Recuerdo que tenía 10 años. Acababa de descubrir mi pasión por el fútbol soccer y miré por primera vez el Mundial completo con mi padre y mi hermano.

Ese año fui a mi primer viaje misionero con mi iglesia a las sierras de Chihuahua, México, donde me fascinó la idea de dedicarme algún día al ministerio a tiempo completo.

Recuerdo que tenía 18 años. Me había graduado del bachillerato [high school] un semestre antes y me había mudado a Alabama por unos meses antes de comenzar la universidad en el otoño. Mi familia ya no estaba unida, y mi madre tenía que trabajar todo el tiempo porque ahora era madre soltera de dos niños.

Sabía que quería dejar atrás esas experiencias difíciles y estudiar en la universidad lejos de casa. Hoy puedo decir que no sabía mucho más a los 18 años de lo que sabía a los 10.

Como periodista y ministro que ha encontrado un hogar en Texas, reflexioné sobre estas etapas de mi vida mientras lamentaba la tragedia que actualmente quebranta a la comunidad latina, y que representa un capítulo más de nuestra a menudo dolorosa historia. Como ahora sabemos, el martes 24 de mayo, 19 niños de 9, 10 y 11 años fueron asesinados por otro que había cumplido 18 años poco más de una semana antes.

Las víctimas amaban a sus mamás, habían tomado la primera comunión y habían tenido una celebración para presentar el cuadro de honor. Eran niños que, al igual que yo hace años, podrían haber mirado su primer Mundial con sus padres y hermanos este mismo año.

La persona que asesinó a estos niños era un hombre que apenas estaba saliendo de la infancia, uno que, como escribe Brennan Manning, tenía «rotas las ruedas de la vida». Solo conocemos la superficie de lo que fue la vida de Salvador Ramos: una madre que luchaba contra la adicción a las drogas, el acoso debido a un impedimento del habla, y un carácter violento que se intensificó a medida que crecía [enlaces en inglés].

Mientras lloramos estas muertes tan terribles, sabemos que Cristo no era indiferente a los niños. Mateo 18 y 19 nos revelan que Jesús, la encarnación misma de Dios, los ama y los ve.

Estos pasajes muestran que, a medida que maduramos en Cristo, lo que se espera de nosotros no solo es que nos parezcamos más a los niños —como aprendieron los discípulos cuando preguntaron quién sería el mayor en el reino de Dios—, sino que también los protejamos y los cuidemos.

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Mientras nos esforzamos por buscar soluciones a un problema exasperantemente intratable, tal vez un área que la iglesia debería procurar no descuidar es el cuidado y la protección de los miembros más jóvenes y vulnerables de nuestra sociedad.

Un niño pequeño los guiará

Mateo 18:1-5

En ese momento los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: «¿Quién es el más importante en el reino de los cielos?».

Él llamó a un niño y lo puso en medio de ellos. Entonces dijo: «Les aseguro que a menos que ustedes cambien y se vuelvan como niños, no entrarán en el reino de los cielos. Por tanto, el que se humilla como este niño será el más grande en el reino de los cielos. Y el que recibe en mi nombre a un niño como este, me recibe a mí».

La definición de grandeza que nuestra cultura entiende es similar a la que entendía la cultura en la que nació Jesús: la riqueza y el poder son indicadores de estatus y la gente dedica toda su vida a alcanzarlos. Pero Jesús tiene un modelo diferente para los que quieren triunfar en su reino: los niños.

Para demostrar su enseñanza, Jesús llama a un niño y lo presenta a sus discípulos. Quiere que consideren la pequeñez, la fragilidad, la dependencia y la humanidad del niño, y quiere que lo imiten. En contraste con su propia cultura, las palabras y acciones de Jesús nos dicen que los niños no solo son personas, sino que además son los miembros más importantes del eterno y santo reino de los cielos.

Pero los niños no son una simple ilustración que Jesús usa para explicar una enseñanza. Nuestras interacciones con los niños reflejan nuestras interacciones con Dios. Recibir a un niño, dice Jesús, es recibir a Dios. Cuando construimos una cultura que hiere a los niños, que los tira al suelo, que ignora su soledad y viola su vulnerabilidad, sugiere algo acerca de la forma en que adoramos al Señor.

Un mundo en el que existen tiroteos masivos contra niños revela de forma explícita nuestro fracaso en honrar y amar la etapa de la vida humana que Dios considera la más importante en el reino de los cielos.

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Una expresión de lamento

Mateo 18:6

Pero, si alguien hace pecar a uno de estos pequeños que creen en mí, más le valdría que le colgaran al cuello una gran piedra de molino y lo hundieran en lo profundo del mar.

¿Alguna vez nos hemos preguntado qué cosas hacemos los adultos de la iglesia que pueden causar que los niños pequen? En nuestras conversaciones sobre la importancia que la comunidad tiene en nuestra vida espiritual, ¿con qué frecuencia pensamos en el tipo de compañía que ofrecemos a los niños? ¿Qué consecuencias hay como resultado de que un niño crezca en una sociedad que glorifica las armas?

¿Cómo afecta a los niños el hecho de que los padres abandonen el hogar, que la sociedad normalice la violencia o que vivan en la pobreza? ¿Cómo son perjudicados los niños cuando un líder le miente a los padres, cuando las figuras de autoridad no confían en ellos y cuando los funcionarios electos no cumplen con sus responsabilidades como deberían?

Las consecuencias de estas disfunciones pueden destruir a los niños durante generaciones. Tal como vemos en la teoría de los sistemas familiares, los acontecimientos y los comportamientos tienden a repetirse una y otra vez, de generación en generación. Los comportamientos aprendidos son transmitidos a la siguiente generación casi sin ningún control ni intervención de la generación anterior. Las mentalidades y los razonamientos son transmitidos casi involuntariamente de los mayores a los hijos. Nuestras acciones se convierten en un simple espejo que refleja lo que hicieron nuestros antepasados, y que volverán a repetir los que vengan después de nosotros.

La oveja perdida

Mateo 18:10-14

Miren que no menosprecien a uno de estos pequeños. Porque les digo que en el cielo los ángeles de ellos contemplan siempre el rostro de mi Padre celestial.

¿Qué les parece? Si un hombre tiene cien ovejas y se le extravía una de ellas, ¿no dejará las noventa y nueve en las colinas para ir en busca de la extraviada? Y, si llega a encontrarla, les aseguro que se pondrá más feliz por esa sola oveja que por las noventa y nueve que no se extraviaron. Así también, el Padre de ustedes que está en el cielo no quiere que se pierda ninguno de estos pequeños.

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Tal vez haya algunos que crecieron sin la experiencia de ser marginado o rechazado. Tal vez. Pero creo que la mayoría de nosotros recuerda y entiende cómo se siente estar solo. Lo que se siente ser rechazado. Estos versículos revelan que Jesús deja todo cuando sale en busca de aquellos que se han alejado.

Nuestro llamado a imitar a Cristo nos ordena claramente que hagamos lo mismo. Quizás se ha dicho que estos versículos se refieren a nosotros cuando nos alejamos de nuestra fe o simplemente cuando hacemos algo que sabemos que no debemos hacer.

Para mí, sin embargo, estas palabras revelan el corazón de Cristo para niños como Salvador Ramos o Eric Harris y Dylan Klebold. Esos niños solos, que fueron abandonados y rechazados, están en el mundo, y Cristo muestra compasión por ellos.

Nuestra sociedad toma a los niños, los maltrata hasta hacerlos insensibles y luego los descarta cuando ya no los necesita. ¿No nos llama Cristo a ir en busca de los que se han alejado porque nuestra sociedad los ha excluido?

Hay demasiados niños que crecen en nuestra sociedad desatendidos o maltratados por sus padres, y hay pocos adultos equipados para tratar su ira y su dolor de forma saludable, que toman su aislamiento y buscan comunión y significado en la oscuridad.

Para los cristianos, entonces, nuestra tarea es llevar a estos niños a casa. No debemos hacerlo porque nosotros seamos sus salvadores o porque a través de nosotros puedan experimentar una nueva vida. Y «casa» no significa nuestra sociedad, ni nuestra cultura, ni esta nación, porque todas ellas un día pasarán. Nuestro hogar es el reino de Cristo.

Jesús ama a los niños pequeños

Mateo 19:13-15

Llevaron unos niños a Jesús para que les impusiera las manos y orara por ellos, pero los discípulos reprendían a quienes los llevaban.

Jesús dijo: «Dejen que los niños vengan a mí, y no se lo impidan, porque el reino de los cielos es de quienes son como ellos». Después de poner las manos sobre ellos, se fue de allí.

Mark Madrigal es primo de dos de los niños que fueron heridos de bala en Uvalde, y también conocía a varios de los niños que fallecieron.

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«Como comunidad, siempre estamos unidos y velamos por los hijos de todos, pase lo que pase», dijo.

Su actitud refleja la actitud a la que nos llama Jesús. Cuando se refiere a los niños, no limita sus instrucciones a los miembros de la familia. La ausencia de especificidad sugiere una responsabilidad hacia todos, incluidos aquellos que están solos, enfadados, reprimidos, traumatizados, tristes, rencorosos, los que no tienen iglesia, y los que la odian.

Aunque este último y lamentable tiroteo nos muestra que tenemos bastante trabajo que hacer, puedo dar testimonio de la actitud envolvente hacia los niños, puesto que es algo que he vivido de primera mano. Al crecer en un hogar monoparental, recibí la guía y el cuidado de los miembros de la iglesia, de mi pastor de jóvenes y su equipo de liderazgo, y de varios otros pastores, lo que ayudó a que mi fe creciera incluso durante un periodo de intensa dificultad. Que los niños que tienen un solo padre o un solo familiar tengan cerca también a personas que se comprometan a caminar con ellos fielmente. La vida puede ser dura. Necesitamos a algunos que caminen tierna y amorosamente a nuestro lado.

Nuestra nación actualmente tiene incluso más niños heridos y que sufren abandono. ¿De qué forma los cristianos de la toda Iglesia encarnaremos nuestro amor a Dios para amar a todos los pequeños de nuestras comunidades?

Isa Torres es ministro, escritor y periodista, y vive en el norte de Texas.

Traducción por Sofía Castillo.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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