El mes de octubre del año pasado, mi hijo de tres años se aficionó a las decoraciones de Halloween de nuestros vecinos. En nuestros frecuentes paseos para visitar al enorme gato inflable, atajé varias preguntas sobre otras decoraciones en los patios de nuestros vecinos. Pero cuando pasamos por una casa con lápidas de plástico y cadáveres que salían del suelo, no estaba segura de cómo responder a la pregunta: «Mamá, ¿qué significa eso?».

Otra madre compartió recientemente en Twitter que sus vecinos habían erigido un esqueleto de zombi de 8 pies de altura (2 m) que colgaba por el pie la figura de un niño aterrorizado. Y preguntó: «¿Qué tanto terror es demasiado en las decoraciones de Halloween?» [Los enlaces redirigen a contenido en inglés].

Yo comparto su pregunta. Pero detrás de ella hay otra pregunta importante que los cristianos deben hacerse: ¿Por qué hay tanta gente fascinada con el mal y la muerte?

Los estadounidenses gastan 10 000 millones de dólares al año en Halloween. En una cultura que suele ignorar la muerte y desestimar lo sobrenatural, esta celebración destaca como una descarga de presión. Una vez al año, expresamos nuestra necesidad reprimida de hablar de estas cosas.

Como demuestra un reciente artículo del New York Times titulado «Cómo vivir con un fantasma», nuestra obsesión anual con los muertos vivientes, lo paranormal y lo macabro revela nuestra creciente curiosidad por la muerte y nuestra creencia en el mal. Al reducir estos misterios a las decoraciones de nuestras casas y a los disfraces, intentamos domesticar y controlar nuestros miedos. Incluso los rituales más estridentes de Halloween pueden entenderse como religiosos, es decir, como un intento de responder a las preguntas que nos acechan.

Pero minimizar la oscuridad o «domesticarla» es una solución falsa tanto para los creyentes como para los incrédulos.

«Hay dos errores iguales y opuestos en los que puede caer nuestra raza con respecto a los demonios», escribió C. S. Lewis en su prefacio a Cartas del diablo a su sobrino. «Uno es no creer en su existencia. La otra es creer y sentir un interés excesivo y malsano por ellos».

En el Occidente moderno, la gente tiende a cometer ambos errores. Por un lado, reclaman haber sido iluminados al haber superado la religión supersticiosa de nuestros antepasados. Todo eso del mal y del infierno no era más que un alarmismo para infundir temor, dice la razón. Satanás no es real; es solo un producto de la imaginación medieval.

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Sin embargo, por otro lado, hay pocos verdaderos materialistas entre nosotros. Incluso después de descartar las creencias religiosas de la generación anterior, tanto aquellos que afirman tener poca o ninguna experiencia con la iglesia, como aquellos que afirman no estar interesados en regresar a la misma, buscan satisfacer un hambre religiosa que perdura. A menudo lo hacen a través del mismo canal que el cristianismo histórico ha considerado prohibido: la actividad oculta.

«Los sacerdotes [católicos] están respondiendo a más peticiones que nunca de ayuda con casos de posesión demoníaca», escribe Mike Mariani en un artículo de portada para The Atlantic titulado «Exorcismo americano».

Cita a Carlos Eire, historiador de Yale: «A medida que la participación de la gente en el cristianismo ortodoxo disminuye, siempre ha habido un aumento en el interés por lo oculto y lo demoníaco», lo que provoca un «hambre de contacto con lo sobrenatural».

Esta ansia de contacto con lo sobrenatural se manifiesta plenamente durante Halloween. Sin embargo, suele ir acompañada de una insistencia en que nuestra fijación con los poderes de la oscuridad «es solo por diversión». El resultado es una extraña especie de terapia de juego: la gente representa las historias que más teme con la esperanza de demostrarse a sí misma que es soberana sobre esas narrativas.

El problema, por supuesto, es que el mal no se puede domesticar. Ninguna terapia de exposición o «experiencia espiritual» nos dará poder sobre la oscuridad y la muerte.

Según la tradición cristiana, eso es una mala y una buena noticia. La mala noticia es que nuestros miedos —por muy subconscientes que sean, por muy ficticios que parezcan— son reales. La muerte viene por todos nosotros, y no es nuestra amiga. La Biblia afirma que tenemos un enemigo que busca robar, matar y destruir (Juan 10:10).

La buena noticia es que no tenemos que enfrentarnos a estos miedos con nuestras propias fuerzas. El cristianismo histórico respeta el poder del mal y de la muerte sin acobardarse ante él. Renunciamos a Satanás y a su obra y ponemos nuestra fe en Aquel que conquistó la muerte con su resurrección.

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Para los cristianos en la temporada de Halloween, esto significa dos cosas.

En primer lugar, no debemos avergonzar a la gente por su curiosidad —incluso su interés— por el mal. Podemos afirmar el instinto profundamente humano de reconocer las realidades espirituales, por muy triviales que se presenten. Validar ese instinto no es lo mismo que estar de acuerdo o participar en todas las prácticas culturales que rodean a Halloween. (No me encantan las decoraciones de zombis en los patios).

Pero en lugar de descartarla por completo, los cristianos podemos buscar formas en que nuestra fe dé un lenguaje a la intuición humana sobre la oscuridad animada.

En un ensayo titulado «Something Evil This Way Comes», Fleming Rutledge cita el libro de Andrew Delbanco, profesor de la Universidad de Columbia, The Death of Satan [La muerte de Satán]: «Nuestra cultura está ahora en crisis porque el mal sigue siendo una experiencia ineludible para todos nosotros [y sin embargo hemos perdido nuestro] lenguaje simbólico para describirlo».

Rutledge responde argumentando que «los cristianos siguen teniendo ese lenguaje simbólico para el mal, y es el mejor y más sólido relato del mal que existe».

El cristianismo responde a las preguntas que el Halloween plantea.

En segundo lugar, los cristianos somos llamados a dar testimonio de la luz que nunca será vencida por las tinieblas (Juan 1:5). Nuestro poder intelectual y moral colectivo no es suficiente para controlar el mal; ni siquiera para detener a su doncella, la muerte. Por mucho que lo intentemos, seguimos siendo vulnerables.

Morimos, y también nuestros seres queridos mueren y se pierden para nosotros. La esperanza cristiana no suaviza nada de esto. Disminuimos el evangelio cuando minimizamos el mal y lo calificamos de impotente, o cuando describimos la muerte como una «graduación» hacia el cielo. Por el contrario, nuestra esperanza reside en Aquel que ha vencido estas cosas en su propio cuerpo y que un día las destruirá para siempre.

San Patricio fue un misionero en Irlanda durante una época muy oscura de su historia. La famosa oración que se le atribuye, «La coraza de San Patricio», describe el mal con valentía: los demonios, los conjuros, la idolatría, los hechizos de las brujas, «todo poder cruel y despiadado que pueda oponerse a mi cuerpo y a mi alma».

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Sin embargo, el centro de la oración no es la descripción de la oscuridad. El énfasis rotundo de Patricio está en la coraza que le protege:

Cristo conmigo,
Cristo delante de mí,
Cristo detrás de mí,
Cristo en mí,
Cristo debajo de mí,
Cristo por encima de mí.

La esperanza cristiana nombra la oscuridad, pero se aferra a la luz. Nuestra fe se fortalece cuando nos enfrentamos a la gravedad de la muerte y abrazamos nuestra necesidad de ser rescatados del mal.

De este modo, permanecemos conectados a los que han muerto, no a través de sesiones de espiritismo o de la caza de fantasmas, sino a través de una pertenencia compartida a Cristo. En Él, incluso hay esperanza en nuestro lamento, ya que anticipamos la resurrección.

Como creyentes, aprendemos a orar en la oscuridad. Históricamente, al menos, la Iglesia ha orado en la penumbra de la mañana de Pascua. Cuando el resto del mundo duerme y el sol está a punto de asomar por el horizonte, decimos juntos: «¡La luz de Cristo! Gracias a Dios».

Hannah King es sacerdote y escritora de la Iglesia Anglicana de Norteamérica, y pastora asociada de la Iglesia Village en Greenville, Carolina del Sur.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.

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