Al leer los evangelios, es evidente en cada página que Jesús sintió profunda compasión por el sufrimiento de las personas, y siempre buscó dar respuesta tanto a sus necesidades físicas como espirituales. Esto quedó en evidencia aún desde la profecía de Isaías acerca de su venida:

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El Espíritu del Señor omnipotente está sobre mí, por cuanto me ha ungido para anunciar buenas nuevas a los pobres. Me ha enviado a sanar los corazones heridos, a proclamar liberación a los cautivos y libertad a los prisioneros (Isaías 1:61, NVI).

En Isaías 58 podemos ver el corazón de Dios con una claridad peculiar. Dios habla con repudio acerca de los actos religiosos que no provienen de un corazón que ama a Dios por sobre todas las cosas, y al prójimo como a sí mismo.

El ayuno que he escogido, ¿no es más bien romper las cadenas de injusticia y desatar las correas del yugo, poner en libertad a los oprimidos y romper toda atadura? ¿No es acaso el ayuno compartir tu pan con el hambriento y dar refugio a los pobres sin techo, vestir al desnudo y no dejar de lado a tus semejantes? (vv. 6-7).

Jesús predicó el arrepentimiento, proveyó un nuevo nivel de interpretación del Antiguo Testamento y anunció las Buenas Nuevas de salvación. Y, al hacerlo, también predicó el cuidado y la atención del necesitado, sanó a los enfermos y proveyó alimento para el hambriento. (Lucas 10:25-37; Marcos 6:30-44; Marcos 8:1-9; Juan 5:1-18; Mateo 8:1-4).

Jesús incluso dijo que quienes no realicen estas obras no heredarán el reino de los cielos (Mateo 25:35-46).

En este ensayo no se intenta comparar los argumentos que fundamentan una visión meramente social o meramente teológica del Evangelio, sino que se da por sentado que la iglesia a nivel global ha llegado a cierto acuerdo general acerca de la bidimensionalidad del Evangelio. Como bien demostró el legado de René Padilla por medio de su modelo, misión integral, la acción social y la evangelización son como «las dos alas de un avión».

El Evangelio carece de profundidad si se presenta solo con palabras pero no lleva consigo la evidencia del poder de Dios obrando en su iglesia, transformándola y guiándola a llevar a cabo acciones que demuestren el amor de Cristo de forma tangible.

Sin embargo, las iglesias evangélicas en América Latina con frecuencia han determinado que las acciones sociales motivadas por la compasión por el prójimo están destinadas a quedar relegadas siempre a un segundo peldaño.

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Durante décadas, nuestros predicadores y ministros han enseñado que las iglesias existen exclusivamente para mandar almas al cielo, olvidando que las Escrituras afirman que en Cristo, Dios reconcilió consigo todas las cosas (Colosenses 1:20). Este sesgo teológico, junto con una falta general de pasión por el Evangelio, ha convertido a muchas iglesias en instituciones enfocadas en sí mismas, que buscan poco más que su propia supervivencia.

Partiendo de esta lógica, la gran mayoría de las iglesias priorizan los gastos internos y aquellos que son considerados necesarios para aumentar la comodidad y favorecer el crecimiento de la iglesia, tales como el pago de salarios, alquileres, gastos corrientes, etc. En iglesias con mayores recursos, incluso se prioriza gastar en lujos con los que la mayor parte de la población mundial —e incluso, muchos de sus mismos congregantes— ni siquiera sueñan: aire acondicionado, grandes pantallas, sistemas de sonido sofisticados o una cafetería dentro del edificio de la iglesia con cómodos asientos de piel.

En estas iglesias, la lógica que ha permeado profundamente su estructura interna es que esos gastos son prioritarios, y solo si hay algún excedente, entonces se considerará asignar esos recursos a causas sociales o a atender las necesidades de la comunidad inmediata.

Como pastor en una zona rural en América Latina, llevo más de dos décadas explorando diferentes escenarios y contextos de la iglesia, y con frecuencia encuentro a creyentes que están agotados y hastiados de las mismas prácticas insípidas en las que sus iglesias han caído, así como de burocracias institucionales que, dentro de la misma iglesia, limitan la puesta en práctica del Evangelio.

En diferentes iglesias y regiones, me he encontrado con historias en las que las iniciativas que buscan que la iglesia tenga una mayor influencia en su comunidad inmediata son ahogadas por la presión que ejerce la jerarquía y la política denominacional, o la forma en la que la iglesia ha venido operando desde su formación.

Si bien es cierto que muchos de estos líderes eclesiales son conscientes del llamado a las misiones y a la acción social que el Evangelio demanda de manera imperativa, la dura verdad es que la mayoría prefiere mantener el statu quo y no agitar las aguas con prácticas que saquen a la iglesia de su zona de confort.

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Entonces, ¿quién puede iniciar un cambio positivo para que las comunidades sean transformadas por medio del Evangelio?

Puedo atestiguar que muchas veces son los miembros de las iglesias, aquellos que no necesariamente tienen títulos en estudios teológicos ni tampoco gozan de los privilegios de liderazgo; gente común y humilde de corazón, quienes han logrado interiorizar la misión que Jesucristo ha encomendado a su Iglesia y que, sin complejos ni temores, están dispuestos a obedecer al llamado y convertir sus propias comunidades en campos misioneros.

Debo afirmar que en el tiempo que llevo trabajando en el campo misionero, a pesar de los sinsabores, también he disfrutado ver y ser parte de ministerios que lograron ejercer un cambio efectivo, y crecieron orgánicamente hasta convertirse en expresiones de amor y servicio para sus comunidades.

En incontables ocasiones, al terminar una conferencia o consultoría, se me han acercado mujeres y hombres, con lágrimas en los ojos, diciéndome: «Eso que usted dice ha estado en mi corazón, siempre. Le he dicho a mis pastores muchas veces que le demos abrigo a los indigentes en las bodegas vacías de la iglesia, y su respuesta siempre es: “El templo no es para eso”. Por eso, yo decidí abrigarlos en el garaje de mi casa».

En Nicaragua, una pareja pidió muchas veces el apoyo de su iglesia para organizar una misión local con el objetivo de dar de comer a los adultos mayores en condición de calle, sin embargo, la respuesta del pastor fue: «Primero lo primero. Primero debemos destinar nuestro presupuesto a los salarios y gastos de la iglesia. Nunca sobra para los pobres».

Tras recibir esta respuesta, ellos decidieron salir de esa congregación e iniciar lo que hoy es una iglesia asombrosa y misionera, donde alimentan a niños, adultos mayores, mujeres adolescentes y gente en condición de calle. La iglesia desarrolló también un sistema para generar sus propios recursos.

Si esta pareja hubiera permanecido en la congregación en la que se encontraba originalmente, donde los recursos ya estaban etiquetados aun antes de su llegada, su llamado a las misiones habría muerto, o peor aún, como sucede en miles de iglesias, tal vez habrían reprimido su vocación ante el temor de ir «en contra del siervo de Dios», un título que en ciertas iglesias se usa de forma exclusiva para denominar a líderes y pastores.

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En la Biblia podemos encontrar muchos ejemplos de cómo cualquier seguidor de Cristo puede ser guiado por Dios para iniciar un pequeño cambio, una chispa que el Espíritu de Dios puede usar y multiplicar para su gloria. Pensemos en los cuatro que llevaron al paralítico a los pies de Jesús (Marcos 2:1-12), o en el jovencito que ofreció los pescados y panes para el milagro de la multiplicación (Juan 6:1-15).

En muchas iglesias he visto levantarse a hombres y mujeres que ya no soportaron más el peso de su llamado por los desvalidos; que tuvieron el valor de obedecer a Dios antes que a los hombres y que, llenos del Espíritu Santo, han hecho su iglesia fuera de los templos, y han sido las manos de Jesús en las heridas de los más necesitados.

Me parece que este paradigma y modelo —tan antiguo como la Iglesia misma— debe inspirar y guiar a las iglesias para ser la luz de Cristo dentro de sus comunidades. Tal vez la iglesia primitiva tuvo el mayor impacto que ha tenido la iglesia jamás precisamente porque sus miembros dependían exclusivamente de la guía y el poder del Espíritu Santo, y no tenían que luchar por preservar instituciones o prácticas definidas por hombres.

En la iglesia donde sirvo hoy, Comunidad Cristiana Shalom en Costa Rica, mucho de lo que hoy sucede ha surgido de la iniciativa de cientos de voluntarios que viven el Evangelio. Muchos de nosotros venimos de iglesias en las que se nos dijo que la iglesia está para solo compartir el Evangelio de salvación, pero no para servir a la comunidad. En muchos casos, anhelar esa interacción con la comunidad era juzgado como una búsqueda de «amistad con el mundo».

El Señor nos llamó a ser una iglesia diferente, donde no vemos el templo como un fin en sí mismo. Desde un inicio buscamos mostrar a Cristo viviendo en nosotros por medio de nuestro servicio a los demás, y nos dimos a conocer en la comunidad recogiendo basura y limpiando ríos. Hoy trabajamos con adultos mayores, con personas que sufren abuso y con aquellos que se encuentran en situación de calle. El Señor fue quien nos unió, y hoy somos un grupo mixto formado por personas que provienen de muy diversos orígenes, pero que tenemos en común el compromiso de cumplir el llamado del Señor a encarnar a Cristo en la comunidad.

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Los líderes eclesiales debemos tener siempre un oído abierto a escuchar las pasiones misioneras de los congregantes de las iglesias donde servimos. A veces olvidamos que muchas veces se trata del llamado que el Espíritu Santo ha puesto en sus corazones. Debemos escuchar estas voces y, en oración, abrir todas las puertas para el desarrollo y el crecimiento de todas estas ideas y oportunidades para llevar el Evangelio.

Me temo que si las iglesias evangélicas no salen de su zona de confort para encarnar el Evangelio que predican, terminarán por convertirse en simples monumentos, como ya le ha sucedido a la iglesia en diferentes contextos y momentos en la historia. Jesús dijo: «Ustedes son la sal de la tierra. Pero, si la sal se vuelve insípida, ¿cómo recobrará su sabor? Ya no sirve para nada, sino para que la gente la deseche y la pisotee» (Mateo 5:13).

Que nuestro papel consista en ser canales para la transformación de las comunidades a través de hombres y mujeres simples, pero empoderados por el Espíritu Santo.

De no hacerlo, muchos se quedarán en sus catedrales de sal insípida, mientras que al otro lado de la acera se encontrará un seguidor de Cristo predicando incansablemente el Evangelio, sirviéndose solo de una toalla y una vasija de agua.

Roy Soto es Licenciado en Teología y pastor de la Iglesia Comunidad Cristiana Shalom en Costa Rica.

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