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Sin duda, uno de los momentos más dramáticos del Génesis tiene lugar cuando Abraham extiende su mano para tomar el cuchillo, dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac en obediencia al Señor (Génesis 22:10). Considerando las costumbres de la época con respecto a los sacrificios, tal vez a Abraham no le pareció tan descabellada la petición del Señor. Con excepción, claro, de que el Señor le había prometido que por medio de ese hijo, multiplicaría su «descendencia como las estrellas del cielo» (21:12; 26:4, NBLA).

Sin embargo, de acuerdo con Hebreos 11:19, Abraham obedeció a Dios puesto que «… consideró que Dios era poderoso para levantar aun de entre los muertos…». Y como sabemos, el Señor no dejó que Abraham dañara a Isaac, sino que proveyó un carnero para el sacrificio (Génesis 22:12-13). Y tras esta muestra de reverencia y temor a Dios, el Señor prometió bendecirlo al punto de que también todas las naciones serían bendecidas por medio de su descendencia (v.18).

Este pasaje marca un contraste radical frente a la práctica de las otras naciones de la época de Abraham (y posteriores, que sí sacrificaban a sus hijos a dioses paganos). Incluso los israelitas llegaron a hacerlo en total desobediencia a Dios (2 Reyes 16:3).

En la actualidad, nos resulta casi imposible identificarnos con este suceso en las vidas de Abraham e Isaac. Nos parece impensable la idea de ofrecer a nuestros hijos en sacrificio físico y vivo delante de Dios; mucho menos sacrificarlos a dioses paganos.

Pero, ¿es verdad que los días de ofrecer a nuestros hijos en sacrificio están tan lejos de nosotros? ¿O es posible que tal vez no nos hemos dado cuenta de cuáles son los ídolos y dioses que hemos levantado en nuestros días? ¿Cómo se vería ofrecerle nuestros hijos a Dios en el siglo XXI?

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Un ídolo moderno

Hace varios años, mi esposo y yo nos mudamos a Estados Unidos para estudiar posgrados y durante ese tiempo tuvimos a nuestro único hijo. Desde que estaba en el vientre, la planeación de su educación se volvió una prioridad tanto para mí como para mi esposo. En particular, yo quería que él tuviera las oportunidades que yo no tuve durante mis años de formación.

Al ingresar a mi programa de posgrado en Estados Unidos, muy pronto noté que tenía notables desventajas en comparación con mis compañeros. Yo había crecido en México como hija de una madre soltera que no tuvo la oportunidad de asistir a la universidad y tuvo que esforzarse mucho para asegurar que yo completara mi educación. Yo no tuve la oportunidad de aprender música y artes como muchos de mis compañeros, y muchas veces me sentí fuera de lugar al no poder participar de sus conversaciones. Ellos habían tenido experiencias que habían ampliado sus conocimientos en ámbitos de la cultura a los que yo nunca tuve acceso.

Por este motivo, decidí no permitir que mi hijo pasara por una experiencia similar. Sentía que era mi responsabilidad brindarle las oportunidades educativas y culturales que yo no tuve. Por eso, cuando tenía apenas cuatro años, nuestro hijo ya estudiaba violín en las clases para niños de la universidad, y yo planeaba sus veranos con clases y actividades de arte, deportes, ciencia y tecnología.

Tal vez es importante aclarar que mi esposo y yo nos considerábamos seguidores de Cristo desde hacía varios años, y en este punto en nuestra historia asistíamos a una megaiglesia evangélica donde mi esposo servía como intérprete y yo daba clases a los niños.

Nos llamábamos cristianos y estábamos involucrados activamente en la vida de la iglesia. Sin embargo, seguíamos amando lo que la Biblia llama «el mundo»: su perspectiva, sus valores, y evidentemente, sus ídolos.

Sin saberlo, estábamos dispuestos a llevar a nuestro hijo al altar del mundo y entregarlo delante de otro dios: la educación encaminada a conseguir el éxito y un mejor estatus social.

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El mundo según las Escrituras

En el Nuevo Testamento, el apóstol Juan advierte a los cristianos que «no amen al mundo ni las cosas que están en el mundo» (1 Juan 2:15). Y Juan divide en tres partes aquello a lo que se refiere cuando habla del mundo: «los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida» (v. 16, RVR60).

Para expresar el significado de «vanagloria» otras traducciones de la Biblia usan las palabras ostentación, soberbia o arrogancia. El punto que Juan desea transmitir es que todo aquello que es atractivo para la carne, toda codicia que nace de la vista, y toda cosa deseable que nos lleva a vanagloriarnos una vez que la hemos obtenido, es del mundo. Y lo que pone a prueba que algo sea o no del mundo es si es contrario a los deseos del Espíritu de Dios (Gálatas 5:16-17).

Los seguidores de Cristo somos, por definición, aquellos que hemos sido transformados por el Espíritu de Dios para buscar por sobre todas las cosas el Reino de Dios. Aunque nacimos en el mundo y por naturaleza perseguíamos los deseos de la carne, los cristianos hemos encontrado algo cuyo valor es infinitamente superior a todo lo que el mundo y los placeres de la carne nos puedan ofrecer. Somos quienes encontramos «una perla de gran valor» y estuvimos dispuestos a dejar todo atrás, a «vender todo lo que teníamos» con tal de comprarla (Mateo 13:46, NBLA).

Juan sugiere que podemos determinar incluso nuestra propia salvación tomando como referencia si buscamos las cosas del mundo o las cosas de Dios. «Si alguien ama al mundo, el amor del Padre no está en él» (1 Juan 2:15). Según este argumento, el amor del mundo repele el amor del Padre y viceversa; es decir, no pueden coexistir.

Un pie en el mundo, un pie en el Reino

La tentación de mantener un pie en el mundo suele ser sobrecogedora. Nos decimos a nosotros mismos que es necesario adaptarnos al marco de referencia de los valores del mundo, aunque sea parcialmente. Muchas veces nos parece lógico enseñar a nuestros hijos que el objetivo de sus años de formación es prepararse para que cuando sean adultos puedan intercambiar su trabajo por la mayor suma de dinero posible, y conseguir llegar más allá que los demás en la carrera por el éxito. Pero al hacer esto, ¿no los estamos preparando para el altar del mundo?

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Del mismo modo, pocos padres crían a sus hijos enseñándoles a contentarse con tener comida y ropa para cubrirse. De acuerdo con los valores de nuestra sociedad occidental, al enseñarle esto a nuestros hijos los estaríamos preparando para la mediocridad. Sin embargo, esto es justamente lo que enseña el Nuevo Testamento (1 Timoteo 6:8-9).

Si somos honestos, todos los padres cristianos batallamos en este aspecto. Nuestro instinto y deseo natural es hacer todo lo que esté en nuestro poder para garantizar el bienestar de nuestros hijos.

Pero con gran frecuencia, queremos tener el control sobre el futuro de nuestros hijos en lugar de confiar y depender de Dios. Y como sabemos, siempre que hagamos las cosas conforme a nuestro propio entendimiento, las cosas no saldrán bien. «Hay camino que al hombre le parece derecho, pero al final es camino de muerte» (Proverbios 16:25).

Si criamos a nuestros hijos diciéndoles que deben buscar más educación, dinero y estatus a fin de garantizar un mejor futuro, los estamos impulsando en el camino del mundo. Y Dios no puede ser burlado: «… todo lo que el hombre siembre, eso también segará» (Gálatas 6:7).

Es común escuchar a padres cristianos decir que envían a sus hijos a la escuela no solo a aprender, sino también a ser la luz y la sal, pero si no nos detenemos a analizar nuestras motivaciones, bien podríamos buscar la educación de nuestros hijos con la misma motivación de los padres no creyentes.

Según una investigación de Barna, entre 2011 y 2018 «el porcentaje de jóvenes adultos que abandonan la iglesia ha aumentado del 59 % al 64 %. Casi dos tercios de los jóvenes estadounidenses de 18 a 29 años que crecieron en la iglesia dicen a Barna que han dejado de participar en la iglesia como adultos después de haber sido activos de niños o adolescentes».

Cuando los padres cristianos vemos a los hijos que creímos haber criado dentro de la iglesia apartarse de la fe al llegar a la adultez, ¿es posible que sea en parte porque en realidad los estábamos formando de acuerdo a los valores del mundo?

Examinando nuestras motivaciones

En este punto es importante aclarar que aunque el enfoque que ve a la educación como un medio para conseguir el éxito es, sin duda, parte de las trampas de este mundo, eso no significa que la educación en sí sea necesariamente del mundo. Dios nos dio la capacidad de aprender y muchos han argumentado bíblicamente el valor de la educación.

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Más bien, lo que debemos examinar son nuestras motivaciones. Dios ve nuestros corazones (1 Samuel 16:7). Debemos preguntarnos: ¿Por qué quiero que mi hijo reciba la mejor educación posible? ¿Por qué quiero que mi hijo o hija pertenezca a un club deportivo? La diferencia entre una respuesta que glorifique a Dios o una respuesta que glorifique al mundo determinará si amamos a Dios por sobre todas las cosas.

¿Deseo que mi hijo practique un deporte para que alcance un mejor estatus social o para que glorifique a Dios en su cuerpo haciendo ejercicio? ¿Quiero que toque un instrumento musical para que alabe al Señor, o simplemente porque los niños «bien educados» saben tocar música? ¿Deseo que obtenga un buen trabajo para que use sus conocimientos y habilidades para el reino de Dios, o simplemente para que tenga una vida de abundancia y un buen nivel socioeconómico?

Un sacrificio vivo

¿Cómo se vería, entonces, ofrecer nuestros hijos a Dios en nuestros días? Haremos bien en comenzar por imitar el ejemplo de Abraham: escuchar la instrucción de Dios y obedecer aun cuando el llamado de Dios parezca ir en contra de la promesa de éxito.

Así como Abraham, debemos creer que Dios cumplirá sus promesas sin importar nuestras circunstancias, pues el éxito está asegurado para los que aman a Dios (Romanos 8:28). Ofrecer nuestros hijos a Dios es aceptar soltar las riendas y darle el espacio a Dios para que Él cumpla su promesa de éxito. Sin embargo, debemos recordar que la prosperidad y el éxito que Dios promete siempre vendrá en los términos de Dios y no de acuerdo a interpretaciones mundanas de estos conceptos.

Nuestro hijo ahora tiene trece años, y durante los últimos años hemos caminado de la mano del Señor, aprendiendo paso a paso a vivir una vida más sencilla y de contentamiento con la provisión de Dios. También hemos aprendido a orar que la voluntad de Dios se cumpla en su vida, y no la nuestra.

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Finalmente, nuestro llamado como pueblo redimido por Dios es buscar su gloria en todo momento (1 Corintios 10:31). El objetivo de los hijos de Dios es agradarle y servirle a Él — no hacer nada por vanagloria (Filipenses 2:3) o como para los hombres sino para Dios (Colosenses 3:23)—.

Pidamos perdón a Dios si en ignorancia hemos enseñado a nuestros hijos a adorar a los ídolos y valores del mundo en lugar de ser sacrificios vivos para Dios. Descansemos en las promesas de Dios, pues la Palabra dice: «… mi Dios proveerá a todas sus necesidades, conforme a sus riquezas en gloria en Cristo Jesús» (Filipenses 4:19).

Rebeca Martínez Gómez es originaria de Guadalajara, México, y es doctora en Lingüística por la Universidad de Nuevo México. Vive con su esposo e hijo en Albuquerque, donde el Señor los llamó a evangelizar y plantar una iglesia.

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