran medida, de lo que el fracaso hizo de ellos. La victoria, cuando llegaba, era traicionera. Amenazaba con deshacer lo que el fracaso había logrado. La victoria es más peligrosa para el alma; la derrota, más instructiva.

No se trata simplemente del aforismo secular de que el fracaso nos hace más fuertes. No siempre lo hace. Algunos fracasos son tan devastadores o tan totales que puede ser difícil encontrar una forma de redimirlos. Algunos fracasos nos amargan en lugar de hacernos mejores.

Sin embargo, cuando estamos dispuestos a aprender de sus enseñanzas, el fracaso puede ser lo mejor que nos haya pasado. La Biblia está llena de historias de fracaso. ¿Podrían Abraham y Moisés haberse convertido en ejemplos de fe si no hubieran fracasado? ¿Podría David haber escrito sus salmos? El Maestro de Eclesiastés trató de encontrar un sentido a los afanes del mundo, y nos sentimos bendecidos por la sabiduría que adquirió a través del fracaso. ¿Se habrían convertido Pedro y Pablo en los instrumentos que fueron en las manos de Dios si no hubieran sido humillados por sus fracasos?

En retrospectiva, puedo verlo. El fracaso —los fracasos que sufrí a lo largo de todo el camino, así como el hecho de no lograr formar parte del equipo olímpico debido a una lesión— me ha moldeado tan profundamente que apenas sé quién sería sin él. Me mostró el final de mí mismo. Me enseñó a ser compasivo. Me mostró mis muchos pecados y defectos. Me mostró mi necesidad de una fuerza más allá de la mía. Iluminó la gracia de Dios. En algunos aspectos, el sueño olímpico desempeña un papel similar al de la Ley (Romanos 3:20; 7:7). Como ideal de perfección, inspira el esfuerzo, el fracaso y, en última instancia, el reconocimiento de nuestras propias deficiencias y nuestra total dependencia de Dios.

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Al igual que otros atletas, los que llegan a las Olimpiadas y los que no, el propósito de mi carrera en gimnasia nunca fue comprar unos pocos momentos brillantes de gloria con una medalla de oro, sino prepararme para el resto de mi vida. Nunca se trató de convertirme en un campeón. Se trataba de convertirme en un instrumento.

Cuando terminó mi carrera, un gimnasta mayor me dijo: «Has aprendido a destacar en una cosa. Ahora toma todo lo que aprendiste y sobresale en algo distinto». Parecía un consejo útil, y quizá era lo que necesitaba oír en ese momento. Pero aún no estaba preparado para dejar atrás el culto a la victoria.

Ahora, 25 años después —con la perspectiva que esto ofrece— lo diría de otra manera. A los atletas y a todos los que experimentamos el fracaso y la decepción, les diría lo siguiente: Has aprendido a fracasar en comunión con Dios. Ahora ve y fracasa de nuevo, y saluda a tu fracaso como a un amigo. Porque si lo permites, tu fracaso te refinará. Te moldeará más y más a la semejanza de Cristo. Y al asemejarte a Cristo, te convertirás en un instrumento para su gloria y para el bien del mundo.

Timothy Dalrymple es presidente y CEO de Christianity Today. Síguelo en Twitter @TimDalrymple_.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.

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