Cuando los padres de la iglesia defendieron uno de los credos más importantes de la historia de la iglesia (el credo más importante, según afirman algunos), el credo de Nicea, creían que la doctrina bíblica y ortodoxa de la Trinidad estaba en juego, y con ella, la supervivencia de la Iglesia.

Mientras se esforzaban por defenderla, señalaron varias creencias clave como absolutamente esenciales en la lucha contra la herejía. Una de ellas era la de las “operaciones inseparables”, una creencia resumida en una famosa frase latina: opera Trinitatis ad extra indivisa sunt. Lo que esto significa es que la obra de la Trinidad, desde la creación hasta la salvación, es indivisa. O como dijo Agustín con tanta elegancia en su clásico De Trinitate, “Como el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo son inseparables, así también trabajan inseparablemente”. El Padre, el Hijo y el Espíritu actúan como uno porque son uno: uno en esencia, voluntad, poder y gloria.

Entremos ahora a la modernidad. La doctrina de las operaciones inseparables —la “regla” que una vez fue indispensable para la ortodoxia y la liturgia cristianas— ha sido puesta en duda: dispensada por algunos y modificada severamente por otros. Como explica el teólogo Adonis Vidu en su nuevo y aleccionador libro, The Same God Who Works All Things: Inseparable Operations in Trinitarian Theology, [El mismo Dios que obra todas las cosas: operaciones inseparables en la teología trinitaria], “durante el último siglo la regla ha pasado de formar parte del fundamento mismo del dogma trinitario a ser esquivada como una de sus mayores vulnerabilidades”.

¿Qué ha pasado? ¿Y por qué es importante?

El alejamiento de la tradición nicena

La tradición clásica nicena se esforzó por preservar el testimonio de la Escritura sobre la unidad de las personas de la Trinidad, así como su igualdad. Esta tradición distinguía a las personas según sus relaciones eternas de origen: el Hijo es eternamente engendrado del Padre, quien no es engendrado, y el Espíritu procede eternamente (o es espirado) del Padre y del Hijo.

Sin embargo, estas “procesiones” (o propiedades personales) no crean tres dioses, ya que, como dijo el puritano inglés John Owen, “una persona divina no es más que la misma esencia divina, con una propiedad especial, que subsiste de una manera especial”. Por ejemplo, los padres de la iglesia no solo dijeron que el Hijo es eternamente engendrado del Padre (esto es lo que distingue al Hijo como Hijo); se aseguraron de aclarar que el Hijo es engendrado de la esencia del Padre. Como dijo el antiguo apologeta cristiano Juan de Damasco, la Trinidad “no es una naturaleza perfecta compuesta por tres elementos imperfectos, sino una esencia simple... que existe en tres subsistencias perfectas”. Esa palabra “simple” ( o “no compuesto”) es fundamental, ya que evita que la Iglesia convierta a la Trinidad en un conjunto de partes separadas, es decir, individuos que pueden ser mayores o menores, superiores o inferiores.

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Todo cambió en el siglo XX, cuando los teólogos, apartándose de la tradición nicena, empezaron a definir la Trinidad como una sociedad de agentes separados, una sociedad no muy diferente de nuestra sociedad humana. En una declaración impactante, el teólogo Colin Gunton explicó el nuevo pensamiento de la siguiente manera: “Lo que es ser una persona humana es en este caso idéntico a lo que es ser una persona divina, y por lo tanto la palabra significa lo mismo en los niveles de creador y creación”.

Con el auge de lo que llegó a llamarse trinitarismo social, explica Vidu, se redefinió el concepto de las personas divinas, como si cada persona fuera su propio centro de conciencia y voluntad, su propio y distinto ser individual. El filósofo cristiano Richard Swinburne llegó a proponer una Trinidad compuesta por tres individuos. La investigación de Vidu es reveladora: aún cuando los teólogos modernos seguían reservando un lugar para la doctrina de las operaciones inseparables, describían la unidad de la Trinidad en la creación y en la salvación simplemente como una empresa cooperativa o como una sociedad de división del trabajo. Pero en algunos casos, la doctrina se descartó por completo porque no podía encajar con el énfasis en la individualidad de las personas que había sido impulsado por el trinitarismo social.

Nada de esto le parece bien a Vidu. Y, en mi opinión, su angustia teológica está más que justificada. Vidu da en el clavo cuando concluye que la teología moderna no solo ha malinterpretado, sino que ha hecho un mal uso de esta doctrina fundamental de las operaciones inseparables. Escribe: “[Esta doctrina]... No indica que dentro de la vida inmanente de la Trinidad hay tres agentes separados que tienen cada uno una voluntad separada, un conocimiento separado y un amor separado por los demás”, como suponen los teólogos modernos. “Más bien, indica que dentro de la causalidad divina esencial se obtienen distinciones reales e irreductibles, que hay relaciones subsistentes que distinguen y definen a las personas en contraposición a las otras, pero nunca en contraposición a la sustancia”.

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Esta última frase, “pero nunca en contraposición a la sustancia”, no debe pasarse por alto. ¿Qué está sugiriendo Vidu? Al tratar al Padre, al Hijo y al Espíritu como agentes separados con voluntades separadas, y al explicar su unidad de acción como una cuestión de empresa cooperativa, hemos puesto a las personas en contraposición a su sustancia divina compartida. ¿Es de extrañar, entonces, que en las últimas décadas se acuse a algunos de triteísmo (tres dioses)?

Vidu también advierte lo fácil que es pasar de una definición social de las tres personas a relaciones de supremacía y subordinación entre ellas. El credo de Nicea rechazaba sin ambigüedad alguna la idea de que el Hijo estuviera subordinado al Padre, describiendo a Jesús, por ejemplo, como “Dios verdadero de Dios verdadero”, engendrado “de la misma esencia que el Padre”. Pero en las últimas décadas, muchos evangélicos importantes han creado una nueva teoría de la subordinación, como si el Padre tuviera una autoridad y una gloria superiores a las del Hijo.

Este es un recordatorio aleccionador de que hemos sido más influenciados por la teología moderna de lo que pensamos. Por muy inteligente que suene decir que el Hijo es ontológicamente igual al Padre pero funcionalmente subordinado, debemos tener el suficiente discernimiento para ver a través de esa falsa dicotomía. Como bien observa Vidu: “Una persona divina no es una cosa y la sustancia divina otra. Más bien, cada persona divina es idéntica a la sustancia, pero bajo un aspecto relacional particular e irreductible”.

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Si Vidu tiene razón, entonces la doctrina de las operaciones inseparables podría tener un futuro en la teología evangélica. Pero solo si primero reconocemos que no hay acciones individuales, sino que el Padre, el Hijo y el Espíritu realizan una acción única.

Unidad de acción

El objetivo del libro de Vidu es recuperar la doctrina de las operaciones inseparables y, con ella, la unidad de la Trinidad, proyecto que ha sido largamente postergado. La contribución de Vidu brilla más cuando plantea varios casos de prueba, entre ellos el de la Encarnación. ¿Es la Encarnación el Hijo en solitario? Por desgracia, demasiados teólogos modernos y evangélicos así lo refieren, como si se pudieran atribuir acciones exclusivas a personas individuales.

Vidu recurre a Agustín para amonestarnos: “La Trinidad produjo la carne de Cristo, pero al único de ellos al que pertenece es a Cristo”. Si la doctrina de las operaciones inseparables es cierta, entonces toda la Trinidad produce la “acción” que llamamos el milagro de la Encarnación; por otro lado, el “estado” de la Encarnación, queriendo decir con ello la naturaleza humana en sí, pertenece solo al Hijo.

Esto no es una contradicción. La singularidad de la acción de la Trinidad proviene de la singularidad de la esencia divina común y compartida; sin embargo, sólo el Hijo se encarna, porque cada persona puede “apropiarse” de una obra de salvación de un modo que corresponde a su relación eterna de origen. Puesto que el Hijo es eternamente engendrado del Padre, es conveniente que el Padre envíe al Hijo a asumir una naturaleza humana para su persona y para nuestra salvación. O, como dice Vidu con tanta precisión: “Las personas no poseen sus acciones distintas, sino que poseen un modo de acción distinto dentro de la unidad de la misma acción”.

Por lo tanto, como argumenta Vidu, si bien podemos observar un determinado “efecto creado” —desde la Creación hasta la Encarnación— y decir que “termina” en una persona concreta, también debemos reconocer que cualquier acción es la acción única de toda la Trinidad. Vidu recurre a una ilustración a lo largo de su libro para captar este misterio: “Al igual que el objeto metálico que es movido por todo el imán, y sin embargo se adhiere de forma exclusiva a uno de los polos, la naturaleza humana de Jesucristo, efecto creado de la misión del Hijo, es producida por toda la Trinidad y sin embargo se adhiere exclusivamente al Hijo”.

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Esta ilustración toma cuerpo cuando el libro llega al Calvario. Vidu se identifica con la expiación penal sustitutiva, la creencia de que en la cruz Cristo ocupó nuestro lugar y cargó con la pena (el juicio divino, la ira eterna) por nuestras transgresiones. Sin embargo, se apresura a señalar que algunos defensores han articulado esta doctrina de una manera que separa a la Divinidad. Una teoría a la que se recurre con frecuencia presenta al Padre como a la persona enfadada de la Trinidad, y al Hijo como la persona amorosa. Otra especula que la Cruz produjo un cambio en Dios, empujándolo de la santidad al amor. Tal vez lo peor de todo es que algunos afirman que el grito de abandono de Jesús: “¿por qué me has abandonado?”, significa que la Trinidad se dividió en el momento de la crucifixión: una ruptura en la Divinidad. La recuperación de Vidu de la doctrina de las operaciones inseparables es una corrección necesaria: si la sustitución penal tiene alguna posibilidad de escapar de sus peores caricaturas, debe evitar las representaciones que arrojan al viento los matices nicenos en un esfuerzo por preservar la satisfacción divina.

No obstante, hay que plantear una crítica. Por un lado, Vidu es tan refrescante como honesto al predecir los daños colaterales que vendrían en caso de que no nos acerquemos a la Expiación dentro de los límites que proporciona el enfoque de las operaciones inseparables. Por otro lado, terminé su capítulo sobre la expiación buscando una orientación exegética. Si el grito de abandono de Cristo no es una ruptura en la Divinidad, ¿cómo debe interpretarse la cita de Cristo del Salmo 22:1?

El convincente argumento teológico de Vidu podría avanzar más si prestara atención a las categorías canónicas. Por ejemplo, Pablo asume en Romanos 5 que Cristo es el Segundo Adán. El primer Adán representaba a su posteridad, pero su pecado trajo la condenación. La violación del pacto de la creación dio lugar a la maldición del cosmos. En cambio, el nuevo Adán, Cristo, representa a los impíos, pero su fidelidad a la ley de Dios es nuestra justificación. Desde ese punto de vista, la Cruz no es una ruptura en la Trinidad, sino el Hijo sustituyéndose a sí mismo y cargando con la maldición de la transgresión de Adán: la condenación de la ley. Al igual que el profeta Isaías, Gregorio de Nacianzo, antiguo padre de la Iglesia escribió: “[Cristo] estaba en su propia persona representándonos. Porque nosotros antes éramos los abandonados y despreciados, pero ahora, por los sufrimientos del que no podía sufrir, fuimos tomados y salvados. Del mismo modo, hace suya nuestra falta y nuestras transgresiones”.

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Vidu no dedica una amplia atención a los diversos motivos bíblicos. Sin embargo, al sentar las bases filosóficas, deja abierta una oportunidad. Hay que trabajar más en la localización de estos temas canónicos dentro del marco niceno, que es un fruto que aún no se ha producido en el árbol de la interpretación teológica.

Dogmática profunda

Este libro es un magnífico ejemplo de dogmática profunda, del tipo que C. S. Lewis dijo una vez que disfrutaba aún más que los libros devocionales, mientras al leerlos tuviera un lápiz en la mano. Vidu es minucioso y persuasivo. Convincente, tal vez sea la mejor palabra. Su libro deja al lector lamentando nuestra negligencia y mal uso de la teología de las operaciones inseparables.

Pero si Vidu logra su cometido, este libro impulsará a la iglesia a unirse a él en la recuperación de la ortodoxia Trinitaria. Después de un siglo de experimentar con el proyecto liberal en una doctrina tan importante como la Trinidad —y sí, me refiero a los evangélicos como participantes cómplices— ha llegado el momento de recuperar nuestra herencia ortodoxa. Y la teología de las operaciones inseparables, tal como la afirma la tradición pronicena, es el paso correcto para la renovación.

Matthew Barrett es el autor de Simply Trinity: The Unmanipulated Father, Son, and Spirit . Es profesor asociado de teología cristiana en el Midwestern Baptist Theological Seminary, editor ejecutivo de Credo Magazine y presentador del Podcast Credo.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel

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