Comencé la tradición de leer una sección concreta de La Estrella de la Redención cada año en Yom Kipur, es decir, el Día de la Expiación. La Estrella de la Redención, que se escribió en tarjetas postales en el frente de guerra de los Balcanes durante la Primera Guerra Mundial, es la obra magna del filósofo judío alemán del siglo XX Franz Rosenzweig, que expone la interpretación más exhaustiva y complementaria del judaísmo y el cristianismo que jamás se haya escrito.

El año en que me casé, apenas dos semanas antes de mi boda, leí las reflexiones de Rosenzweig sobre el significado de Yom Kipur y me impactó de una manera totalmente nueva. Al entrar en las difíciles horas de la tarde del ayuno de Yom Kipur, me conmovió poderosamente la discusión de Rosenzweig sobre la prenda blanca, llamada kittel (kih'-tuhl), que tradicionalmente llevan los hombres (y en algunos círculos judíos, también las mujeres) en Yom Kipur.

Como todo en el judaísmo, este acto tiene varios niveles de significado. El kittel es la prenda funeraria tradicional judía; llevarlo en Yom Kipur representa la culpa colectiva del pueblo judío ante Dios, que es uno de los puntos de enfoque más relevantes de este día. Dios no puede tolerar la impureza ni la falta de santidad, y en el Yom Kipur el pueblo judío debe hacer frente a su propia pecaminosidad y a sus defectos. «Perdónanos, perdónanos, expíanos», suplica repetidamente la liturgia de Yom Kipur. El Día de la Expiación es un día de juicio en el que cada judío individualmente (y el pueblo judío colectivamente) debe considerar el peso de su pecado ante Dios.

Sin embargo, llevar un kittel también representa el milagro del perdón de Dios, otro tema clave de Yom Kipur. Ponerse un kittel es encarnar visualmente la noción de que «… aunque sus pecados sean como la grana, como la nieve serán emblanquecidos» (Isaías 1:18, LBLA). Para Rosenzweig, el Yom Kipur es, pues, un día de vida y de muerte. En lugar de la muerte como consecuencia del pecado, Dios concede al pueblo el perdón abundante y el don de seguir viviendo. Uno no es sin el otro, y cada uno da sentido a su opuesto.

Tras describir conmovedoramente el significado de llevar un kittel en Yom Kipur, Rosenzweig hace referencia a Cantar de los Cantares 8:6, donde leemos que «… fuerte como la muerte es el amor». Rosenzweig continúa: «Y por eso el individuo lleva el vestido funerario completo aun en vida: bajo el palio nupcial, después de haberlo recibido el día de su boda de manos de la novia».

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Esto fue lo que hizo que mi aliento se atascara en mi garganta aquel año en particular. Lo había leído muchas veces antes, pero nunca había percibido su significado con la misma gravedad. La muerte y la nueva vida, el pecado y el perdón, el arrepentimiento y la absolución: estos temas clave en torno al Yom Kipur son también los caminos cotidianos del matrimonio, una realidad que experimentaría profundamente en los años siguientes.

Vale la pena resaltar que hay otra ocasión en el calendario judío en la que tradicionalmente se lleva un kittel: durante el Séder pascual, especialmente por parte de quien dirige el Séder. Aquel día otoñal de Yom Kipur, me quedé pensando en la conexión, no solo entre Yom Kipur y el día de la boda, sino también entre Yom Kipur y la Pascua.

Muchas de estas conexiones teológicamente ricas se han perdido a medida que el judaísmo y el cristianismo se fueron distanciando el uno del otro, rompiendo los mismos hilos que una vez entretejieron los ritmos profundamente significativos del año litúrgico. Pero en 2022, la Pascua judía y la Semana Santa caen en la misma semana, un recordatorio para nosotros los cristianos acerca de las raíces judías de nuestra fe.

El Yom Kipur está instituido en la Torá (Levítico 16, 23:26-32; Números 29:7-11) y cae en el décimo día del séptimo mes del calendario hebreo, el mes de Tishrei. Tishrei está precedido por Elul, un mes centrado en el tema del arrepentimiento. Según la tradición judía, en Elul comienza un periodo de 40 días de arrepentimiento que se prolonga hasta Tishrei, lo que corresponde a los 40 días que Moisés intercedió por el pueblo de Israel tras el pecado del pueblo con el becerro de oro.

En Éxodo 32, mientras Moisés estaba en la cima del monte Sinaí recibiendo las dos tablas de piedra de Dios, el pueblo se inquietó y perdió la paciencia, y decidió fabricar un ídolo para adorarlo, hecho que se destaca como una de las mayores afrentas de Israel ante Dios.

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Al descender al campamento y ver al pueblo danzando alrededor del becerro de oro, Moisés arrojó las tablas de piedra al suelo, haciéndolas añicos al pie de la montaña. Es un punto totalmente bajo en la historia de Israel, cuando la profundidad de su pecado y su culpa ante Dios parece irreparable.

En un acto de pura gracia inmerecida, Dios renovó la alianza con su pueblo. Mandó a Moisés a labrar un nuevo juego de tablas de piedra y declaró: «El Señor, el Señor, Dios clemente y compasivo, lento para la ira y grande en amor y fidelidad, que mantiene su amor hasta mil generaciones después, y que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado; pero que no deja sin castigo al culpable, sino que castiga la maldad de los padres en los hijos y en los nietos, hasta la tercera y la cuarta generación» (Éxodo 34:6-7, NVI). Tras permanecer en la montaña durante cuarenta días y cuarenta noches, Moisés descendió de nuevo al campamento, con el rostro radiante.

Según los rabinos, este acontecimiento es el nacimiento del Yom Kipur, el día que representa tanto el colmo del pecado y la iniquidad del pueblo como la profundidad del amor infalible y el perdón inmerecido de Dios. Ésta es la gran historia en la que el pueblo judío vuelve a introducirse cada año, vestido de blanco y con el reconocimiento abierto de la necesidad de la misericordia y la gracia divinas.

El Éxodo narra la historia de la Pascua (Pésaj en hebreo) justo antes de la llegada del pueblo al Monte Sinaí. Como parte del rescate divino de los israelitas de los grilletes de la esclavitud bajo el Faraón, Dios hace caer diez plagas sobre los egipcios. Antes de que comience la décima plaga (la muerte de los primogénitos), Dios le dice a Moisés que ordene a cada familia israelita que sacrifique un cordero y utilice su sangre para marcar los postes y dinteles de sus casas. El ángel exterminador, encargado de quitar la vida a cada hijo primogénito, vería la sangre en la entrada de las casas israelitas y pasaría de largo por ellas, perdonando así a los hijos primogénitos de Israel.

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Se necesita mucho más que simplemente recuperar el vínculo entre la Pascua judía y la Semana Santa.

De acuerdo con las instrucciones de Dios, Moisés decreta que Israel debe observar la fiesta de Pésaj cada año, y así, hasta el día de hoy, los judíos se reúnen fielmente para esta comida tan sagrada el día 14 del primer mes, el mes de Nisán (Éxodo 12). La mesa se adorna con elementos y alimentos especiales, todos los cuales desempeñan un papel para ayudar a recordar —literalmente, degustar— la experiencia de aquella fatídica noche y de la subsiguiente peregrinación por el desierto del Sinaí. Así, Israel conmemora para siempre que, en la noche más oscura de la historia registrada de Egipto, la carne y la sangre de un cordero marcaron —y salvaron— a los hijos de Abraham, Isaac y Jacob.

Durante el Séder anual de la Pascua, el pueblo judío recrea y afronta una vez más los dolores de la esclavitud, las lágrimas de la desesperación e incluso los gritos de los egipcios. Pero los judíos también conmemoran el triunfo de la liberación, la alegría de un nuevo comienzo, el misterio del poder y el amor de Dios, y la esperanza de llegar algún día a un hogar propio en la Tierra Prometida.

Tal como dejan claro los cuatro Evangelios, la Pascua sirve como telón de fondo de la entrada de Jesús en Jerusalén, su última cena con los discípulos y, finalmente, su muerte y resurrección. En el Concilio de Nicea, Constantino decretó desvincular la Semana Santa —la Pascua cristiana— de la Pascua judía, una decisión que puso en marcha un largo proceso de eliminación de las raíces judías de la Semana Santa.

Para presionar y redescubrir estas conexiones ricas y fundacionales, lo que se necesita no es simplemente recuperar el vínculo entre la Pascua judía y la Pascua cristiana, sino también incorporar el Yom Kipur a nuestra comprensión de la Semana Santa. En el pensamiento de Rosenzweig, así como en la tradición judía en general, el talit —el icónico chal de oración judío— simboliza un kittel. También es tradicionalmente blanco, y aunque generalmente solo se lleva durante el día, la única excepción es la víspera de Yom Kipur, cuando se lleva puesto también después de la puesta de sol. De hecho, es tradicional llevarlo todo el día durante Yom Kipur.

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Muchos hombres judíos no tienen ni llevan un talit sino hasta después de casarse, y es tradicional que la novia le regale al novio un talit (en lugar de un kittel) el día de su boda. Mi prometido Yonah decidió apegarse a esta tradición, y antes de regresar a Estados Unidos para nuestra boda, fuimos al centro comercial Ramot, en las afueras de Jerusalén, y elegimos un hermoso talit que le regalé como parte de nuestra ceremonia de boda.

«Por tanto, no debemos tener nada en común con los judíos, pues el Salvador nos ha mostrado otro camino», afirmó Constantino en el Concilio de Nicea. «Se declaró que era particularmente indigno para ésta, la más sagrada de todas las fiestas, seguir el cálculo de los judíos, que habían ensuciado sus manos con el más temible de los crímenes, y cuyas mentes estaban cegadas». Este momento de la vida de la Iglesia se conoce como la controversia del quartodecimanismo, ya que el asunto en cuestión era la celebración judía de la Pascua en el día 14 (quarta decima en latín) de nisán.

Los partidarios del quartodecimanismo buscaban calcular la Pascua cristiana de acuerdo con la celebración de la Pascua judía. Esta era una posición notable, ya que vinculaba esencialmente el calendario cristiano al calendario judío. Esta vinculación se hizo intolerable para la Iglesia, que pretendía desvincularse del judaísmo, y el Concilio de Nicea consolidó esta separación.

Lo que se perdió con esta decisión fue la conexión intencional que los Evangelios dejan en evidencia. El significado y la importancia de la Semana Santa solo pueden comprenderse en su totalidad si tenemos en cuenta la historia de Israel al recorrerla. La muerte y resurrección del Mesías sigue el modelo del éxodo de Egipto, que sirve como acontecimiento fundacional del pueblo judío. La Semana Santa, el acontecimiento fundacional de la Iglesia, marca su injerto en la alianza perdurable de Dios con Israel y Jesús se convierte en el cordero de la Pascua por cuya sangre el pueblo de Dios es redimido.

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Como hemos visto en otros ámbitos, la teología cristiana suele tratar de separar limpiamente elementos que la teología judía no tiene inconveniente en mantener en estado de tensión. Este contraste también se pone de manifiesto en la eventual distinción entre la Pascua judía y la Pascua cristiana.

Para la Iglesia, el Viernes Santo está reservado a la muerte, mientras que el domingo se designa como la celebración de la vida, el día de la Resurrección. Esta disposición temporal del culto puede acabar bifurcando la vida y la muerte, con lo que se hace la audaz (y dualista) afirmación de que, llegado el domingo, la muerte ya no es una fuerza que tengamos que considerar en absoluto. Se nos dice que nos aferremos a la vida y que olvidemos el poder de la muerte, porque Jesús deja atrás la muerte de una vez por todas en su tumba vacía. En efecto, se asume que el aguijón de la muerte puede quedar relegado a los que están fuera de los muros de la iglesia. Este mensaje es profundamente desorientador y, en última instancia, deshumanizador.

Como muchos de nosotros hemos experimentado, la realidad es muy diferente de la simple afirmación de que la muerte ha sido vencida por la Resurrección. La muerte, en todas sus insidiosas formas, sigue impregnando nuestra vida cotidiana. Incluso después de la gloriosa resurrección de Jesús, seguimos luchando con las inquietantes dimensiones de nuestra humanidad: los traumas que revivimos, las pérdidas que sufrimos, las decepciones que acumulamos y las ansiedades que nos paralizan. Y, por desgracia, la Iglesia puede enviar el sutil mensaje de que estar preocupado por estas luchas tan reales es carecer de una fe adecuada o malinterpretar el núcleo del mensaje cristiano.

La Pascua judía, por su parte, abarca la compleja convergencia de la vida y la muerte; de hecho, retrata la vida y la muerte como fuerzas concurrentes y entrelazadas. Aunque la vida acaba triunfando en el relato de Israel, la tradición judía nos recuerda que es imposible separar la vida que experimentamos de nuestros recuerdos individuales y colectivos de la muerte.

En la mesa de la Pascua judía, recordamos la muerte de un cordero cuya sangre perdonó nuestras vidas. Damos gracias por el regalo de la libertad, aunque las hierbas amargas nos recuerden la amargura persistente de la esclavitud. Nos alegramos de haber salido de Egipto, aunque recordemos que la Tierra Prometida aún no es nuestro hogar. Y, sorprendentemente, disminuimos nuestra alegría y recordamos el sufrimiento de los egipcios retirando de nuestras copas las gotas de vino, una bebida que simboliza la alegría.

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Sin embargo, la confrontación más audaz del judaísmo con la muerte se produce en otro día que la historia de la Pascua anticipa: Yom Kipur. En el Yom Kipur, el pueblo judío se presenta ante Dios en la misma agonía de la muerte, con vestimentas funerarias, pero dotado del valor de creer que Dios está presente y es accesible incluso desde la tumba.

Al igual que en la Pascua, en el Yom Kipur, sin la muerte no hay vida. Incluso la vida, resulta que no nos permite olvidar la muerte. Las dos están juntas en una paradoja imposible, y nosotros caminamos por la realidad de ambas mientras esperamos la redención final.

La Pascua judía y el Yom Kipur nos recuerdan que no podemos separar ni ordenar cronológicamente la vida y la muerte.

La Pascua judía y el Yom Kipur nos recuerdan que no podemos separar ni ordenar cronológicamente la vida y la muerte. Lamentablemente, por el momento, tenemos que estar en la tensión entre ambas, y este es precisamente el lugar en el que encontramos la plenitud del amor de Dios en Cristo, nuestro cordero de Pascua cuya sangre expía el pecado.

Irónicamente, las corrientes interpretativas que informan el culto cristiano de la Pascua pueden borrar el mismo contexto que nos permite comprender plenamente el significado de la muerte y resurrección de Jesús. Al construir el judaísmo como su envoltura, la tradición cristiana ha oscurecido con demasiada frecuencia la unidad y la coherencia del relato bíblico, en el que la alianza de Dios con Israel es el contexto necesario para la obra de Jesús y la fundación de la Iglesia.

Desde este punto de vista, el Calvario empieza a parecerse mucho más al Sinaí. El velo rasgado recuerda las tablas rotas del Sinaí, la muerte de Jesús invoca los sacrificios del Yom Kipur, el misterio del Sábado Santo refleja la intercesión de Moisés en lo alto del Sinaí, y la resurrección de Jesús se convierte en una nueva alianza renovada: una declaración del amor infinito e infalible de Dios, primero hacia el judío y luego hacia el gentil (Romanos 1:16).

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Enfocada desde esta perspectiva, la alegre declaración de que «¡Cristo ha resucitado!» adquiere una profundidad de significado totalmente nueva. El Salvador del mundo es, al fin y al cabo, el tan esperado Mesías de Israel.

Este ensayo es una adaptación de Finding Messiah, de Jennifer M. Rosner. Copyright © 2022 por Jennifer Rosner. Publicado por InterVarsity Press, Downers Grove, IL. www.ivpress.com. Usado y traducido con permiso.

Michael Stone ha colaborado en este ensayo.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.

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