He escuchado decir a cristianos a los que amo y respeto que la oración no cambia nada. «Oramos para que Dios nos cambie a nosotros», dicen. Entiendo por qué lo dicen. Y también creo que cuando oro y le pido a Dios que su voluntad se anteponga a la mía, mi corazón cambia. Lentamente, con suavidad y a veces con dolor, siento cómo se transforman mis deseos. Pero no creo que eso sea todo lo que hace la oración. Sé que la oración también cambia nuestras circunstancias. Lo he experimentado.

Hace muchos años daba clases en un curso de comunicación en la Universidad de Michigan. Una estudiante en particular, Shatina, siempre se sentaba en la parte de atrás del aula. La mayoría de los días agachaba la cabeza hacia la mesa y se esforzaba por no hacer contacto visual conmigo en los noventa minutos de clase. En términos generales, yo tenía una relación positiva con mis estudiantes, pero Shatina nunca mostró interés alguno. No se reía de mis chistes. No alzaba la mano. Se sentaba al fondo del aula y cuando la clase terminaba, se marchaba.

Un día, cuando vi a Shatina entrar en el aula, apareció un pensamiento en mi cabeza: «Dale a Shatina el dinero que tienes en la cartera».

Me pregunté si este pensamiento venía del Espíritu Santo. Pero no crecí en una tradición eclesial que tuviera un fuerte enfoque en el Espíritu Santo, así que, con el tiempo, creo que me acostumbré a ignorar estas intuiciones.

No puedo darle a los estudiantes dinero de mi cartera, pensé dentro de mí. De hecho, sería inapropiado. Así que deseché el pensamiento como cosa mía y di la clase como siempre. Cuando la clase terminó los estudiantes se marcharon, y Shatina también. Apenas ella salió del salón de clase, surgió de nuevo un pensamiento en mi mente: «No dejas de pedirme que te dé grandes oportunidades, y no has sido fiel en esta tan pequeña».

Todavía no estaba segura de si estaba discutiendo con Dios o conmigo misma, pero sabía que esa afirmación era convincente. que había estado orando a Dios pidiéndole que me usara, y quizá ahora él lo estaba haciendo y yo ignoraba la oportunidad. Revisé mi cartera rápidamente y vi que tenía un billete de veinte dólares. Corrí buscando a Shatina por todo el campus, pero no la encontré. Le dije al Señor que, si esto venía de Él, yo estaba tratando de ser fiel, pero aparentemente era muy poco y demasiado tarde.

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Todo esto pasó el viernes anterior a las vacaciones de primavera. Mi esposo y yo salimos de vacaciones al día siguiente. Me gustaría decir que la pena por haberme negado a obedecer lo que percibí que era la voz de Dios me arruinó el viaje. Pero no fue así. Durante las vacaciones ni siquiera pensé en la situación.

Sin embargo, cuando regresé al trabajo una semana más tarde, tan pronto como Shatina entró en mi aula el pensamiento inundó mi mente de nuevo: Heather, dale a Shatina el dinero que tienes en la cartera.

Revisé de nuevo. En esta ocasión tenía 40 dólares allí dentro. Muy bien, pensé, seré fiel.

Cuando la clase terminó le pedí a Shatina que se quedara un momento. Ella se me quedó mirando muy nerviosa. No teníamos relación, y la situación estaba a punto de tornarse incómoda para las dos.

«Sé que esto te va a sonar extraño…», comencé a decirle mientras buscaba a tientas mi cartera, «… pero soy cristiana. Cuando entraste aquí hoy, Dios me dijo que te diera estos 40 dólares. Lo siento mucho si te estoy haciendo sentir incómoda. Este dinero no viene de mí. Esto es algo entre tú y Él».

Aunque me sentía muy nerviosa, le puse el dinero en la mano, esperando que ella no presentara una queja. Su rostro cambió de la confusión hasta una expresión de total sorpresa. «Soy madre soltera», me dijo. Yo no lo sabía. Solo tenía 19 años.

«Antes de entrar en esta clase, hice algo que no había hecho en años», susurró, ahora con lágrimas en el rostro. «Oré».

Shatina me contó que justo antes de entrar en mi clase le pidió dinero a una amiga para que la ayudara a comprar un paquete de pañales para su bebé de seis meses. Su amiga no tenía nada, así que llamaron al padre de ella a ver si le podía prestar algo de dinero. También él les dijo que no tenía. Cuando colgaron, la amiga de Shatina le dijo: «Creo que deberíamos orar».

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Shatina se ofendió; no le veía ninguna utilidad a la oración. Aunque existiera un Dios, no se iba a molestar en atender sus oraciones. Shatina había crecido dentro del sistema de adopciones del gobierno estadounidense y había experimentado abuso sexual. Luego quedó embarazada y tuvo un bebé.

Shatina no creía realmente en Dios, pero cuando su amiga le dijo que oraran, ella decidió ser amable. Las dos chicas, sentadas justo fuera de mi clase, oraron a Dios. No oraron por una casa, ni por riqueza o fama. Oraron por una caja de pañales. Y ahora aquí estaba yo, apenas noventa minutos después, entregándole cuarenta dólares.

Nunca he vuelto a ignorar la voz del Espíritu Santo. Si no hubiera respondido a esa voz, susurrando una segunda vez que abriera mi cartera, quizá Dios habría encontrado otro modo de ayudar a Shatina. O quizá la respuesta de Dios a esta madre de 19 años que apenas era capaz de orar, realmente descansaba, de una manera misteriosa, en mi voluntad de responder al estímulo del Espíritu.

Con los años, Shatina y yo hemos seguido en contacto. Dios ha seguido obrando en su vida y ella ahora es una creyente en Jesús. Sin embargo, incluso entonces —cuando apenas creía en Dios y ni siquiera quería orar— su oración fue importante. Este es el Dios al que servimos. Y este es un Dios con el que quiero hacer mi parte y colaborar.

Sí, creo que nuestras oraciones nos cambian. Pero también creo que Dios obra a través de la oración para cambiar nuestras circunstancias: porque tuve el privilegio de ser parte de la respuesta de Dios a una madre adolescente del sistema de adopciones que necesitaba un paquete de pañales. Vi a Dios respondiendo al lamento de una chica que no creía siquiera en la oración.

Heather Thompson Day es la autora de It’s Not Your Turn, la presentadora del podcast de CT Viral Jesus y profesora adjunta de comunicación en la Universidad Cristiana de Colorado.

Traducción por Noa Alarcón.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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