Es una peculiaridad del cristianismo contemporáneo, al menos en Occidente, que las iglesias que ponen un énfasis especial en los sacramentos no suelen hacer hincapié en los dones espirituales, y viceversa.

Este domingo, miles de creyentes entrarán en un santuario en el que todas las miradas estarán puestas en la mesa situada cerca del altar. Pasarán junto a una pila bautismal mientras buscan un asiento, cantarán himnos, recitarán las mismas oraciones que han sostenido a los creyentes durante siglos, confesarán de forma corporativa que creen en una iglesia santa, católica y apostólica, y recibirán el pan y el vino. Sin embargo, es poco probable que los dones espirituales hagan aparición en su reunión, tal vez con la única excepción de la enseñanza bíblica. Presenciar el don de la profecía o el de la sanación de los enfermos sería realmente sorprendente, si no inédito. El don de hablar en lenguas sin duda produciría en un silencio desconcertante y alguna que otra tos forzada en señal de vergüenza.

Sin embargo, otros miles de creyentes entrarán en un espacio de culto muy diferente, en el que todas las miradas se dirigirán al escenario. Esperarán, y tal vez experimentarán, una reunión en la que se practique la imposición de manos, la oración espontánea, la unción con aceite, la profecía, hablar en otras lenguas, sanación y cualquier otro don espiritual descrito en el Nuevo Testamento. Pero es muy probable que en tales reuniones no haya confesión corporativa de pecados, ni credo, ni salmos, ni liturgia compartida. Si se celebra la Cena del Señor, aparecerá en mesas plegables y rápidamente dará lugar a la siguiente parte del servicio sin tomar más tiempo que los anuncios.

En otras palabras, hay iglesias que son eucarísticas e iglesias que son carismáticas (así como un buen número de iglesias que no son ninguna de las dos cosas). Por eso es interesante que la iglesia del Nuevo Testamento de la que más sabemos sobre su culto corporativo, es decir, la iglesia de Corinto, fuera ambas cosas. Al parecer, los corintios no tenían consciencia de que esas dos vertientes del culto cristiano fueran incompatibles, y perseguían alegremente (aunque de forma algo errática) los dones sacramentales y espirituales al mismo tiempo. Tampoco Pablo lo consideró extraño o problemático. De hecho, los animó a seguir celebrando juntos la Comunión (1 Corintios 11:23-26) y a desear con entusiasmo los dones espirituales, especialmente la profecía (14:1, NVI). En ese sentido, Pablo quería que la Iglesia fuera «eucarismática», y esa invitación se extiende también a nosotros.

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Carismática sin reservas

Los corintios eran ciertamente eucarísticos. Casi todo lo que sabemos sobre la práctica de la Cena del Señor en la iglesia primitiva procede de la carta de Primera de Corintios. Los diversos nombres que utilizamos para hacer referencia a la misma se originan aquí: «Comunión» (10:16), «partir el pan» (10:16), «la mesa del Señor» (10:21), «la Cena del Señor» (11:20) y «Eucaristía» (de la palabra griega eucharisteō, que significa «agradezco», 11:24). Es necesario admitir que era un desastre, tanto que Pablo llegó a decir que tal vez sus reuniones traían más perjuicio que beneficio (11:17) puesto que había provocado división, discordia, borracheras y demás. Sin embargo, Pablo dejó claro que era fundamental. Es posible que la Eucaristía se celebrara cada vez que la iglesia se reunía: Pablo comienza su reprensión de las reuniones corporativas en Corinto con una sección detallada sobre ellas, y de las siete veces que dice «cuando se reúnen», cinco de ellas lo dice en el contexto de compartir la Comunión. Tanto si la reunión tenía lugar alrededor de la mesa, como sugieren algunos, como si simplemente incluía la Cena como elemento central de la liturgia, está claro que partir el pan era un elemento fundamental.

Como es bien sabido, la reunión era también muy carismática. Las dos referencias restantes a «cuando se reúnen» se producen en el contexto de los dones espirituales; la primera distingue entre los efectos de la profecía y el don de lenguas en los no creyentes, y la segunda se refiere a una gama más amplia de dones: «¿Qué concluimos, hermanos? Que, cuando se reúnan, cada uno puede tener un himno, una enseñanza, una revelación, un mensaje en lenguas, o una interpretación. Todo esto debe hacerse para la edificación de la iglesia» (1 Corintios 14:26). Esto proporciona una ventana fascinante al culto corporativo en Corinto, tanto en la forma como en el contenido. En cuanto a la forma, porque muestra que un gran número de personas contribuía en la reunión, no solo los líderes reconocidos. En cuanto al contenido, porque incluye el canto, la enseñanza, la profecía, el lenguaje y la interpretación. (A la luz del capítulo 12, en el que también se mencionan los milagros, el discernir espíritus, la sanidad de los enfermos y las palabras de conocimiento y sabiduría, esta lista probablemente no sea exhaustiva). También están las referencias a no carecer de ninguno de los dones espirituales, y a que todos han sido bautizados en un solo Espíritu a fin de formar parte de un solo cuerpo. A pesar de sus muchos defectos, los corintios eran carismáticos sin reservas.

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De hecho, sería posible construir una liturgia cristiana bastante completa basada solo en las referencias de Primera de Corintios. Además de proporcionar el material bíblico más extenso que tenemos sobre la Cena del Señor (capítulos 10-11) y la charismata, es decir, los dones carismáticos (12-14), Primera de Corintios también tiene más que decir sobre la predicación (1-2, 9, 15), el bautismo (1, 10), el liderazgo cristiano (3-4) y la disciplina eclesiástica (5) que ninguna otra carta. Tenemos una enseñanza clara sobre la ofrenda económica semanal (16:1-4), una referencia al calendario eclesiástico (16:8) y lo más parecido a un credo en todo el Nuevo Testamento (8:6; 15:3-8). En esta carta también se identifican y corrigen los abusos de ambos sacramentos: el caos en las reuniones con respecto a la Cena del Señor (11:17-34) y el bautismo por los muertos (15:29-34).

Más familiarmente, también tenemos saludos en nombre de Dios (1:3), saludos mutuos (16:19-21), oración (1:4-9), enseñanza ética (gran parte de los capítulos 5-10), la predicación de la cruz (1:18-2:5) y la resurrección (15:1-28), una exhortación basada en una narración del Antiguo Testamento (10:1-13), sabiduría litúrgica (15:54-55), y numerosas citas de las Escrituras (incluida la intrigante 4:6), una cita de los Evangelios (7:10-11), un anatema, un maranatha (16:22) y una bendición (16:23). De la veintena de prácticas litúrgicas que la Iglesia ha utilizado históricamente, quince aparecen en esta carta, y dos de las cinco restantes (a saber, la confesión y la certeza del perdón) aparecen al principio de Segunda de Corintios.

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Es cierto que hay muy pocos de estos elementos que los corintios no hayan estropeado. No eran, en ningún sentido, una iglesia modelo. Sin embargo, el hecho de que hicieran estas cosas tan mal, en última instancia ha resultado útil para nosotros. En primer lugar, es la única razón por la que conocemos la mayoría de ellas y, lo que es más importante, nos muestra que Pablo consideraba que eran lo suficientemente importantes para el culto cristiano como para que la práctica de cada una de ellas debiera corregirse en lugar de abandonarse.

Hay quienes hoy en día, al ver que la comunión, el hablar en otras lenguas o la disciplina eclesiástica se hacen mal, resuelven el problema prescindiendo de estas prácticas por completo. Pablo, por el contrario, ve los sacramentos y los dones del Espíritu precisamente como dones, dados por un Dios bueno para nuestra edificación, por lo que su respuesta a tales abusos es muy diferente: «Así que, hermanos míos, ambicionen el don de profetizar, y no prohíban que se hable en lenguas. Pero todo debe hacerse de una manera apropiada y con orden» (14:39-40). Así que si vemos a la congregación de los corintios, no como era, sino como Pablo quería que fuera, tendremos un excelente ejemplo de cómo debería lucir una iglesia «eucarismática».

Profundidad y rebote

Y eso nos lleva de nuevo a la iglesia contemporánea. No hay ninguna razón, más allá de una serie de accidentes históricos, por la que no podamos tener nuestro propio pastel eclesiológico y disfrutar de él. Es cierto que las iglesias que atesoran los dones espirituales suelen ser sorprendentemente diferentes, en sus tradiciones e historias, de las iglesias que atesoran los dones sacramentales. Pero si la orientación que Pablo nos ofrece como pastor sirve de algo, nada nos impide adorar con las manos levantadas y el rostro inclinado, con liturgia y humor, con oraciones fijas y profecías espontáneas, con danzas en los pasillos y ángeles en la arquitectura.

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La perspectiva «eucarismática» tiene el potencial de aumentar tanto la altura como la profundidad de nuestro culto al mismo tiempo. Muchos, si no la mayoría de los cristianos de hoy, optan por pensar en términos de un espectro en lo que respecta a la práctica eclesiástica, con lo histórico, litúrgico, reflexivo y sacramental en un extremo y lo carismático, pentecostal, expresivo y celebratorio en el otro. Por diversas razones históricas, estas dos formas parecen estar en tensión entre sí: si quieres profundidad, ven por aquí, y si quieres rebote, ve por allá. La verdad, sin embargo, es todo lo contrario. Si quieres más altura, necesitas más profundidad. Pregunta a cualquier gimnasta con especialidad en el trampolín. O a un árbol, incluso.

Sin profundidad, la altura es insostenible. Si tenemos una liturgia anémica, los mensajes inspiradores, la música emotiva y las experiencias catárticas podrán llevarnos solo hasta cierto punto; aunque produzcan una respuesta emocional a corto plazo, no pueden construir el tipo de fe que, como la de Habacuc, se regocija en Dios incluso cuando no hay frutos en la vid ni rebaños en los establos (3:17-18). En lugar de intentar dar saltos de pie en el centro del trampolín, lo cual es agotador además de ineficaz, tenemos que sumergirnos en las profundidades de nuestra tradición, para saltar a nuevas alturas. Hacia abajo, en las oraciones históricas. Hacia arriba, en las oraciones espontáneas. Hacia abajo, en la confesión de los pecados. Hacia arriba, en la celebración del perdón. Hacia abajo, en los credos. Hacia arriba, en los coros. Hacia abajo, en el conocimiento de la presencia de Dios en los sacramentos. Hacia arriba, al sentir la presencia de Dios mientras lo adoramos. Llamada y respuesta. Viernes, luego domingo. De rodillas, luego saltando.

Sin embargo, esta metáfora es válida en ambos sentidos. Profundizar también requiere ir más arriba. Somos criaturas encarnadas y emocionales, y es más probable que las personas que bailan de alegría sean las mismas que caigan de rodillas en adoración, en contraposición a aquellos que simplemente se inclinan hacia delante y meten la cabeza entre las rodillas durante unos segundos.

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Esto es precisamente lo que vemos en Levítico, cuando el fuego sale de la presencia del Señor al momento de la consagración del sacerdocio: «De la presencia del Señor salió un fuego, que consumió el holocausto y la grasa que estaban sobre el altar. Al ver esto, todo el pueblo prorrumpió en gritos de júbilo y cayó rostro en tierra» (Levítico 9:24). Los que ríen en la iglesia son más propensos a llorar también allí. Si la presencia y los dones del Espíritu de Dios te cautivan durante el culto, es probable que la presencia y los dones del mismo Espíritu en los sacramentos te parezcan más maravillosos, no menos. Si vas más arriba, también irás más adentro.

Por tanto, esto es una invitación a ser «eucarismático». Adorar a Dios tanto con los dones sacramentales como con los espirituales puede profundizar nuestra alegría, enriquecer nuestra vida y recordarnos que hay cosas que podemos aprender de las prácticas de culto de otras tradiciones eclesiásticas. No garantizará nuestro crecimiento, madurez o avance espiritual: Primera de Corintios lo demuestra. Pero es casi seguro que ampliará nuestra experiencia en cuanto a los dones de Dios para su pueblo, «de modo que no les falte ningún don espiritual mientras esperan con ansias que se manifieste nuestro Señor Jesucristo»(1 Corintios 1:7). Ven a ver.

Andrew Wilson es pastor docente en la King's Church de Londres. Es autor de Spirit and Sacrament: An Invitation to Eucharismatic Worship (Zondervan), del que se ha adaptado este artículo. Traducido y usado con permiso.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.

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