Acababa de pasar de liderar un ministerio universitario a servir como pastor de enseñanza en la RockHarbor Church (RH), una vibrante y joven iglesia recién plantada. Me sentía honrado e impresionado por la oportunidad que Dios había puesto frente a mí, y quería dar la mejor impresión ante todos aquellos que habían confiado en mí para este papel.

Cuatro días antes de empezar en RH me lesioné la rodilla jugando al baloncesto y me encontré cojeando con una lesión en el ligamento cruzado anterior, el posterior y el colateral medio. La cirugía se llevó a cabo cinco semanas más tarde. La primera noche que volví a casa después de la operación no pude dormir. Todavía no estoy seguro de lo que ocurrió, pero sentí como si me estuviera ahogando. Sentía un peso demoledor en el pecho y sentí cómo mi corazón comenzó a acelerarse. No podía concentrarme. Era incapaz de relajarme. Me sentía aterrorizado de forma absoluta e irracional.

Me las arreglé para pasar la noche con el letargo inducido por la vicodina, pero la ansiedad no se iba. Empeoraba conforme pasaba el tiempo, y pasé el día siguiente con una sensación de nerviosismo que no disminuía. Nunca me había sentido tan extraño. Nada me parecía placentero, y no había manera de distraerme de lo que estaba sintiendo. Me daba vergüenza mostrar mi debilidad delante de mi esposa y de aquellos que pasaban a visitarnos. La noche siguiente fue tan miserable como la primera y para el segundo día yo era un desastre.

Comencé a llorar incontrolablemente. Me despertaba todos los días con una sensación constante de pánico. No sabía qué hacer. Orar, escribir mi diario o leer la Biblia no ayudaban. Todo aquello de lo que normalmente disfrutaba había perdido el brillo y se convirtió en nada más que otro recordatorio de lo oscuro que se había vuelto todo.

Intenté explicárselo a algunos de los líderes de mi nueva iglesia, pero yo no comprendía lo que me estaba ocurriendo lo suficientemente bien como para expresarlo. Solo sabía que entré en el quirófano siendo una persona y salí siendo otra. Así que cuando me mostré reticente a reiniciar mis prédicas, naturalmente ellos se sintieron un poco confundidos. Recuerdo una dolorosa conversación en un parque local donde se me dijo que había gente que había seguido predicando mientras moría de cáncer, así que ¿por qué yo no podía predicar?

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Además de la ansiedad constante, una profunda sensación de vergüenza se instaló en mí. Me sentía humillado por mi lucha. Estaba en el punto más bajo que había estado nunca, mucho más allá de mi capacidad para disimularlo.

Viví con esta carga durante los tres meses siguientes consiguiendo de algún modo enseñar, pastorear y tratar de entender qué me estaba ocurriendo. En la mañana de Pascua, tres meses después de mi cirugía, la ansiedad se marchó. Así, tal cual.

Durante los siguientes años, la ansiedad y la depresión regresaban rugiendo, aparentemente de la nada, y desaparecían después de un tiempo. Batallaba contra ellas lo mejor que podía, pero la situación estaba pasando factura a mi esposa y a mis colegas de RH. Recuerdo vívidamente un sábado por la noche, dando vueltas por mi patio trasero bajo la lluvia, llorando y clamando a Dios por ayuda. Tenía que predicar al día siguiente sobre el quebrantamiento y en verdad odiaba ser yo la ilustración. Hubo veces en las que simplemente quería huir de la iglesia durante los servicios de los fines de semana, en vez de tratar de predicar en la situación en la que me encontraba.

Finalmente, algunos amigos me convencieron de ir a ver a un profesional cristiano en consejería. También visité a un médico que me prescribió ansiolíticos y medicamentos para dormir. No había querido tomar medicamentos antes por temor a “engancharme”, y también me resistía a creer que Dios no me sanaría. Finalmente cedí, y casi de forma inmediata gané veintitrés kilos [50 libras] y perdí todo interés en el sexo. Sentía menos ansiedad, pero mi sensación de vergüenza no dejaba de crecer. RH había crecido de manera sustancial y yo parecía Jabba el Hut. Le pregunté a mi médico al respecto y me dijo que tenía que elegir: podía ser gordo y feliz, o delgado y deprimido. Si esas eran mis opciones, entonces escogería con alegría mi nuevo físico de Jabba.

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Con el tiempo encontré un nuevo medicamento que no tenía tantos efectos secundarios: ahora solo parecía el hijo de Jabba el Hut. Traté de suspenderlo por completo hace un par de años, pero terminé de nuevo llorando en el sofá el mismo día en que lo intenté.

Dios ha continuado caminando conmigo. Hasta hoy, la batalla no ha desaparecido. Pero a través de ella he aprendido algunas lecciones inestimables acerca de seguir el camino de Jesús.

No estoy solo

Fui sincero con mi lucha en nuestra comunidad de la iglesia. Lo sorprendente fue ver cuánta gente en nuestras iglesias —tanto líderes como miembros— han pasado por problemas similares. He leído muchos artículos (algunos en Leadership Journal) que cuentan historias similares a la mía. Cada vez es más común escuchar de personas en nuestras iglesias que sufren diversos problemas de salud mental. Y he conocido a muchos que aprecian a aquellos de nosotros que hemos facilitado que otros en la comunidad de fe acepten su situación y se presenten tal como son en su debilidad.

Sin embargo, sigue habiendo estigmas y estereotipos. Algunos no se sienten cómodos con mi sinceridad. Temen que esté contribuyendo a esta cultura que lo cura todo con pastillas y me animan a simplemente orar más y a leer más la Biblia. Se preguntan si es que no he tenido suficiente fe, perseverancia o coraje. Pero esa no ha sido mi experiencia. Esperé años antes de empezar a tomar medicamentos. Ayuné, oré contra las fuerzas demoniacas, hice ejercicio… hice todo lo que pude para lidiar con el problema. No fue sino hasta que tomé un enfoque holístico, uno que trataba a la vez mi cuerpo, mis emociones, mi cerebro y mi espíritu, que encontré ayuda. Trabajé mis emociones con un consejero, mi vida de oración con un director espiritual y mi química cerebral con un psiquiatra. Y he hecho ejercicio todos los días. He hecho mi mejor esfuerzo por encargarme de lo necesario en cada área de mi vida para recuperarme.

Ojalá esta lucha fuera más popular (como cuando te rompes un brazo en el colegio y todo el mundo quiere firmarte la escayola [yeso]). He tratado de vivir y predicar lo más abiertamente posible a lo largo de esta batalla. Y he experimentado el poder y la gracia de Dios en medio de ello.

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Para aquellos que estén pasando por esto, hay esperanza. No te sentirás tan mal para siempre. Las cosas sí mejoran, aunque puede que lleve un tiempo. Necesitas encontrar a alguien que pueda mirarte mientras describes esto y diga: “A mí también me pasa”. Recuerdo a un amigo cercano que simplemente venía a mi casa y se sentaba conmigo en silencio mientras esperaba a que el pánico, la depresión y la ansiedad se apaciguaran. Encuentra a esas personas, y después comienza a tratarte a ti mismo como una persona entera e integrada, no solo como un alma atrapada en un cuerpo que necesita más oración y más estudio bíblico.

La bendición de la debilidad

Más allá de los estigmas asociados con la salud mental, está la presión para que cumplas tus compromisos en las reuniones públicas. Intentar ponerme en pie para enseñar y no defraudar a nadie, cuando lo que realmente quería era arrastrarme hasta un agujero y morirme, me enseñó mucho acerca de la relación entre la fortaleza y la debilidad. Estamos familiarizados con la lucha de Pablo en 2 Corintios 12. Después de rogarle al Señor tres veces que le quitara su “aguijón” en la carne, Dios responde: “Te basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad” (12:9, NVI). En Powers, Weakness and the Tabernacling of God [Poderes, debilidad y el tabernáculo de Dios], Marva Dawn defiende que la traducción acostumbrada para este versículo es incorrecta. Dawn escribe que el versículo debería traducirse así: “Mi gracia es suficiente para ti [Pablo], porque [tu] poder se lleva a su fin en la debilidad”. Sin hurgar más en los detalles de su argumento, encuentro que su traducción es muy convincente tanto en lo intelectual, como en lo que tiene que ver con la experiencia.

A lo largo de mi viaje con la ansiedad y la depresión, he llegado al final de mi propio poder. Y fue ahí donde la gracia de Dios descansó sobre mí. Perdí la esperanza en mi carisma y mi encanto personales; en mis dulces historias o mis ilustraciones ingeniosas para los sermones. Estaba al final de mi capacidad. No tenía los recursos para enfrentarlo. Y es en ese punto en el que Pablo dice que Dios puede obrar de la mejor forma: “Por lo tanto, gustosamente haré más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca sobre mí el poder de Cristo. Por eso me regocijo en debilidades, insultos, privaciones, persecuciones y dificultades que sufro por Cristo; porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte” (2 Corintios 12:9-10). Pablo presume de su debilidad porque sabe que, cuando su poder se acaba, el poder de Cristo descansa sobre él. En otras palabras, nuestro poder debe limitarse para que se pueda contemplar mejor el poder de Dios. El poder de Pablo se agota en la debilidad; por consiguiente, Pablo exalta su debilidad, porque a través de su existencia, Cristo es capaz de revelar su presencia en él.

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Lo sabemos, al menos en teoría. Pero ¿cuánta de la cultura eclesial en Occidente está construida sobre la fortaleza y no sobre la debilidad?

Los cristianos de Corinto despreciaban a Pablo porque él no demostraba las credenciales de un superapóstol. Creían que los líderes cristianos debían ser carismáticos, poderosos, con grandes y atractivas personalidades. Sus modelos culturales prevalentes estaban construidos alrededor del rango, el estatus y los logros. Ese es el lenguaje de “jactancia” que utiliza Pablo en esta carta. Se consideraba adecuado que la gente se jactara y demostrara su estatus y su poder a los demás. Pablo se mueve enteramente en la dirección opuesta. Enumera su debilidad, sus persecuciones y sufrimientos, y entonces revela por qué es así. Dios consigue sacar lo mejor, dice Pablo, cuando nosotros estamos en el límite de nuestra propia capacidad.

La obra de Dios a través de la debilidad humana es un tema central de la Biblia. Dios utiliza la edad de Abraham y la infertilidad de Sara para dar a luz al comienzo de la gran nación que se le había prometido a Abraham. Moisés no era muy elocuente y estaba lleno de excusas cuando Dios lo llamo a liberar a la nación de Israel de la esclavitud. David no era más que un niño cuando se enfrentó a Goliat. Pedro fue el líder de la iglesia solo después de haber negado a Jesús tres veces.

A lo largo de todas las Escrituras, esta es la manera en que Dios obra. Lleva a las personas a un lugar de debilidad para que él pueda usarlas para su gloria. Limita activamente la capacidad de estas personas para que Su poder divino se pueda mostrar. No es que Dios llegue y nos haga fuertes y entonces nos use. Más bien, Dios nos lleva al final de nuestras fuerzas, nuestra sabiduría y nuestra confianza en nosotros mismos, para que realmente tengamos que confiar en él y no en nada (o en nadie) más. Esta es la paradoja de la fuerza y la debilidad: que soy más fuerte cuando soy más débil; que cuando más se me puede usar es cuando no puedo más; y que cuando yo estoy al límite es cuando Jesús está más presente.

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El camino de Dios no se trata del triunfalismo, o de ser más grandes que la propia vida. No se trata de alcanzar un lugar en el que la debilidad ya no exista. Más bien, se trata de tener mi propia capacidad limitada de tal modo que pueda descubrir cómo Dios hace uso de mi debilidad. Si usted es como yo, naturalmente se resiste a las limitaciones. Yo quiero hacer que las cosas sucedan, abrirme paso a través de los problemas. Estaba condicionado para superar los obstáculos, no para reconocer mi debilidad y admitirla.

Sin embargo, Pablo dice que el objetivo es que nuestra capacidad se agote. ¿Cómo podría experimentar el poder de Dios a menos que se limitara el mío?

Poder limitado

Es posible que usted haya escuchado el cliché: “Dios nunca le dará más de lo que pueda soportar”. Es una frase que usamos para reconfortarnos… y creo que deberíamos dejar de usarla. Sé que Pablo dice: “Pero Dios es fiel, y no permitirá que ustedes sean tentados más allá de lo que puedan aguantar” (1 Corintios 10:13). Aunque ciertamente es verdad, no es lo mismo que decir que Dios nunca nos dará más de lo que podamos soportar. De hecho, creo que las Escrituras demuestran que Dios nos da más de lo que podemos soportar para que tengamos que confiar en él.

Por eso es que la enseñanza de Pablo acerca de la debilidad es tan profunda para el viaje de la fe. Pensamos que la fe debería protegernos de caer en un lugar de tanta desesperación, pero Pablo sugiere que la fe es ese punto de desesperación: que precisamente ese el lugar en el que dan inicio la fe y la confianza en Dios.

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Sin embargo, gran parte de la vida moderna está diseñada para alejarnos de ese punto. Yo no quiero ser débil. Quiero ser heroico, poderoso e importante. Se me condiciona (¡incluso en la iglesia!) para superar los obstáculos, no para abrazar mis limitaciones.

La cuestión es: el deseo de Dios es obrar a través de la vulnerabilidad humana en vez de superarla.

Nunca veremos su poder si nos negamos a que el nuestro se limite. La forma de obrar de Dios no es apartarnos de los problemas, sino consolarnos con su presencia en medio de ellos e intercambiar nuestra “fortaleza” por la suya frente a esto. Así es como Dios realiza sus propósitos para el mundo. Él coloca el tesoro “en vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros” (2 Corintios 4:7). Por medio de nuestra unión con Cristo, y a través de nuestra debilidad, exponemos la gloria de Dios.

Dios muestra su verdadera grandeza al usar lo más bajo y despreciado del mundo para realizar sus propósitos en la historia humana. En sus manos, nuestro quebrantamiento puede ser hermoso.

Él hace esto para que ninguno de nosotros vivamos bajo la ilusión de que podemos hacerlo todo por nuestra cuenta. Él diseña las circunstancias para que nos sintamos sobrepasados. Elige a personas improbables para que él se lleve el crédito y la gloria. Nos lleva al final de nuestra suficiencia para que podamos descansar en la suya. Nosotros lo odiamos. Queremos que se nos vea como expertos. Quizá sea por eso que la iglesia está tan enamorada de las herramientas, las técnicas y la mercadotecnia. La iglesia actual a menudo comparte la obsesión con la gloria y el poder de la cultura que la rodea. Una de las razones por las que nuestros ministerios son tan ineficaces es porque no dejamos espacio para el poder de Dios, puesto que estamos demasiado enamorados del nuestro. No dejamos espacio para la debilidad: todo en nuestras iglesias debe ser dinámico y excelente. Así que lo planeamos todo al minuto, ensayamos nuestras transiciones y oraciones, buscamos las series, los currículos y los programas más novedosos. Y mientras tanto, Jesús está obrando a través de personas que no tienen nada más que a él.

El sueño de la posmodernidad es vivir en nuestra fortaleza; el sueño de Dios es que vivamos en nuestra debilidad. El uno es completamente opuesto al otro. Pero si realmente deseamos ver a Dios moverse de maneras poderosas y abrazar completamente la vida que Jesús tiene para nosotros, entonces debemos llegar al límite de nuestra capacidad. Como dice Dallas Willard: “La vida cristiana es lo que haces cuando te das cuenta de que no puedes hacer nada”.

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Esta ha sido una lección muy dura de aprender para mí. Yo no la hubiera elegido. No obstante, ahora no me puedo imaginar la vida de otro modo. Estoy agradecido por los médicos y las medicinas, y llevo un estilo de vida que contrarreste la ansiedad —mucho tiempo de sueño, ejercicio y luz natural—, pero la lucha nunca se va del todo. Es parte de lo que soy, y parte de mi viaje de fe. Por la gracia de Dios, Jesús se ha hecho más grande y yo más pequeño.

Y por esa razón me uno a Pablo al jactarme de mi debilidad, porque cuando soy débil, entonces soy fuerte.

Mike Erre es pastor de la Primera Iglesia Evangélica Libre de Fullerton, en California.

Traducción por Noa Alarcón

Edición en español por Livia Giselle Seidel

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