Durante la temporada de Adviento, preparamos nuestros corazones para celebrar la llegada de este niño: el niño Jesús, acostado en un pesebre, amado por María y José, adorado por pastores y sabios. Pero el Adviento —que significa «llegada»— nos invita a prepararnos para mucho más que la noche santa de su nacimiento.

A lo largo de la historia de la iglesia, el Adviento ha sido una temporada de anticipación expectante. En sus comienzos en los primeros siglos del cristianismo, el Adviento era un periodo de contrición en preparación para el día de Epifanía, que observa la celebración de la aparición de Jesús y la manifestación de su identidad, y que también era un día reservado para el bautismo de los nuevos creyentes. Pronto el Adviento comenzó a centrarse en la anticipación de otra aparición: la segunda venida de Cristo. Para la Edad Media, los temas que hoy solemos asociar con el Adviento ya se habían convertido en parte de la observancia de la iglesia, ya que los cristianos incluyeron la anticipación de la Navidad junto con la contemplación del regreso de Jesús.

Cada uno de estos temas históricos se entrelaza con las lecturas tradicionales de las Escrituras sobre el Adviento, ya que las promesas y profecías de la Biblia hablan ampliamente de la identidad y el propósito de Jesús. Al profundizar en estas verdades, nuestra adoración hacia el niño en el pesebre es enriquecida mientras nos arrodillamos ante Aquel que manifestaría su identidad mediante milagros poderosos. Nos postramos ante Aquel que un día volverá en gloria a juzgar a los vivos y a los muertos.

Isaías contiene algunas de las profecías más convincentes que apuntan a Jesús. Leemos sobre un hijo prometido que se llamará Emanuel: Dios con nosotros (7:14). Escuchamos acerca de una luz que resplandecerá sobre los pueblos que viven en densas tinieblas (9:2). Y nos encontramos con esta reverberamte promesa:

Porque nos ha nacido un niño, se nos ha concedido un hijo; la soberanía reposará sobre sus hombros, y se le darán estos nombres: Consejero admirable, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz. Se extenderán su soberanía y su paz, y no tendrán fin. Gobernará sobre el trono de David y sobre su reino, para establecerlo y sostenerlo con justicia y rectitud desde ahora y para siempre. (9:6-7)

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Las profecías de las Escrituras sobre el Prometido a menudo poseen capas de significado y múltiples cumplimientos. Con frecuencia apuntan hacia un cumplimiento en la misma época del profeta, pero también dirigen nuestra mirada hacia el Mesías y su primer advenimiento, así como a la Segunda Venida que esperamos.

En esta serie de devocionales de CT, exploramos lo que las Escrituras nos dicen sobre el Prometido, profundizando nuestra fe en el Salvador que conocemos y amamos. Las reflexiones de cada día profundizan en pasajes clave que nos ayudan a comprender mejor quién es Jesús. Y cada tema semanal se centra en un aspecto central de la identidad de Jesús según las profecías de Isaías.

Dios Fuerte

Las primeras lecturas tradicionales del Adviento pueden parecernos extrañamente contradictorias con nuestras expectativas navideñas usuales. En lugar del muérdago y la luz de las velas, vemos los horrores del fin de los tiempos. En lugar de ángeles que se regocijan, nos encontramos con un profeta que clama llamando al arrepentimiento. Estos pasajes nos sacuden de nuestra mentalidad cómoda para recordarnos que Jesús es el Dios Fuerte. El Salvador cuyo nacimiento nos preparamos a celebrar no es otro sino el Hijo del Hombre que un día volverá para juzgar a los vivos y a los muertos. Es aquel para quien Dios envió un mensajero para preparar el camino: Juan el Bautista, quien gritó en el desierto, dando testimonio del poder y la gloria de Jesús. El niño en el pesebre es el Dios Fuerte cuyo reino no tendrá fin.

El Príncipe de Paz

Muchos de los pasajes del Antiguo Testamento sobre el Adviento nos llevan a reflexionar sobre la paz personal que podemos experimentar con Dios, y a imaginar la paz definitiva que traerá un día el Prometido. La guerra, la violencia y el dolor llegarán a su fin. Las naciones y los grupos de personas que han estado divididos durante mucho tiempo adorarán juntos como un solo cuerpo. Pero las Escrituras nos empujan más allá de nuestra tendencia a una visión sentimental de la paz, y nos desafían a comprobar que la paz que Cristo trae es firme y plena. Esta paz nos es dada no solo a través del amor de Jesús, sino también a través de su poderoso poder, porque su paz está unida directamente a su justicia. Su paz está relacionada con su justo juicio. Y la paz que trae fue comprada por un precio.

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La Luz del mundo

Desde el principio hasta el final de las Escrituras, notamos que la luz es empleada como metáfora para ayudarnos a entender la presencia de Dios, la salvación, la vida de fe y a Jesús mismo. Leemos las promesas de una luz que brillaría resplandeciente, y las tinieblas no podrían detenerla. Cuando Jesús vivió entre los hombres, se identificó como esa luz prometida, la misma cuya presencia iluminará un día la ciudad de Dios (Apocalipsis 21:23). Y, sobre todo, Jesús es la luz no solo para ti y para mí, sino para el mundo. Como las Escrituras dejan claro una y otra vez, él es el Prometido para todas las naciones, trayendo consigo el comienzo de su reino global y multiétnico.

Emanuel

En esta última semana de Adviento, nos centramos en los acontecimientos que rodean la Natividad, cuando el Prometido —el Dios Fuerte, el Príncipe de Paz, la Luz del mundo— entró en la humanidad como un bebé recién nacido. Aquí estaba Emanuel, Dios con nosotros. Aquí estaba el Verbo hecho carne, habitando entre nosotros (Juan 1:14). Las promesas centenarias sobre él resuenan en la aclamación de los ángeles, en el mensaje de los pastores, en la alabanza profética de un anciano y una anciana, y en la adoración con gozo de los gentiles que han viajado desde lejos para inclinarse ante el Rey de reyes.

Él es el Prometido

En esta temporada de Adviento, mientras nos preparamos para celebrar el nacimiento de Jesús, contemplemos profundamente las promesas de la Escritura sobre quién es y qué vino a hacer. Que mientras adoramos en el pesebre, nos maravillemos de que este mismo niño es el Dios Poderoso, es el Príncipe de Paz y es la Luz del mundo. Es el que vino a morir. Es el que resucitó triunfante, el que ascendió y el que cumplirá su promesa de volver en gloria. Promulgará la justicia e instaurará su reino de paz. Él es Emanuel, Dios con nosotros.

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