En mi autobiografía, Where the Light Fell, cuento la historia de mi hermano mayor, a cuya sombra crecí. Marshall fue bendecido con un cociente intelectual que excedía todas las tablas de medición, y unas capacidades musicales insólitas, que incluían un oído absoluto y una memoria auditiva que le permitían tocar cualquier música que hubiera escuchado.

Todo cambió en 2009, cuando un infarto cortó el flujo de sangre a su cerebro. Un día estaba jugando golf; dos días después yacía en una sala de cuidados intensivos, en coma.

Una cirugía cerebral poco común fue lo único que pudo salvar la vida de Marshall, y así comenzó su nueva identidad como persona discapacitada. Como si hubiera tenido que repetir su infancia, le llevó un año aprender a caminar y varios años poder hablar usando frases más largas que unas cuantas palabras. Se esforzó mucho, teniendo que lidiar con un brazo derecho inútil y una condición del habla llamada afasia. Ahora lleva con orgullo una camiseta que dice: «Afasia: Sé lo que quiero decir, pero no puedo decirlo».

De mi hermano aprendí los desafíos de la discapacidad. La irritación de ser incapaz de expresar las palabras. La falta de dignidad de necesitar ayuda con actividades como darse una ducha y vestirse. La paranoia de saber que hay amigos tomando decisiones sobre él a sus espaldas.

En público, los extraños desvían la mirada, como si él no existiera. Solo los niños son directos. «Mamá, ¿qué le pasa a ese hombre?», dicen antes de que les chisten para que se callen; los más atrevidos se acercan a su silla de ruedas a preguntarle directamente: «¿No puedes caminar?».

La frustración llegó a ser tan grande que Marshall investigó cuántas pastillas de Valium y Ambien tenía que tomar para suicidarse, y después se las tragó con casi un litro de whisky. Gracias a Dios, su intento de suicidio fracasó, y terminó en un psiquiátrico. Desde entonces y con la ayuda de muchas horas de terapia, ha ido poco a poco rehaciendo su vida, y ahora se las arregla para vivir solo y conducir un coche adaptado.

Hace un año, mientras esquiaba en Colorado, le di instrucciones precisas a mi piernas para que giraran cuesta abajo, pero me desobedecieron. Choqué contra un árbol, rompí una de mis botas y el esquí, y me lastimé la pantorrilla izquierda. Fue extraño. Mi cerebro había dado órdenes, y las piernas sencillamente lo ignoraron.

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Durante los siguientes meses aparecieron otros síntomas. Mi forma de caminar y mi postura cambiaron. Mi escritura, que ya era pequeña, se hizo incluso más diminuta y descuidada. Algunas noches tenía leves alucinaciones mientras dormía. Cometía más errores cuando mecanografiaba en un teclado. Mi penoso juego de golf se volvió aún peor. Le mencioné una posibilidad a mi médico de cabecera, quien me respondió: «Estás muy sano, Philip. No puedes tener la enfermedad de Parkinson». (Consigan siempre una segunda opinión).

Para cuando llegó el otoño de 2022, vivía como en un túnel del tiempo. Tareas simples como abotonarme una camisa me llevaban el doble de lo habitual. Me sentía como si un alienígena que se movía en cámara lenta y sin coordinación hubiera invadido mi cuerpo. Cuando otras personas comenzaron a darse cuenta, supe que tenía que hacerme un chequeo médico.

En la red de mi seguro médico no había neurólogos disponibles en seis meses, así que cambié mi plan de seguro a uno con una red más amplia, y una amiga me ayudó a ingresar a sus instalaciones de última generación, conectadas a una universidad. El mes pasado recibí la confirmación de un diagnóstico de Parkinson, una enfermedad degenerativa que interrumpe las conexiones entre el cerebro y los músculos. Comencé un tratamiento de dopamina junto con terapia física.

Cuando comencé a informarles a unos cuantos amigos cercanos, temía que ahora hubiera adquirido una etiqueta nueva: no solo Philip, sino Philip-con-Parkinson. Así sería como la gente me vería, pensaría y hablaría de mí.

Yo quería reiterar: «Sigo siendo la misma persona por dentro, así que, por favor, no me juzguen por cosas externas como la lentitud, los tropiezos y los temblores ocasionales». De hecho, en protesta acuñé una nueva palabra: dislabeled [desetiquetado], en vez de disabeled [discapacitado]. He visto a otra gente juzgar a mi hermano por su bastón, su brazo marchito o su timidez para hablar, sin ser conscientes del ser humano complejo y valiente que existe detrás de la pantalla de estos elementos externos.

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Entonces, menos de una semana después de mi diagnóstico, la realidad se abrió paso a la fuerza. Como queriendo demostrar que nada había cambiado en realidad, decidí intentar jugar el nuevo deporte de pickleball, una especie de mezcla entre tenis y ping-pong. A los cinco minutos me agaché a por una pelota, tropecé y me caí hacia delante. El reflejo para parar mi caída llegó muy tarde y aterricé de cara contra el suelo.

Tras ocho horas de espera en una sala de urgencias llena de gente, me di cuenta de que no podía negar que me había unido al heterogéneo montón de personas heridas y discapacitadas que visitan un lugar así un miércoles por la noche. Después de todo, no estoy desetiquetado.

De aquí en adelante haré algunos cambios. Nada de saltar de peña en peña en alguna de las montañas de más de cuatro mil metros de altura de Colorado. Nada de carreras kamikazes en bicicleta de montaña. ¿Patinaje sobre hielo? Probablemente no. Y desde luego, ¡no más pickleball!

Como si fuera una vista previa comprimida de la vejez, una discapacidad significa dejar ir cosas habituales que damos por sentadas. Ni siquiera debería subir escaleras sin utilizar un pasamanos, y caminar es el ejercicio más seguro que puedo hacer… siempre y cuando levante los pies y no los arrastre. Así como tuve que ir más despacio cuando caminaba junto a mi hermano, ahora otros deben ir más despacio a mi lado.

Un amigo que escuchó la noticia me envió una referencia del Salmo 71, que comienza con estas palabras: «En ti, Señor, me he refugiado; jamás me dejes quedar en vergüenza».

Aunque el poeta escribió sobre circunstancias muy diferentes —asediado por enemigos humanos en vez de por una enfermedad neurológica— las palabras «jamás me dejes quedar en vergüenza» me impactaron. Otros salmos (como el 25, el 31 y el 34) repiten también esa extraña frase.

A la discapacidad parece acompañarla cierta medida de vergüenza. Hay una vergüenza innata en incomodar a otros por algo que no es ni tu culpa ni tu deseo. Y también cierta vergüenza en que algunos amigos bienintencionados reaccionen de forma exagerada: algunos te tratarán como si fueras una antigüedad endeble y terminarán tus frases cuando te detengas un segundo para pensar una palabra.

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Aunque sigo experimentando solo síntomas leves, ya puedo anticipar la vergüenza de cómo estos podrán empeorar: babeos, lapsus de memoria, arrastrar las palabras y temblores en las manos. Una señal de alarma: el otro día abrí un boletín de noticias y por error leí «Medicación diaria» en vez de «Meditación diaria».

A veces la vergüenza puede conducir a la acción. Después de mi diagnóstico, seis amigos me escribieron diciendo que habían observado algo raro en mí, pero no lo habían mencionado. Solo dos se arriesgaron a ser tan sinceros como un niño. Mientras cenábamos en un restaurante, uno de ellos dijo: «¿Te estás volviendo lento, Philip?», con lo que se ganó una mirada de reproche de mi esposa. Otro, más abierto, me preguntó: «¿Por qué caminas como un viejo decrépito?». Estos dos comentarios me animaron a intensificar mi búsqueda de un neurólogo.

«No me rechaces cuando llegue a viejo; no me abandones cuando me falten las fuerzas», añade el Salmo 71. Esa oración expresa la súplica silenciosa de todas las personas con discapacidad; un grupo que ahora me incluye a mí. Los CDC (Centros para el Control y la Prevención de Enfermedades, por sus siglas en inglés) calculan que el 26 por ciento de la población de los Estados Unidos califica como discapacitada. Ahora que me he unido a ellos, intento pasar por alto los factores externos —como hago instintivamente con mi hermano— y mirar a la persona que hay dentro.

En el primer mes de reconocimiento de mi discapacidad me he vuelto mucho más consciente de mí mismo, algo que puede ser bueno o malo. Tengo que prestar más atención a mi cuerpo y a mi estado de ánimo, sobre todo mientras me adapto a la medicación y descubro mis limitaciones físicas. Necesito encontrar una rutina de ejercicio que sea segura y desafiante. Sin embargo, no quiero obsesionarme con una parte de mi vida ni dejar que la enfermedad me defina.

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Hace poco, la revista Time publicó un ensayo de un activista discapacitado que escribió un libro sobre «el orgullo de la discapacidad». Una nueva generación que se expresa abiertamente lleva la etiqueta de discapacitado como una medalla de honor. Algunos miembros de la comunidad sorda, por ejemplo, desprecian los eufemismos como «personas con problemas de audición» y se niegan a recibir procedimientos médicos que puedan restaurar su oído.

Por el contrario, yo admito que me encantaría que el Parkinson desapareciera mágicamente de mi vida. Montaría una hoguera de pastillas, cancelaría el pedido del bastón y desempolvaría mi equipamiento para escalada. Sin embargo, no tengo esa opción —y quizá los activistas de la discapacidad solamente se estén centrando en aceptar la realidad de que algunas cosas no se pueden cambiar—.

Aunque todavía me rechina el raro eufemismo de «personas con capacidades diferentes», ahora lo entiendo mejor. La frase apunta al hecho de que la vida es patentemente injusta y que las personas no son iguales en sus capacidades. Mi hermano una vez fue capaz de tocar conciertos de piano mientras yo seguía batallando para dominar las escalas. Comparados con Tom Brady o Venus Williams, todos somos discapacitados atléticamente. Y aunque puede que el Parkinson elimine parte de mis actividades físicas favoritas, puedo disfrutar de otras que quizá un tetrapléjico envidiaría.

No hay dos seres humanos que tengan las mismas capacidades, la misma inteligencia, apariencia y trasfondo familiar. Podemos responder a esa desigualdad con resentimiento, o de algún modo aprender a abrazar los dones y «discapacidades» únicas para nosotros.

En mi carrera de escritor he entrevistado a presidentes de Estados Unidos, estrellas de rock, atletas profesionales, actores y otras celebridades. También he escrito perfiles sobre pacientes de lepra en India, pastores encarcelados por su fe en China, mujeres rescatadas del tráfico sexual, padres de niños con raros trastornos genéticos, y a muchos que sufren de enfermedades mucho más debilitantes que el Parkinson.

Al reflexionar sobre los dos grupos, esto es lo que destaca: con algunas excepciones, aquellos que viven con dolor y fracaso tienden a ser mejores mayordomos de las circunstancias de su vida que aquellos que viven con éxito y placer. El dolor redimido me impresiona mucho más que el dolor eliminado.

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Este último giro en mi vida implica una enfermedad que podría resultar incapacitante, o tal vez una mera inconveniencia; el Parkinson tiene un amplio espectro de manifestaciones. ¿Cómo debería prepararme?

Tuve el privilegio de conocer a Michael Gerson, columnista del Washington Post y redactor de discursos de la Casa Blanca, quien vivió con Parkinson durante años antes de sucumbir al cáncer. Un colega dijo de él: «En el punto más alto de su carrera utilizaba su influencia para cuidar de los más vulnerables, encabezando la campaña para enfrentar el SIDA en África. En su peor momento físico, nunca se quejó, sino que se centró en agradecer por la vida que había vivido».

Esa es mi oración. Después de una infancia complicada, he tenido una vida rica, llena, maravillosa, con más placer y plenitud de la que jamás hubiera soñado o merecido. Mi omnicompetente esposa por ya 52 años se toma mi salud y mi bienestar como un desafío personal.

Hace dieciséis años, cuando yacía en una camilla rígida con el cuello roto después de un accidente de tráfico, Janet condujo durante una tormenta de nieve para rescatarme. Ella ya estaba rediseñando mentalmente nuestra casa en caso de que necesitara prepararla para vivir con un paralítico. Ella muestra esa misma lealtad fiera y generosa ahora, incluso cuando se enfrenta a la posibilidad del demandante papel de cuidadora.

Mi futuro está lleno de interrogaciones, y no estoy ansioso sin razón. Tengo unos cuidados médicos excelentes y el apoyo de mis amigos. Confío en un Dios bueno y amoroso que a menudo elige revelar esas cualidades suyas a través de sus seguidores en la tierra.

He escrito muchas palabras sobre el sufrimiento y ahora he sido llamado a ponerlas en práctica. Deseo ser un mayordomo fiel en este último capítulo.

Philip Yancey es autor de muchos libros, que incluyen el más reciente, su autobiografía Where the Light Fell.

Traducción por Noa Alarcón.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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