Como cristiana introvertida y esposa de pastor, quizá el área más difícil para mí ha sido el llamado bíblico a la hospitalidad, así como la interpretación de ese llamado en nuestra cultura.

Las discusiones cristianas más populares acerca de la hospitalidad a menudo giran en torno a las mujeres, especialmente las amas de casa, e incluyen elementos claramente vinculados a una personalidad extrovertida, tales como extender invitaciones a vecinos y extraños, preparar comidas para mucha gente, instaurar una política de puertas abiertas, y abrazar el ruido y el desorden.

Aunque yo me he beneficiado y he sido desafiada por estas posturas, a menudo siento que establece estándares imposibles que yo nunca llegaré a cumplir.

Sin embargo, entonces recuerdo que Jesús no tuvo hogar en la tierra al cual invitar a otros. Cuando se sentó con la mujer junto al pozo o cruzó el mar para liberar a un solo hombre de sus demonios, no estaba tratando de atraer a la gente a una fiesta vecinal. A veces, nadie podía encontrarlo: se alejaba solo, exponiendo tendencias sospechosamente introvertidas.

Y, aun así, Él encarnó la hospitalidad —que se traduce de la palabra griega que significa amar al extraño— en todo lo que hizo y con todo el que se encontró.

Henri Nouwen escribió en Reaching Out: The Three Movements of the Spiritual Life [traducido como Abriéndonos: Los tres movimientos de la vida espiritual] que el término hospitalidad «no debería limitarse a su sentido literal de recibir a un extraño en casa —¡aunque es importante no olvidarse nunca de ello ni dejar de hacerlo!—, sino como una actitud fundamental hacia otros seres humanos, que se puede expresar de una gran variedad de maneras».

Cuando pensamos en Jesús, el concepto de hospitalidad quiebra el molde que lo envuelve y se revela como lo que realmente es: los ojos para ver a los marginados y los solitarios, el corazón para abrazar a los dolidos, y la capacidad para ofrecer una presencia amable y sin prisas en un mundo que va corriendo a toda velocidad mientras atiende sus muchas ocupaciones. Esto es algo que podemos y debemos cultivar como creyentes, sin importar nuestra personalidad o temperamento.

Ser introvertida no me excluye de seguir a Cristo al amar a mi prójimo; sin embargo, tampoco significa que tenga que amar a los demás de la misma forma en que lo hacen los extrovertidos. El evangelio no siempre viene con la llave real de una casa, pero siempre tiene que venir con una llave a nuestro corazón.

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El ideal extrovertido de hospitalidad

En su libro Quiet: The Power of Introverts in a World that Can’t Stop Talking [En silencio: El poder de los introvertidos en un mundo que no puede parar de hablar], Susan Cain traza el crecimiento del ideal de la extroversión a lo largo de la historia y en muchas culturas.

Como cultura, hemos llegado a ver el ideal del yo como una persona gregaria, enérgica, orientada a la acción y que brilla con toda su fuerza cuando se encuentra rodeada de otras personas. «La introversión, junto con sus primos la sensibilidad, la seriedad y la timidez, ahora son vistos como rasgos de personalidad de segunda clase», escribe Cain.

Las discusiones acerca de la hospitalidad cristiana a menudo se inclinan hacia los mismos ideales de extroversión. Por ejemplo, The Turquoise Table [La mesa turquesa] de Kristin Schell desató un movimiento por todo el país que invitaba a colocar una mesa de picnic en el patio delantero con el objetivo de conectar con vecinos y extraños. Otros libros y artículos llaman a los cristianos a organizar cenas con frecuencia y a emitir una invitación permanente a todos los niños del vecindario.

Escritoras más introvertidas como Rosaria Butterfield, quien escribió The Gospel Comes with a House Key [El evangelio viene con la llave de la casa], reconoce que es posible que los introvertidos necesiten «prepararse [para el ministerio] de manera diferente que otros», pero sigue argumentando a favor de los mismos estilos de vida extrovertidos con comidas nocturnas con la comunidad, fiestas vecinales y hospedaje frecuente para las familias sin hogar.

No voy a decir que estas cosas tan «radicalmente habituales» no sean recomendables: lo son, muchísimo. Pero todas parecen sugerir que la única manera de mostrar hospitalidad fielmente es transformar nuestros hogares en cierta clase de comunas cristianas, o al menos apoyar activamente a aquellos que lo hacen.

En nuestro hogar todos somos introvertidos, y nuestro breve experimento de invitar feligreses a nuestra casa cada semana fracasó espectacularmente. ¿Qué podría significar una vida de hospitalidad habitual y radical para nosotros? Para personas como yo, que sufrimos incluso síntomas de enfermedad física tras someternos a periodos de interacción social prolongada, ¿es acaso la única respuesta ajustarse a un estilo de vida extrovertido un poco menos intenso compensado con más tiempo personal?

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El poder de la hospitalidad introvertida

En una entrevista, Rosaria Butterfield habla sobre sus vecinos Ken y Floy Smith, quienes fueron piezas clave en su camino hacia la fe e inspiraron su propia visión de la hospitalidad. «En su hogar la puerta estaba abierta. Siempre había gente entrando y saliendo de la casa: gente de la iglesia y gente que no era de la iglesia». Ken, un pastor, recibía con calidez a todo el que llegaba a su casa.

Esto es hospitalidad extrovertida en su mejor y más bella expresión. Pero yo diría que no es para todo el mundo, y no es la única manera.

Por el contrario, recuerdo a mi amiga Rebekah. Cuando estaba en la universidad me tomé un año sabático para vivir y servir en un orfanato en Corea del Sur. Los primeros meses fueron los más difíciles de mi vida, porque tuve que lidiar con la soledad y la depresión.

Durante este tiempo tuve una amiga en Seúl llamada Rebekah a quien visitaba de vez en cuando. En su pequeño apartamento, me sentaba en su sofá amarillo y miraba por la ventana mientras ella hacía cosas en la habitación de al lado. A veces ponía un poco de música suave. Salíamos a caminar juntas por el hermoso otoño coreano y teníamos conversaciones profundas en cafeterías tomando té. Leíamos libros, veíamos películas y comíamos juntas. Su silenciosa amistad fue un bálsamo para mi alma.

Tanto Rebekah como yo somos introvertidas. Si ella hubiera abierto su casa a un torrente constante de interrupciones y hubiera invitado a una decena de sus amigos cada vez que la visitaba, su hospitalidad rápidamente habría perdido profundidad, poder e intimidad. Su puerta estaba protegida, y eso amplificó su capacidad de ofrecerme el tipo de hospitalidad que yo necesitaba en aquel momento. Ella fue un modelo de cómo una vida de amor puede fluir desde los ritmos y los salvaguardas de la soledad.

Al recordar a amigas como Rebekah, mi marido y yo hemos aprendido a darnos permiso para aceptar nuestra propia introversión en la hospitalidad y el ministerio. En vez de forzarnos a ser anfitriones de cenas semanales, llevamos la conversación fuera de casa y, en gran medida, lo hacemos durante la jornada de trabajo.

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Cada mes le preguntamos a Dios hacia quién nos está dirigiendo, y entonces buscamos desarrollar amistades espirituales en lugares tales como senderos en la naturaleza, cafeterías o algún rincón tranquilo en la iglesia. Y realmente disfrutamos de estos momentos con amigos queridos, tanto nuevos como viejos.

Cuando invitamos a personas a venir a nuestra casa, es intencional, casual, planificado, informal y normalmente en grupos pequeños. Equilibramos esto con tiempo a solas y tiempo con nuestra familia, cuidando de nuestros horarios lo mejor posible, y dejando espacio para ser flexibles. Nuestra puerta no está siempre abierta, pero nuestros vecinos y amigos saben que estamos aquí para ellos con todo nuestro corazón cuando nos necesitan.

La introversión no es una desafortunada desventaja para el ideal de hospitalidad extrovertida de nuestra cultura: es una forma especialmente poderosa de hospitalidad en sí misma. Como introvertidos, compensamos con profundidad lo que nos falta en amplitud. Nos encontramos con el hombre solo al otro lado del mar y con la mujer en el pozo, en vez de con los miles en las colinas o las multitudes que levantaban el tejado.

Somos conscientes del modo en que Dios nos ha creado y no nos da vergüenza aceptar nuestra necesidad de pasar tiempo a solas. Nuestra soledad no solamente nos resulta vivificante, sino que rebosa en vida hacia el mundo. Nuestra clase de hospitalidad es vital para la salud de la iglesia.

El llamado comunitario y la tienda móvil de la hospitalidad

A menudo hacemos de la hospitalidad un llamado muy individualista; sin embargo, la iglesia tiene el llamado de practicarla de forma grupal: necesitamos extrovertidos, introvertidos y todos los que están en medio.

Quizá tú, como yo, no seas la mejor opción para el comité de bienvenida de la iglesia y te resulte difícil invitar a los vecinos a tu casa. Pero quizá seas un administrador, y tienes la habilidad para organizar eventos para que otros se reúnan. Quizá eres un artista que crea belleza que deja salir los deseos del corazón.

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Quizá seas alguien que escucha con atención y estás abierto a interrupciones de parte de tus colegas como oportunidades para mostrar compasión. Quizá seas un profesor que ofrece un espacio para que tus estudiantes no solo aprendan, sino que sean escuchados y amados. Quizá lo tuyo sea siempre detenerte a hablar con las personas sin hogar que encuentras por la calle.

Sea cual sea tu temperamento, tu vocación o don, todos necesitamos una visión más grande de la hospitalidad: una que se extienda más allá de los muros de nuestros hogares. Necesitamos una visión de la hospitalidad que se parezca más a Jesús.

Cuando nos liberamos del concepto que tienen los demás de hospitalidad, podemos ser libres para descubrir nuestra manera única de bendecir a los que nos rodean. Y podemos comenzar a llevar el corazón de la hospitalidad adonde sea que vayamos.

Nunca olvidaré cuando mi familia y yo estábamos sentados en la habitación de un hotel una mañana, mientras estábamos de vacaciones, cuando el ama de llaves entró a limpiar. Ella tenía una actitud desagradable hacia nosotros mientras hacía las camas, y sentí que mi corazón comenzaba a enfurecerse. Mi suegra, introvertida también, había estado observando en silencio desde una esquina.

De pronto, mi suegra se levantó, tomó la otra esquina de la sábana y le dijo con una sonrisa: «Permítame que le ayude». La limpiadora se quedó sin habla, como yo. Esto era un corazón hospitalario en acción, y derritió en un instante la negatividad del ambiente con poder y belleza.

Jesús ha prometido que cuando lo amamos y le obedecemos, Él hace su hogar en nosotros (Juan 14:23). Por sobre todas las cosas, es a este hogar, al que invitamos a los demás cuando los recibimos con un espíritu de generosidad, bienvenida y cuidado. El hogar de Cristo en la tierra se parece más a una tienda de campaña que a una mansión establecida. Esta tienda va con nosotros a donde sea que vayamos, y Él es el tierno anfitrión de todos los que entran.

Gracias a Dios por su iglesia, y por la variedad de maneras en que Él muestra hospitalidad a un mundo solitario y hostil. Gracias por la gran mesa de su gran festín, que podemos degustar incluso ahora: ya sea en una casa llena de gente o en un silencioso apartamento de Seúl.

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Sara Kyoungah White es editora en jefe del Movimiento de Lausana. Tiene un grado universitario por la Universidad de Cornell y ha trabajado como editora independiente, periodista y escritora. Vive en Grand Rapids, Michigan, con su marido Brian y sus dos hijos.

Traducción por Noa Alarcón.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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