Seguramente la pandemia nos ha quitado más cosas de las que nos ha dado.

Aun así, esta inesperada licencia para descansar de la vida habitual nos ha ofrecido algunas oportunidades para reorientar nuestras vidas y a nosotros mismos, aún si ha sido solo en pequeños aspectos.

Uno de esos aspectos menores que han enriquecido la vida de las personas durante el tiempo de la pandemia ha sido la lectura, ya sea que leamos más, mejor, o ambos.

Hace un año, al comienzo de esta crisis global, The Guardian [todos los enlaces de este artículo redirigen a contenido en inglés] informaba de un repunte inmediato en la venta de libros mientras la gente se preparaba para lo que todos esperábamos que fuera un confinamiento a corto plazo. Aumentaron las ventas de clásicos como Cien años de soledad y El amor en los tiempos del cólera de Gabriel García Márquez; Beloved, de Toni Morrison; El gran Gatsby, de F. Scott Fitzgerald; y La campana de cristal de Sylvia Plath, todos los cuales estaban entre los que se identificaron inmediatamente.

Varios meses después, esta tendencia de ventas continuó. Penguin Random House señaló que las ventas repuntaron entre algunos de sus títulos clásicos más largos, como su edición de 1 440 páginas de Guerra y paz, junto con Don Quijote (1 056 páginas), Ana Karenina (865 páginas), Middlemarch (880 páginas) y Crimen y castigo (720 páginas). Y Publishers Weekly informó en octubre pasado de que las ventas de libros durante los tres primeros cuatrimestres del año habían subido más de un seis por ciento en comparación con 2019.

Naturalmente, como lectora de toda la vida y profesora de Literatura Inglesa, creo que este repunte en la lectura es una excelente noticia. Llevo mucho tiempo defendiendo que se lea más y mejor, porque la buena literatura no solo puede formar nuestro carácter, sino que también es una fuente de deleite sin fin. Ahora bien, es necesario admitir que el gusto por la calidad literaria es una de esas cosas que deben ser cultivadas, y a veces aprendidas (razón por la cual he editado una serie de obras clásicas diseñadas para enseñar a los que se sienten mal equipados para leer los clásicos por su cuenta).

Sin embargo, mi deseo de expandir el evangelio de la buena literatura no es solo una cuestión de desear que los demás amen lo que yo amo. Más bien, la buena literatura ha sido y continúa siendo un preservador de lo bueno, lo bello y lo verdadero. La buena literatura también es, de muchas maneras, parte de nuestro legado como gente de la Palabra. No creo que sea exagerado decir que el estado futuro de la literatura y de los niveles educativos reflejarán directamente el estado de la iglesia y su papel para influir en la cultura. Después de todo, como dijo Percy Bysshe Shelley en A Defense of Poetry [En defensa de la poesía]: “Los poetas son los legisladores no reconocidos del mundo”. Lo que leemos —y quién está leyendo— tiene profundas implicaciones en el aspecto de nuestro mundo.

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De hecho, el extenso informe “Leer o no leer: una cuestión de consecuencias nacionales” publicado en 2007 por el National Endowment for the Arts acerca de los hábitos de lectura de los estadounidenses, descubrió que la habilidad para leer y los hábitos de lectura tienen importantes “implicaciones cívicas, sociales, culturales y económicas”. Los lectores de literatura, según este informe, tienen más probabilidades de frecuentar museos y conciertos, de participar en deportes y actividades al aire libre, de ser voluntarios y de votar.

También es más probable que los lectores hábiles consigan trabajos mejor pagados, mientras que los empleadores dicen que las deficiencias en la capacidad de leer y escribir de los nuevos empleados son una de sus preocupaciones primordiales, debido a que esas deficiencias conllevan importantes y numerosos costos para las compañías. A pesar de los beneficios de la lectura, los minuciosos datos que arroja el informe muestran un descenso general en los hábitos y en la capacidad de lectura de los estadounidenses.

El informe no dice nada, por supuesto, acerca de las implicaciones que tiene leer para una persona cuya vida y creencias están (o se supone que están) centradas en la Palabra. Sin embargo, en su oportuno nuevo libro Recovering the Lost Art of Reading [Recuperando el arte perdido de la lectura], Leland Ryken y Glenda Faye Mathes observan con sobriedad que los índices de lectura y educación a la baja en los Estados Unidos durante las últimas dos décadas han conducido a una cultura “empobrecida” en cuanto a la agudeza mental, la imaginación, y las habilidades verbales para el pensamiento crítico.

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“Nuestro placer tiene poco significado, y estamos consumidos por el yo”, escriben. “No podemos reconocer la belleza o el valor, ni del pasado, ni de la experiencia humana esencial. Sufrimos de una falta de edificación y de una visión empequeñecida”.

Por esa razón animan tanto los informes recientes sobre un aumento en la lectura de literatura de calidad.

Al preguntarles a algunas personas cercanas cuál ha sido su experiencia de lectura durante la pandemia, muchos reportan un impulso de leer más y de forma más concienzuda. Parte de este deseo se debe al tiempo extra y a la calma que la pandemia nos ha impuesto. Sin embargo, las personas lo atribuyen aún más a la necesidad de apartarse del frenesí de los tiempos y encontrar profundidad y confort en la estabilidad y la riqueza que proporciona un buen libro.

Por otro lado, algunas personas me han compartido durante estos últimos días acerca de las dificultades que han experimentado con su cada vez menor capacidad para concentrarse y prestar atención (algo que yo también he experimentado). Parte de este problema quizá se deba al mismo estrés de la pandemia.

Pero, en cierta medida, esta incapacidad para concentrarse posiblemente sea el resultado de lo que los medios digitales hacen en nuestros cerebros. Una importante investigación sobre ciencia cognitiva ha descubierto que leer en pantallas activa regiones diferentes del cerebro en comparación con la lectura en páginas impresas. Estas diferencias tienen implicaciones en nuestro margen de atención, retención y memoria a largo plazo.

La parte del cerebro que se utiliza cuando nos involucramos en una “lectura concienzuda” animada por los libros impresos desarrolla un “circuito cerebral de lectura”, explica la investigadora Maryanne Wolf en Reader, Come Home: The Reading Brain in a Digital World [Lector, vuelve a casa: El cerebro lector en un mundo digital]. “Dentro de este circuito”, según Wolf, “una lectura concienzuda cambia de forma significativa lo que percibimos, lo que sentimos y lo que sabemos; y al hacerlo, altera, da forma y elabora el circuito en sí mismo”. En otras palabras, la lectura concienzuda y profunda ensancha y prepara nuestros cerebros para la recepción del significado y la verdad, quizá del mismo modo que el arado de un terreno lo prepara para recibir las semillas y producir una cosecha.

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No obstante, la mayor parte de la lectura que hacemos todos los días consiste nada más en los hechos (aun cuando los hechos sean erróneos). Consumimos información, direcciones y datos: adónde ir, cuándo estar allí, a quién informar, o quién hizo qué, por qué lo hicieron, y por qué deberían (o no) haberlo hecho.

Sin embargo, la verdad no es reducible a simples hechos. Para los seres humanos hechos a imagen de Dios, la verdad se encuentra en el significado de las cosas. Los seres humanos somos criaturas interpretativas, criaturas que elaboran el significado.

Por ejemplo, los hechos de la muerte, el entierro y la resurrección de Cristo se observaron por ojos humanos y se testificaron por lenguas humanas. Pero los testigos de aquel entonces, junto con nosotros hoy, dos mil años después, debemos elaborar el significado de esos hechos para comprender y recibir su verdad.

Del mismo modo, a lo largo de nuestras vidas, debemos crear significado a partir de todos los hechos que entran en nuestro rango de experiencia y conocimiento. Y aquí es donde, quizá, descanse la mejor defensa respecto a expandir nuestro rango de experiencia y conocimiento por medio de la lectura de buena literatura. Aunque las novelas, la poesía y el teatro no son (o no suelen ser) expresiones de “hechos”, ofrecen verdad gracias a nuestra facultad para interpretar y elaborar el significado. Respecto a la lectura concienzuda —el tipo de lectura exigida por las obras literarias—, Wolf explica que “si hemos de descubrir las múltiples capas de significado en lo que leemos, se requiere el uso del razonamiento analógico y de la inferencia”.

Somos criaturas que elaboran el significado. El significado que elaboramos y recibimos al leer palabras literarias refleja el significado que elaboramos y recibimos cuando nos enfrentamos a la Palabra.

Tal vez sea por esta razón que en Caring for Words in a Culture of Lies [La importancia de las palabras en una cultura de mentiras] Marilyn McEntyre dice: “La buena lectura es un llamado pastoral”. Y tal vez la pandemia esté probando que la buena lectura es un llamado no solo para los pastores.

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Karen Swallow Prior es profesora de Literatura Inglesa y Cristianismo y cultura en el Southeastern Baptist Theological Seminary. Sus libros más recientes son Frankenstein: A Guide to Reading and Reflecting (B&H, 2021) y Jane Eyre: A Guide to Reading and Reflecting (B&H, 2021).

Traducción por Noa Alarcón y Livia Giselle Seidel

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