Hace doce años, yo era una líder de ministerio llena de energía y dirigía el programa de evangelización a estudiantes universitarios en la Universidad del Estado de California en Fresno. Anhelaba ver sus vidas transformadas por Jesús de la manera en que él había transformado la mía. Pero en mi afán, presioné a una estudiante en particular para que explorara su fe en conexión con su identidad étnica como mexicoamericana. Cuando ella dijo que no estaba interesada en crecer en esa área, lo malinterpreté como falta de capacidad para aprender, en vez de como un «ahora no» del Espíritu Santo. Eventualmente, la confianza se rompió y ella dejó nuestro grupo para unirse a otro ministerio. Yo tenía el corazón destrozado. ¿En qué me había equivocado?

Años más tarde, me convertí en coordinadora de alcance a estudiantes latinos para la zona de California central y Las Vegas. En esa época, sabios mentores latinos me discipularon para que me concentrara en escuchar la voz del Señor. Me animaron a tomar tiempo para orar con los estudiantes y escuchar el anhelo del Señor para sus vidas. Esta vez, comencé a ver el ministerio con un enfoque diferente. Escuché y esperé al Espíritu Santo para recibir estrategia y visión. Al paso de tres años, habíamos alcanzado a más de cien estudiantes latinos en nuestro ministerio.

¿Cuántas veces hacemos la obra del ministerio a partir de nuestras propias percepciones o impulsos en lugar de confiar en la guía del Espíritu Santo —por mucho tiempo que nos lleve discernir—? Esperar es contracultural; es antitético al ritmo de nuestra vida diaria. La era tecnológica en la que vivimos valora la eficiencia y la urgencia. Como cultura, aborrecemos la espera. El mundo en que vivimos no está diseñado para ayudarnos a detenernos y reflexionar sobre la presencia de Dios en un momento dado. Escuchar y esperar, por tanto, son disciplinas que debemos ejercitar con regularidad, especialmente cuando se trata de asociarnos con el Espíritu Santo.

He aprendido, y sigo aprendiendo, que escuchar al Espíritu Santo es el primer paso en el ministerio. Es nuestro primer acto de amor.

Escuchar a nuestro guía

El Espíritu Santo no es un «eso» o una fuerza lejana. El Espíritu Santo es una persona, el tercer miembro de la Trinidad. «Espíritu» es el nombre de la persona divina que Jesús prometió que vendría a los creyentes después de que él ascendiera (Juan 14:15-17, NVI). «Espíritu» es el nombre de la persona divina que se movía sobre las aguas durante la creación (Génesis 1:2). El Espíritu Santo estuvo presente desde el principio y lo estará hasta el final del mundo (Mateo 28:20). El Espíritu Santo tiene muchos otros nombres en las Escrituras, tales como Consolador, Consejero, Aliento, Viento, Vida y Espíritu de Verdad.

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Aunque las distintas tradiciones cristianas entienden los dones encarnados del Espíritu de diferentes maneras, Pablo deja claro que en los distintos dones y ministerios dirigidos por el Espíritu entre el pueblo de Dios, «en todos actúa el mismo Dios» (1 Corintios 12:6). El Espíritu Santo otorga a cada creyente cristiano el don de asociación con Dios. Así como Jesús es descrito como un amigo de los creyentes, el Espíritu Santo puede ser descrito como un guía útil. Podemos estar seguros de que, cuando escuchamos, esta persona de la Trinidad está presente con nosotros: susurrando, hablando, compartiendo, guiando y amando.

Esperando con esperanza

Cuando me mudé a San Antonio, donde ahora sirvo, mi nuevo equipo y yo pasamos los primeros siete meses escuchando al Señor y esperando su visión para nuestra zona. Al principio, esta espera fue difícil: fue un periodo de inquietud y pesadez. La preocupación intentaba colarse y la presión interna para que por fin estableciéramos una visión cautivadora iba en aumento. Pero en determinado momento, mi postura cambió hacia la espera con esperanza en lugar de miedo. No es casualidad que en español, las palabras «esperar» y «esperanza» provengan de la misma raíz. La esperanza es la espera con fe. Esperar con esperanza cultivó una paz, una confianza y una dependencia del Señor que poco a poco se convirtió en una visión clara, centrada en el amor a Dios y a su pueblo.

Cuando buscamos asociarnos con el Espíritu Santo en la misión, es esencial esperar por la guía del Espíritu con esperanza. Dos ejemplos bíblicos de personas que esperaron con esperanza hasta recibir la instrucción del Espíritu Santo llaman especialmente mi atención: Ana y Elías.

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Ana, en Lucas 2:36-38, era una profeta de Dios de 84 años de edad y que esperaba la redención de Israel. Durante muchos de esos años vivió como viuda, adorando y ayunando día y noche. Cuando Ana vio a María y a José en el Templo sosteniendo al niño Jesús, se acercó a ellos y comenzó a alabar a Dios. Fue capaz de reconocer quién era Jesús porque vivía en la presencia de Dios; su espíritu se conectaba con su Espíritu cada día mientras oraba.

Esperó durante años con esperanza. Esperó con una visión centrada en la redención de Israel, fruto de décadas de oración y adoración. Mientras otros no entendían, Ana sabía que la redención no vendría de los falsos mesías que intentaban derrocar a sus opresores. Los años de espera, escucha y asociación con el Espíritu Santo la prepararon para reconocer al Salvador. Cuanto más tiempo nos asociemos con el Espíritu Santo en la misión, más fácil será distinguir su verdad de las falsas narrativas.

Elías se aferró a la esperanza en medio de las dificultades. Considera la desesperación que sintió Elías después de que todos los demás profetas de Israel fueron asesinados (1 Reyes 19). Jezabel prometió matar a Elías también, por lo que corrió para salvar su vida, solo para luego pedirle al Señor que le quitara la vida. Dos veces durante este tiempo un ángel ministró a Elías y le proporcionó comida y bebida. En lugar de seguir corriendo, Elías eligió ir al monte Horeb, el mismo lugar donde Moisés había escuchado al Señor. Tal vez en su desesperación, Elías recordó que el monte Horeb era un lugar de esperanza, un lugar donde el Señor habla.

Elías tardó 40 días y 40 noches en llegar allí. Durante el viaje, me imagino que pensó mucho, se dio cuenta de muchas cosas, discutió, escuchó y habló con Dios. Para cuando llegó, Elías había cultivado esperanza suficiente como para volver a escuchar la voz de Yahweh. El Señor le preguntó a Elías qué estaba haciendo allí, y luego lo condujo a través de una serie de eventos diseñados para enseñarle a escuchar atentamente (vv. 10-13). Primero vino el viento, luego un terremoto y después un incendio, pero el Señor no estaba en ellos. Entonces Elías experimentó la presencia de Dios a través de un suave susurro, una voz que volvía a preguntar: «¿Qué haces aquí, Elías?».

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Nótese que el Señor le hizo a Elías la misma pregunta dos veces (vv. 9 y 13), pero fue solo la segunda vez, después de haber aprendido a escuchar, que el Señor le dio más instrucciones a Elías sobre su misión. Tal vez la transformación ocurrió mientras Elías esperaba por la presencia del Señor. Tal vez el Espíritu de Dios le estaba enseñando a Elías discernimiento.

Dios puede manifestarse de manera poderosa, como Elías lo había experimentado en su propio ministerio, pero tal vez era hora de que Elías escuchara la voz del Señor como un suave susurro. Como Elías, podemos experimentar el fracaso del ministerio, dudar de nuestra vocación o sentirnos tentados a abandonar. Pero el Espíritu Santo nunca nos dejará correr tan lejos que ya no estemos en su presencia. El suave susurro del Espíritu está ahí; podemos aprender a escuchar y a esperar con esperanza.

Dirigir con amor

Asociarse con el Espíritu Santo en el ministerio implica cultivar un profundo amor por Dios y su pueblo. Aquellos de nosotros que esperamos presentar el evangelio en nuestro actual zeitgeist cultural haríamos bien en tomar nota de las preocupaciones que otros tienen sobre las misiones y la evangelización. Aunque hayamos aprendido formas útiles de compartir nuestra fe, algunos de nuestros oyentes pueden seguir sintiéndose dolidos e incluso alejados del evangelio por la forma en que el cristianismo ha sido presentado en el pasado. Hay que recordar la historia de la colonización y aprender de ella, para no repetir algunos de los mismos errores. Debemos reconocer y recordar dónde los esfuerzos de evangelización comienzan a ir por el camino equivocado. Nuestro testimonio cristiano se pierde cuando abandonamos el amor como centro de nuestra Gran Comisión.

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El amor no se manifiesta conquistando y enseñoreando a otros. El amor no se considera a sí mismo mejor que el otro, sino que ve al otro como amado por el Creador. El Espíritu Santo nos ayuda a cultivar un amor profundo y piadoso. Este amor divino es el fruto natural de la vida del Espíritu en nosotros. Pero si no nos asociamos con el Espíritu, podemos estar llevando a cabo la obra del ministerio por otras motivaciones, aún si es inadvertidamente, como el deseo de ser espiritualmente «exitosos» o una compulsión de trabajo impulsada por la culpa. La frustración, la impaciencia, el culpar a otros, la falta de humildad o la falta de capacidad para aprender de otros y del Señor pueden ser indicadores de que el amor de Dios no está en el centro de nuestra misión.

Aquellos que son los receptores de nuestros esfuerzos ministeriales saben inmediatamente cuando una persona está sirviendo auténticamente por amor o por otro tipo de motivación. La gente no quiere ser proyectos de evangelización o el próximo objetivo de alcance. La gente quiere ser conocida. La gente quiere ser amada. La gente quiere ser vista. La gente quiere asociarse. Los ministerios que empoderan a los que sirven encarnan el ministerio que Jesús modeló.

Considere cómo Cristo dio poder a la mujer en el pozo para que fuera a contar su testimonio a su pueblo (Juan 4). En asociación con el poder de Dios, ella compartió su historia y muchas personas llegaron a creer como resultado. La asociación centrada en el amor a Dios y sus amados es el modelo de ministerio más poderoso, duradero y transformador de vidas que podemos ofrecer.

Todos estamos llamados a la hermosa invitación de Mateo 28: «Vayan y hagan discípulos de todas las naciones…» y estamos equipados con la poderosa promesa de Emmanuel: «Y les aseguro que estaré con ustedes siempre, hasta el fin del mundo». Le dije que sí a Jesús porque quería estar con Él. Literalmente, quiero caminar con él todos los días. No le dije que sí para poder dirigir un ministerio. Eso es una bendición residual después del mayor regalo: estar en la presencia de Aquel que me conoce plenamente y me busca.

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Jesús nos manda a permanecer en su amor (Juan 15:9). Una vez que aprendemos a permanecer, a habitar en Él, podemos seguir su mandato de amarnos unos a otros porque hemos conocido y experimentado su amor por nosotros. Por este amor, la gente sabrá que somos sus seguidores (Juan 13:34-35). El amor fomentado por el Espíritu es la clave de nuestra evangelización.

Jesús nos promete el Espíritu Santo. No tenemos que luchar para que el Espíritu Santo nos vea; no tenemos que competir por el amor del Espíritu. Como Ana, podemos cultivar ritmos de oración diarios para alejarnos de la cultura de la urgencia y la eficiencia, y para entrar en relación con el Espíritu de Dios en el presente. Tal como lo aprendió Elías, asociarse con el Espíritu Santo es cultivar una postura dispuesta a escuchar los suaves susurros del Creador. Asociarse con el Espíritu Santo es un acto de amor. Es el primer paso del ministerio.

Noemi Vega Quiñones es la directora de ministerio para la InterVarsity Christian Fellowship en la zona sur de Texas . Es coautora de Hermanas: Deepening our Identity and Growing Our Influence(InterVarsity Press).

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