Hace varios años me topé con una tira cómica de dos columnas que me hizo reír y hacer muecas al mismo tiempo. La primera tenía la típica escena en el río Jordán de una figura familiar con barba, vestido de pelo de camello, colocando a alguien bajo el agua, y el pie de imagen decía: «Juan el Bautista». La segunda retrataba una escena similar, pero al penitente se le mantenía debajo del agua, pataleando por salvar su vida, mientras las burbujas indicaban que se estaba ahogando. En esa, el pie de imagen decía «Juan el Bautista del Sur».

Hubo un tiempo en que esa vieja tira cómica habría provocado cierta altivez en cristianos de otras denominaciones, pero ya no. En cierto modo, ahora todos somos bautistas.

Hace años, el historiador Martin Marty habló de la «bautistificación» de la religión estadounidense: con eso se refería a que el credo individualista, el enfoque empresarial y el modelo social voluntario de la iglesia eran tan coherentes con el ethos estadounidense que casi cualquier congregación cristiana —sin importar la forma de gobierno o la teología— estaba empezando a reflejarlo.

Para los bautistas, esto parecería coherente con el tema de conversación durante generaciones de que la clase de gobierno practicado en las iglesias bautistas era el modelo para la clase de democracia a la que Estados Unidos aspiraba.

Sin embargo, la democracia estadounidense cada vez se está empezando a parecer más a una reunión administrativa bautista. La teoría de «el sacerdocio de todos los creyentes» y que toda voz cuenta está abriendo paso a la dura realidad de las luchas a cuchillo, la separación entre facciones y el darwinismo social en el que la gente más mezquina y agresiva es la que dicta los términos del debate. Ya sea que el debate gire en torno al color de la alfombra del vestíbulo o a cómo terminar una pandemia global, las llamadas élites tienen un miedo constante a los levantamientos populistas, y los levantamientos populistas a menudo se ven manipulados por los que esperan formar parte de las élites.

Las iglesias que en su momento pensaron que se podrían proteger de las constantes amenazas de polarización y amargura con una forma de gobierno basada en obispos o presbíteros, ahora descubren que tienen los mismos factores en marcha, incluyendo las falsas controversias y las amenazas del retiro de recursos o el abandono. Incluso el papa parece a veces estar a merced de una burocracia vaticana con las mismas dinámicas que una junta de diáconos de Andalusia, Alabama.

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Para ver el resultado de todo esto, solo hay que mirar a cualquier comunidad de los bautistas del sur donde cada «Primera iglesia» y «Segunda iglesia», cada «Iglesia Bautista Armonía» y «Iglesia Bautista Nueva Armonía» cuentan una triste historia de antiguas divisiones, a menudo con años de amargura sin articular por ambas partes.

A corto plazo, nada anima más a algunas personas que una buena controversia de iglesia. Aparecen personas a las que no se había visto desde la Escuela Bíblica de vacaciones. Pero, al final, la iglesia se vacía de todo el mundo salvo de aquellos que quieren recrear las antiguas peleas, hablando de problemas cada vez menores y arrojando toda clase de cifras en los argumentos.

Por esa razón algunas iglesias nuevas nunca pondrían «bautista» en sus nombres, o en sus letreros, o en sus páginas web. En algunas iglesias los nuevos asistentes descubren que son bautistas del sur solo en las últimas etapas de su formación para nuevos miembros: casi del mismo modo en que los cienciólogos descubren, solo tras avanzar hasta cierta etapa, lo relativo a Xenu de la Confederación Galáctica.

No tiene por qué ser así. Las peleas dentro del movimiento bautista es el lado oscuro de algo que realmente haríamos bien en emular: un pueblo que, en su mejor momento, enfatiza la necesidad de la conversión personal, una sublime gracia que se traduce en que tanto los camioneros que transportan madera, como los veteranos sin hogar tienen la misma voz que los magnates empresariales y los senadores.

Los bautistas —ya sea global o localmente— tienden siempre a mostrar su peor rostro cuando están al control de cierto poder terrenal, y el mejor cuando están ubicados en los márgenes. Contrastemos el prohibicionismo con la obra de los bautistas a favor de la libertad religiosa en la era de la fundación de Estados Unidos, o el liderazgo de los bautistas en el movimiento a favor de los derechos civiles. Esa misma clase de dinamismo está en marcha ahora también en los metodistas chinos que se reúnen en secreto, los anglicanos africanos que plantan iglesias por todo el mundo, y la primera generación de pentecostales hispanoamericanos que superan a las iglesias establecidas a su alrededor en evangelismo y servicio (incluso en comunidades donde luchan contra la suposición nativista de que todos ellos son «ilegales» y «extranjeros»). Allá donde el testimonio y el ejemplo —no la caza de la herejía ni las luchas de poder— son el centro de atención, todos los que somos cristianos evangélicos podemos aprender de la mejor clase de bautistas.

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Solo entonces podemos demostrar al mundo que no importa cómo bauticemos, seguimos recordando el evangelio del río Jordán. Solo entonces podemos mostrar a nuestra cultura que hay una diferencia entre la inmersión y el ahogamiento.

Russell Moore lidera el Proyecto de Teología Pública en Christianity Today.

Traducción por Noa Alarcón.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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