Seis meses antes de que yo volara a Polonia con el objetivo de escribir un reportaje sobre los refugiados ucranianos, una camioneta atropelló a mi suegra, quien murió instantáneamente. Seis semanas antes de volar a Polonia, descubrí que tenía 23 semanas de embarazo.

Tenía un montón de cosas en la cabeza cuando me embarqué en el avión hacia Varsovia. Acababa de empezar un trabajo nuevo. El duelo de mi marido seguía en carne viva y a veces lo escuchaba llorar entre sueños con vívidos recuerdos de su madre. Ni mi esposo ni yo nos sentíamos preparados para convertirnos en padres en menos de tres meses. Y ahí estaba un pequeño bebé dando vueltas en mi panza, con giros y patadas tan turbulentos como mis pensamientos y emociones. Intenté orar en ese momento, pero todo lo que podía expresar era: «Oh, Señor, cuánto te necesito».

En tiempos de guerra y dificultades, buscamos historias de valor extraordinario y resiliencia. Como periodista cristiana, nunca estoy segura de qué esperar en mis investigaciones, pero sabía lo que anhelaba encontrar: testimonios poderosos, imágenes inspiradoras del evangelio en acción y declaraciones de fe dignas de ser citadas.

Me encontré con todas estas cosas cuando visité iglesias, centros de refugiados, estaciones de tren y pasos fronterizos. No fue difícil encontrar historias reconfortantes de los fieles: un pastor ucraniano de Zabki, una ciudad a las afueras de Varsovia, invitó a más de diez refugiados a quedarse con él y su familia en su casa diminuta. El día que visité el refugio de su iglesia, los niños refugiados ucranianos se reunieron en las escaleras para cantar un tierno himno ucraniano acerca de la protección, el perdón y la misericordia de Dios.

También vi pasos gigantes de fe. Prácticamente todas las iglesias de Polonia están ayudando a los refugiados ucranianos, pero la mayoría de ellas solo pueden ofrecer estancias a corto plazo. La iglesia de la ciudad de Cracovia se dio cuenta de que necesitaban una estrategia a largo plazo. Al principio, la iglesia comenzó a orar para albergar a 700 refugiados durante seis meses. Pero el pastor principal, Zbigniew Marzec, se preguntó: «¿Por qué solo 700? ¿Por qué no orar por 1000? ¿Por qué no expandir nuestra fe e ir a más, sin limitar a Dios?». Albergar a mil refugiados durante seis meses costaría cinco millones de dólares. Sin embargo, la iglesia decidió orar por los mil. Marzec se reía cuando me contaba su visión: «¡Y pensar que hace tres semanas luchábamos por comprar un equipo de sonido que costaba trescientos dólares!».

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Sentí calidez en el corazón al escuchar declaraciones de fe seguras y precisas, al ver el sacrificio de cristianos orientados hacia su propósito mientras trabajaban en el frente de la guerra. Anhelaba esa expresión de fe para mí misma, especialmente cuando había tantas cosas inciertas y pesadas en mi propia vida.

Pero esa no fue la única expresión de fe de la que fui testigo en Polonia. No todos los cristianos con los que me encontré tenían un testimonio bien definido, particularmente los refugiados cuyas vidas habían quedado destrozadas por la guerra, por las pérdidas, y por un futuro amenazante de incertidumbre e inestabilidad.

Uno de los refugiados que conocí, Daniell, no pudo contener las lágrimas cuando recordó su horrible año antes de la guerra. Su primera hija había nacido con daño cerebral permanente a causa de negligencia en el parto. A veces ella sufría hasta trescientas convulsiones al día, y Daniell y su esposa habían pasado incontables noches sin dormir en un esfuerzo por mantener viva a su bebé. Debido a la enfermedad de su hija, evacuar Ucrania era prácticamente imposible, aun cuando el fuego de artillería y los bombardeos sacudían su casa. Gracias a la ayuda de otros cristianos, al menos fueron capaces de huir a Varsovia.

Daniell no me citó versículos de la Biblia acerca de que Dios haría que todas las cosas fueran para bien ni testificó sobre encontrar propósito en su sufrimiento aún presente. Él recordaba el año anterior con ojos demacrados: «Vivíamos como si ya estuviéramos muertos».

Sin embargo, también Daniell tiene una expresión de fe: una fe real y viva. Él continúa orando. No hace oraciones que sean «saltos de fe» declarando sanidad sobre su hija; sus labios se consumieron hace tiempo con oraciones que rogaban milagros. Y, aun así, él ora. Hay un nombre al que clama, aunque sus oraciones no sean apasionadas ni estén sazonadas con declaraciones de una profunda convicción y pasajes bíblicos. Ora porque, explica con sencillez: «No me puedo imaginar otro modo de vida». Su fe no está anclada en la misión, en un propósito o en lo milagroso. Es más bien como respirar, incluso cuando esa respiración a veces se convierte en sollozos.

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Mientras yo entrevistaba refugiados, allá en Los Ángeles, mi marido se despertó una mañana solo y llorando. Era el cumpleaños de su madre. Ella amaba los cumpleaños. Siempre hacía todo lo posible para asegurarse de que todos se sintieran especiales en sus cumpleaños, y también le gustaba que pasara lo mismo con el de ella. Si hubiera estado viva, mi marido habría recibido un correo electrónico de su parte recordándole su cumpleaños. Esa mañana no llegó ningún correo.

Una de las luchas más difíciles para mi marido era la falta de sentido y lo repentino de la muerte. «Tu madre está en un lugar mejor con Jesús», murmuraba la gente. Palabras que no traían consuelo, sino ira y confusión. Pero ¿por qué? ¿Por qué ocurrió? ¿Por qué de este modo, sin una despedida ni un gran significado?

Esa era la expresión de fe de mi marido: él peleaba no solo con el duelo, sino con Dios mismo. No podía realizar su devocional diario acostumbrado. Todo lo que podía hacer era poner música de alabanza y escuchar palabras de alabanza y alegría para las que no tenía fuerza ni corazón para cantar él mismo.

En los meses que siguieron a la muerte de su madre, vi evolucionar la fe de mi marido. Su fe ya no es tan entusiasta ni tan segura como antes. Ahora es más simple, tranquila y humilde, pero, de muchas maneras, mucho más auténtica. Vi una expresión de fe similar en las historias de algunos refugiados. Una refugiada me contó que solía orar fervientemente en voz alta para que Dios detuviera la guerra. Había creído que la guerra se detendría en una semana o dos, pero cuando las semanas se convirtieron en meses y aumentó el número de cadáveres, su oración cambió. Ahora carga con las heridas de todo el dolor, y su tono y expectativas no son los mismos. Y, no obstante, sigue orando. Al igual que Daniell, al igual que mi marido, ella ora, aunque sea de manera corta y sencilla, porque Él está escuchando.

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Durante mi último día en Polonia, visité el almacén de una iglesia en Varsovia que enviaba provisiones a las zonas de guerra de Ucrania. Fue un día tenso. Los rusos acababan de bombardear un importante puente hacia Cherníhiv, bloqueando el único paso a través del río. Mientras tanto, ellos tenían ocho camiones, cada uno de ellos lleno con cerca de 40 000 dólares de provisiones de emergencia, varados en una orilla del río. El equipo del almacén decidió construir balsas con 50 barriles que serían suficientemente robustas como para transportar a 160 refugiados y varias toneladas de comida hasta el otro lado del río.

Los voluntarios seguían discutiendo sobre esto cuando un misionero ucraniano de pelo blanco señaló a mi panza de siete meses de embarazo con una sonrisa: «¿Niño o niña?». Sonrió y después preguntó: «¿Podemos orar por ti y por el bebé? Nos encantaría orar. Es muy importante orar por una nueva vida».

Me tomó desprevenida. No esperaba que un ocupado grupo de ucranianos, asediados por el estrés y la logística de la guerra, detuvieran su día para orar por una extraña estadounidense. El misionero reunió a todo el mundo inmediatamente a su alrededor e hicieron un círculo, colocando sus manos sobre mis hombros, y comenzaron a orar al unísono en ucraniano, con voces en alto, manos alzadas y puños al aire. No tenía ni idea de lo que estaban diciendo, pero entendí sus corazones, y me empapé de todo ello: hermosas palabras de fe en una lengua extranjera, palabras de bendición, de amor y alegría por una nueva vida que hacían colisión con la presencia de la muerte y el duelo.

Me costó toda mi fuerza de voluntad no estallar en lágrimas. No había tenido mucho espacio mental y emocional para permanecer en silencio y orar. No me había dado cuenta de cuánto necesitaba esto: una expresión de fe declarada por otra persona sobre mí, para mí, a mí.

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En el vuelo de regreso a Los Ángeles, sentí como si se hubiera roto un dique. Me había marchado con el corazón atribulado, pero ahora iba de regreso con el corazón lleno. Lo que había presenciado eran diversas expresiones de fe en el cuerpo de Cristo; cada una de ellas era rica, poderosa y viva a su propio modo, pero al entretejerse, retrataban la imagen de Cristo en toda su gloria y belleza. Y ahora, contemplando la gloria del Señor, ¿qué otra respuesta podía tener salvo ponerme a llorar?

Así que lo hice. En mi asiento de avión, oré: «Oh, Señor, tú eres bueno». Un lloro, y una alabanza. Y, en mi vientre, el bebé bailó. Se movió, se meneó, dio saltos y volteretas: su propia expresión de fe, supongo.

Sophia Lee es redactora global en Christianity Today.

Traducción por Noa Alarcón.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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