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Lea Juan 1:29-34

El Antiguo Testamento está lleno de pastores. Abraham fue pastor, al igual que Jacob y Raquel, así como Moisés, el rey David y el profeta Amós. El pastoreo era un trabajo importante porque la comunidad del pueblo de Dios en el Antiguo Testamento necesitaba ovejas. Necesitaban corderos, muchos corderos, para cumplir con el requisito de los sacrificios a Dios.

La idea de una matanza aparentemente interminable de corderos a muchos de nosotros nos puede parecer inquietante. Imagínese lo inquietante que debe haber sido para los que participaron en estas ofrendas sangrientas. Sin embargo, a causa del pecado, Dios exigía un sacrificio. Él requería un cordero, pero no cualquier cordero. El cordero tenía que ser inmaculado, sin manchas ni defectos (Levítico 22:21-22). En otras palabras, tenía que ser perfecto.

Aunque el pueblo de Dios tenía la tarea de elegir los corderos más perfectos, esos corderos nunca eran lo suficientemente perfectos. Su sacrificio cubría el pecado, pero nunca podía quitarlo realmente (Hebreos 10:4). Cada alarido de un cordero sacrificado en el Antiguo Testamento era, en cierto modo, un clamor que anhelaba y esperaba al Cordero de Dios verdaderamente perfecto.

Este clamor continuó a través de las generaciones hasta que un día, Juan el Bautista vio a Jesús caminando hacia él y declaró: «¡Aquí tienen al Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!». (Juan 1:29). En esa ocasión, Juan el Bautista estaba ofreciendo una respuesta a la punzante pregunta que Isaac había hecho a su padre Abraham muchos años antes, y que resonó a lo largo de los siglos: «¿Dónde está el cordero?». Abraham había respondido a Isaac: «El cordero … lo proveerá Dios» (Génesis 22:7-8).

Allí, junto al río, Juan el Bautista declaró que Jesús era el cordero que Dios había prometido que proveería. He aquí el Cordero de Dios, perfecto, sin mancha y sin defecto (véase 1 Pedro 1:18-19).

Ya no estamos buscando al cordero. Él ha venido. Jesucristo es ese cordero que fue sacrificado —crucificado— en nuestro lugar (1 Corintios 5:7). Él es el cordero «traspasado por nuestras rebeliones» y «molido por nuestras iniquidades» (Isaías 53:5). Jesús es el cordero, el único cordero, que de una vez por todas cumplió el sacrificio por nuestros pecados (Hebreos 10:12).

Juan dio testimonio de que Jesús era el «Elegido de Dios» (Juan 1:34, NTV). El niño que nació, que Juan declaró, era también «el Cordero que fue inmolado» (Apocalipsis 13:8, LBLA). Hoy, cuando adoramos al Señor, podemos repetir las palabras proféticas de Juan: ¡He aquí el Cordero!

Anthony J. Carter es el pastor principal de la Iglesia de East Point en East Point, Georgia. Es autor de varios libros, entre ellos Dying to Speak y Running from Mercy.

Traducción por Sofía Castillo.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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