«La esperanza de vida humana promedio es absurda, aterradora y ofensivamente corta». Así es como Oliver Burkeman comienza su nuevo libro, Four Thousand Weeks: Time Management for Mortals [Cuatro mil semanas: gestión del tiempo para mortales]. En este, confronta a los lectores con la inquietante verdad de que tenemos unas escasas 4000 semanas en esta tierra, y mucho de lo que hacemos con ellas es intrascendente, al menos según algunos estándares humanos.

Por más sombrío que parezca, ese es exactamente el mensaje que necesitamos escuchar ahora mismo.

La esperanza de vida en los Estados Unidos ha caído [enlaces en inglés] por primera vez desde la Segunda Guerra Mundial. Debido a la pandemia de COVID-19, los estadounidenses ahora pueden prever que sus 4000 semanas se reduzcan en aproximadamente 78 semanas (o 18 meses). Decir que la vida es difícil o que la muerte se acerca sería una afirmación irrelevante en cualquier otro momento o lugar en la historia. Pero para aquellos que estamos en el occidente moderno (y quizás para los que estamos en Estados Unidos en particular), la mortalidad es una cuestión que hemos logrado evitar de formas ingeniosas.

Considere la frecuencia con la que priorizamos la eficiencia. Para muchos de nosotros, «hacer el mejor uso de nuestro tiempo» no significa vivir una vida con propósito. Significa hacer la mayor cantidad de cosas posible. Realizamos múltiples tareas, nos esforzamos y perseguimos lo que Burkeman denomina «la vida totalmente optimizada». Y lo cierto es que funciona: logramos muchas cosas, terminamos de hacer cosas.

Funciona, es decir, hasta que surge una pandemia mundial y nuestra capacidad de planificar se frena abruptamente. Funciona hasta que nos encontramos prácticamente en el mismo lugar en que estábamos hace seis meses, y sentimos que hemos sido burlados por el progreso. Funciona hasta que la muerte y el dolor inundan nuestras noticias a diario.

De repente, sin nuestra capacidad de planificar y predecir, descubrimos que carecemos de las habilidades necesarias para navegar en tiempos inquietantes y aparentemente sin sentido. Nos encontramos entumecidos emocional y mentalmente. A medida que los hospitales de todo el país se acercan una vez más al límite de su capacidad y los estudiantes ingresan a un tercer año de aprendizaje intermitente, nos sentimos desorientados y perdemos el sentido de propósito. Y justo cuando más nos necesitamos unos a otros, nos encontramos cada vez más solos, en desacuerdo con amigos, vecinos y familiares.

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«Durante los últimos cuarenta años», escribe el académico Alan Jacobs, «me ha interesado nuestra vida en común en este país, las formas en que vivimos juntos, y siempre que hemos experimentado una tensión social pronunciada, he tenido ideas para resolver o al menos disminuir esas tensiones. (…) En nuestra situación actual, no tengo idea de qué hacer. No tengo sugerencias tácticas. Ni siquiera una. Estoy total y absolutamente perdido».

Muchos comparten la sensación de impotencia de Jacobs. Sea el pastor que se esfuerza por mantener unida a una iglesia fragmentada o los padres que tienen que sopesar la educación de sus hijos con los problemas de salud, muchos de nosotros estamos al borde de perder la esperanza. Muchas de nuestras expectativas, planes y sueños se han visto frustrados durante los últimos 18 meses, y probablemente nunca los recuperaremos.

Pero ¿y si este momento también encierra un tipo particular de promesa? ¿Qué tal si las fuerzas que interrumpen nuestra productividad y sentido de control también han abierto una oportunidad para disponer nuestras vidas de una manera diferente?

«Este extraño momento en la historia», escribe Burkeman, «cuando el tiempo se siente tan incierto, podría, de hecho, brindar la oportunidad ideal para reconsiderar nuestra relación con este».

Para hacer esto, debemos comenzar con una franca evaluación del tiempo. Porque mucho antes de que Burkeman abordara la pregunta (y mucho antes de que supiéramos de la existencia del COVID-19), el Maestro de Eclesiastés escribió estas palabras: «Lo más absurdo de lo absurdo… ¡todo es un absurdo!» (Eclesiastés 1:2, NVI). Y luego, con brutal honestidad, batalló con las contradicciones existenciales que marcan la experiencia humana y que muchos de nosotros nos estamos viendo obligados a enfrentar este año.

Los cristianos no han sido inmunes al evangelio del progreso y la productividad. Algunos de nosotros hemos sido discipulados para creer que, si trabajamos, planificamos y negamos lo suficiente, podemos escapar del sufrimiento y la futilidad. Pero las Escrituras (especialmente Eclesiastés) nos recuerdan que el evangelio del progreso y la productividad no se condice con las realidades que enfrentamos en nuestra vida. Vivimos tan solo 4000 semanas, la mayoría de las cuales son dedicadas a tareas mundanas. Somos criaturas débiles, dependientes y desesperadas por la gracia y la misericordia de Dios.

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En este momento, sentimos profundamente nuestra dependencia, y ese sentimiento es un don. Porque en este momento (este momento deprimente, perturbador y terrible) tenemos la oportunidad de reconocer la verdad sobre nosotros mismos y sobre las vidas que pensamos que queríamos.

«El COVID-19 ha causado un trauma colectivo a la conciencia», escribe Esau McCaulley. «Todavía no se conoce el resultado completo de ese trauma, pero una cosa está clara: nuestra normalidad anterior no era tan buena como pensábamos».

En definitiva, no logramos alcanzar una vida de significado y propósito cuando buscamos cumplir nuestros propios sueños y propósitos. La alcanzamos cuando nos sometemos a los propósitos más amplios de Dios. El descanso y la paz que anhelamos —el descanso que creemos que vendrá después de que terminemos todo nuestro trabajo de manera eficiente— en realidad se obtienen al rendirnos ante Dios.

«Vengan a mí todos ustedes que están cansados y agobiados», invita Jesús, «y yo les daré descanso. Carguen con mi yugo y aprendan de mí, pues yo soy apacible y humilde de corazón, y encontrarán descanso para su alma» (Mateo 11:28-29).

Así lo expresa el Maestro en Eclesiastés 12:13: «El fin de este asunto es que ya se ha escuchado todo. Teme, pues, a Dios y cumple sus mandamientos, porque esto es todo para el hombre».

Más que un buen consejo, son buenas noticias. La vida a la que Dios nos llama no es una de más trabajo, mayor eficiencia y desempeño estelar. Más bien, nos invita a descansar rindiéndonos a las vidas y planes que él tiene para nosotros, vidas que en algún momento pueden sentirse estancadas, fallando y limitadas.

«Asimismo, nuestros límites no son restricciones que nos detienen», escribe la autora Ashley Hales, «sino puertas hacia la intimidad con Dios. Solo cuando reconocemos y aceptamos la bondad de nuestros límites es que podemos abrazar la esperanza».

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Estos son tiempos apocalípticos, que revelan quiénes somos y en dónde está puesta nuestra confianza. Nuestros planes han sido interrumpidos; nuestro presente y futuro son inciertos. Sentimos el dolor de Eclesiastés muy profundamente. Sentimos nuestra impotencia. Sentimos la brevedad de nuestras 4000 semanas.

Pero es quizás en este momento, al enfrentarnos cara a cara con nuestra mortalidad, que podemos comenzar a vivir vidas marcadas menos por lo que logramos y más por el Dios que seguimos.

Hannah Anderson es autora de Made for More, All That’s Good, y Humble Roots: How Humility Grounds and Nourishes Your Soul.

Traducción por Sergio Salazar

Edición en español por Sofía Castillo y Livia Giselle Seidel

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