Varios amigos nos ayudaron a mi esposa Catherine y a mí a mudarnos a nuestro primer apartamento, para el que había que bajar y subir dos escaleras estrechas. Hubo tres objetos que fueron casi imposibles de pasar por esas escaleras: una vieja y frágil cajonera que mi esposa había heredado de su abuela, un somier de tamaño queen y un sofá cama incomprensiblemente pesado.

Bautizamos aquellos tres objetos como el calvario de la delicadeza, el calvario de la dimensión y el calvario de la fuerza. Aunque hayan pasado veinte años, todavía podemos recordar aquellas pruebas; a los amigos que con ánimo las enfrentaron a nuestro lado con sudor y algunas malas palabras en un caluroso día de junio; y la sensación de alivio cuando por fin superamos cada prueba.

Algunos años después, llegó el momento de mudarnos de nuevo cuando mi esposa consiguió el trabajo que tiene actualmente. En esta ocasión, la universidad que la contrató cubrió los gastos de la mudanza.

Los profesionales de mudanzas experimentaron en nuestro lugar las mismas pruebas que nuestros amigos habían pasado años atrás —sudando y posiblemente también con malas palabras—, pero, para ser honesto, no puedo recordar cómo se llamaban, ni cómo eran sus caras. Les pagaron bien para hacer un buen trabajo. Y una vez que lo hicieron, se marcharon.

Este es el poder del dinero: nos permite hacer que se hagan las cosas, a menudo por medio de otras personas, sin los lazos de la amistad.

Cuanto más tiempo pasamos en el mundo creado por el dinero, más nos hacemos a su imagen.

Hasta el día de hoy, estoy en deuda con mis amigos por una mudanza que tuvo lugar a principios de nuestro matrimonio; les debo, al menos, mi afecto y agradecimiento. De hecho, ya estaba en deuda con ellos antes de la mudanza. Ser amigo de alguien es estar entrelazado con esa persona de una manera imprecisa, pero también permanente.

Sin embargo, nuestra relación con los transportistas profesionales fue diferente. Comenzó y terminó con una forma moderna de magia: una transacción que, sin el menor esfuerzo real de nuestra parte, transportó todas nuestras posesiones desde Boston hasta Filadelfia y las colocó, sin daños, en nuestro nuevo hogar. En cuanto los transportistas colocaron la última caja en nuestra sala y se marcharon, nuestra dependencia de ellos llegó a su fin.

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La experiencia no tuvo ningún peso relacional, no impuso ninguna carga y no dejó rastros. Esto realza lo más peculiar que el dinero nos permite obtener, así como su promesa más seductora: abundancia sin dependencia.

El dinero ha contribuido, genuinamente, al florecimiento humano. Ha facilitado el extraordinario intercambio de valores desbloqueado por la revolución industrial y la revolución informática. Un trabajo bien hecho y bien pagado —como creo que fue el caso de los hombres que nos ayudaron en nuestra mudanza— contribuye a la dignidad humana y al bien común.

Pero el dinero no nos ha ayudado a prosperar como personas de la manera que más importa. Opera en una esfera en la que las complejidades del corazón, el alma, la mente y la fuerza, diseñadas para el amor, sencillamente no son relevantes. Está diseñado para un mundo en el que no necesitamos amor, ni siquiera entablar relaciones, para conseguir lo que deseamos. Cuanto más tiempo pasamos en el mundo creado por el dinero, más nos hacemos a su imagen.

Image: Ilustración por Michael Hirshon

Existe un nombre para este sistema global, es decir, el sistema que da y recibe poder de la magia tecnológica de la que todos hacemos uso, hasta cierto punto, en el día a día. Es un nombre antiguo, y he llegado a creer que se entiende mejor como un nombre propio, es decir, no solo como un nombre genérico, sino como el nombre de una persona.

Su nombre es Mammón.

Nos encontramos con este nombre en una de las declaraciones más crudas e inquietantes de Jesús, registrada de este modo en la versión de la Reina Valera Antigua: «No podéis servir á Dios y á Mammón» (Mateo 6:24). Cuando habló del peligro de los tesoros terrenales en el sermón del monte, Jesús describió a Mammón como el rival de Dios, un señor alternativo.

Mammón es una palabra de origen arameo, y los apóstoles que preservaron las enseñanzas de Jesús normalmente tradujeron del arameo al griego que sus lectores conocían mejor. Podrían haber hecho lo mismo con Mammón, y utilizar en su lugar palabras referidas al dinero o incluso a la riqueza, que tienen muy pocas connotaciones negativas. Sin embargo, ellos dejaron esta palabra aramea sin traducir, sugiriendo que tiene una importancia particular.

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Durante los primeros siglos de la iglesia cristiana, los maestros y los obispos llegaron a la conclusión de que, al utilizar el nombre «Mammón», Jesús tenía en mente no solo un concepto, sino un poder demoníaco. Para Jesús, el dinero no era una herramienta neutral, sino algo que podía controlar a una persona tan completamente como el Dios verdadero. Mammón no es solo dinero, sino el ímpetu contrario a Dios que encuentra su poder en el dinero.

Y cuanto más comprendemos el poder distorsionador de Mammón en la historia humana, más parece que toma una voluntad propia. Un título como What Technology Wants [Lo que la tecnología quiere], del libro de 2010 de Kevin Kelly, puede sonar como una exageración retórica; pero un libro llamado Lo que Mammón quiere sería enorme y aterradoramente plausible.

Precisamente porque Mammón sí quiere algo, y lo quiere mucho. Al fin y al cabo, Mammón no es solo una cosa, ni siquiera un sistema, sino que es una voluntad que opera en la historia. Y lo que quiere, sobre todas las cosas, es separar el poder de las relaciones, la abundancia de la dependencia y el ser de la persona.

Por esta razón, la tecnología, adoptada con tanto entusiasmo por su potencial para el florecimiento humano, muy a menudo parece estar descontrolándose de manera extraña. Como señala el teólogo cristiano Craig Gay en su libro Modern Technology and the Human Future [La tecnología moderna y el futuro de la humanidad], la tecnología no existe en primer lugar —y nunca lo hizo— para servirnos o apoyar «la existencia humana corpórea habitual».

En cambio, argumenta Gay, siempre se ha desarrollado para impulsar, antes que nada, la generación de ganancias económicas: ya sea que eso contribuya a un florecimiento real y personal o no. Esta es una cuestión sutil, pero también importante. En muchos casos, la tecnología sí produce cosas buenas que benefician nuestras vidas. Los hospitales utilizan bombas de infusión automatizadas para administrar dosis precisas de medicamentos con una temporalidad precisa, lo cual releva a los seres humanos de una tarea que resultaría difícil de sostener incluso para los enfermeros más dedicados. Cuando esos beneficios para los seres humanos se alinean con el beneficio económico, se convierte en lo que la tecnología «quiere» o busca.

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Pero la tecnología también «quiere» cosas que no confieren beneficios netos a ningún otro ser humano más que a los propietarios de dichas compañías tecnológicas. La compañía de seguros que paga las bombas de infusión también puede recabar datos médicos que, separados tanto del contexto como de la responsabilidad humana, le permitirán tomar decisiones más rentables acerca de qué enfermedades —y quizá eventualmente a qué individuos— le negará un plan de seguro.

Aunque estos impulsos son frenados hasta cierto punto por las normas y regulaciones, no hay duda de que, si no fuera por ellas, las compañías que desarrollan tecnología también «querrían» este resultado.

A veces los resultados están mezclados. Puede ser que los seres humanos se beneficien, por ejemplo, de tener acceso a cantidades ilimitadas de música grabada de todo el mundo y de toda la historia de la música registrada. Por supuesto, la tecnología lo proporciona con gusto: con un beneficio económico para los propietarios de los servicios de streaming, aunque no de un modo que sostenga a más que a un puñado de músicos humanos reales.

Sin embargo, los seres humanos también se benefician enormemente de hacer música, algo que requiere una intensa instrucción comunitaria, atención personal, y años de práctica y preparación. Esto, por supuesto, es una clase de beneficio que la tecnología no puede proporcionar de manera inmediata —al menos no de forma rentable—, así que la tecnología no lo «quiere» apoyar particularmente.

Así es como llegamos al mundo que habitamos, donde se consume más música que nunca y se crea menos música que nunca —especialmente, música creada por personas comunes y corrientes de maneras económicamente sostenibles—.

Lo que la tecnología quiere en realidad es lo que quiere Mammón: un mundo libre de contexto, de responsabilidad, y un poder libre de dependencia medido en unidades de valor canjeables y almacenables. Y, en última instancia, lo que Mammón quiere es convertir un mundo hecho para personas y gestionado por ellas en un mundo hecho para las cosas y reducido a ellas.

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A la luz de esto, la severa afirmación de Jesús acerca de Dios y Mammón se vuelve más clara. No podemos servir al Dios verdadero y a Mammón, fundamentalmente, porque sus intenciones son opuestas.

Dios desea poner todas las cosas al servicio de las personas y en última instancia producir el florecimiento de la creación a través del florecimiento de las personas. Mammón quiere poner a todo el mundo al servicio de las cosas y conseguir la explotación de toda la creación.

Image: Ilustración por Michael Hirshon

¿Qué clase de espacio necesitamos para prosperar como personas?

Si tú y yo somos seres complejos con corazón, alma, mente y fuerza diseñados para amar, necesitamos un lugar donde podamos poner en práctica nuestras capacidades fundamentales: un lugar donde podamos encauzar nuestras emociones y deseos, ser conocidos en nuestra singular profundidad del ser, contribuir a la comprensión e interpretación del mundo, y aplicar la fuerza y la agilidad de nuestros cuerpos a una obra que valga la pena en los tres planos de la realidad física.

Sobre todo, necesitamos un lugar donde podamos dedicarnos del todo a los demás, donde nos preocupemos por su florecimiento, y nos entreguemos en servicio y sacrificio mutuos que aseguren nuestra identidad, en vez de eliminarla.

El nombre de esta clase de lugar, he llegado a creer, es el hogar.

Esta palabra antigua, ligeramente desfasada, es la mejor que tenemos para algo que era central en la vida del mundo antiguo y que sigue siendo central en muchas culturas de hoy en día. Un hogar es una comunidad de personas que puede ser que tengan cobijo bajo el mismo techo, pero también y más importante aún, buscan resguardo bajo el cuidado y la preocupación de unos por otros. Proveen los unos para los otros, y dependen unos de otros. Mezclan sus ventajas con sus desventajas, sus dones con sus vulnerabilidades, de tal modo que resulta difícil decir dónde termina un miembro y donde comienza otro.

El hogar es la comunidad fundamental de personas. Al estar construido sobre algo más que sobre un simple par aislado, y al abarcar a un grupo de personas de tal modo que todos puedan ser percibidos y vistos de manera profunda, verdadera y constante, el hogar tiene la medida perfecta para el reconocimiento que todos buscamos desde el momento en que nacemos.

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Necesitamos un lugar donde podamos dedicarnos del todo a los demás, donde nos preocupemos por su florecimiento, y nos entreguemos en servicio y sacrificio mutuos.

¿Cómo saber si eres parte de un hogar? Eres parte de uno si hay alguien que sabe dónde estás físicamente hoy, y tiene al menos una idea de cómo se siente estar donde estás. Eres parte de un hogar si alguien se mueve con más cuidado cuando sabe que estás dormido. Eres parte de un hogar si alguien iría a ver si estás bien si un día no despertaras. Eres parte de un hogar si hay gente que sabe cosas de ti que tú no sabes de ti mismo, incluyendo algunas que, de saberlas, tratarías de esconderlas.

Eres parte de un hogar si hay otras personas lo suficientemente cercanas a ti que te ven y te conocen tan bien o incluso mejor de lo que te conoces a ti mismo.

Eres parte de un hogar si experimentas el conflicto que es el compañero inevitable de la cercanía: si alguien pide tanto de ti que a veces imaginas sacar a esa persona de tu vida. Eres parte de un hogar si a veces ansías marcharte, tal vez a un país lejano, para que no te conozcan tan bien.

Eres parte de un hogar si tu regreso de un largo viaje provoca una celebración espontánea. Eres parte de un hogar si, cuando evitas una fiesta debido al enfado, el orgullo, la culpa o la vergüenza, alguien se da cuenta y sale a pedirte que entres.

Esto es lo que necesitamos más que nada: una comunidad de reconocimiento. Aunque siempre debemos insistir en que cada ser humano importa, aunque no sea visto o tratado como tal por los demás, también sabemos que ningún ser humano puede florecer como persona a menos que sea visto y tratado como tal. Y, por eso, el hogar es el primer y el mejor lugar. Necesitamos un lugar donde no podamos escondernos. Necesitamos un lugar en el cual no podamos perdernos.

Gran parte de la tragedia del mundo moderno se reduce al hecho de que la mayoría de nosotros no tenemos un lugar así.

Quizá lo hayamos tenido durante un tiempo. Quizá al final de la calle estaba el hogar de unos amigos o familiares cuya puerta trasera siempre estaba abierta para nosotros cuando éramos niños. O quizá se trate de experiencias de vida aprendidas al compartir con otros un techo durante un servicio militar o en un viaje misionero de corto plazo. O la convivencia por un año o dos con compañeros de piso con quienes la relación iba más allá de simplemente dividir los gastos. Sin embargo, como uno no espera que estos acuerdos se mantengan a largo plazo, al final se disolvieron rápidamente.

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Muchos de nosotros tenemos amigos, pero las amistades que no se unen en torno a una vida hogareña tienden a ser débiles y frágiles en nuestro mundo movedizo, incluso más después de los años de auge del apego que tiene lugar hacia el final de la adolescencia.

Muchos de nosotros tenemos familia, pero la familia también es frágil, y su etapa más crucial —la crianza de los niños desde la infancia hasta la juventud— es temporal en su diseño. Una pareja casada con uno o dos niños en casa es la norma cultural implícita, pero hoy en día describe solamente a una minoría de los hogares identificados por el censo de los Estados Unidos. Y esa pequeña familia apenas es suficientemente grande como para formar verdaderamente la clase de comunidad de personas para la que estamos hechos, incluso antes de que los niños crezcan y se marchen.

Si quisiéramos identificar una sola causa aproximada de la soledad epidémica de nuestro mundo, la respuesta sería la carestía de hogares.

Nada puede eliminar de verdad el hecho de que la mayoría de nosotros vivimos gran parte de nuestra vida sin la comunidad de reconocimiento que más necesitamos. Y debería ser evidente que tener nada más que compañeros de piso —o un cónyuge, o padres, o hijos— no es garantía en absoluto, en el reino de Mammón, de que seremos miembros de comunidades reales de reconocimiento, o de que habrá otra persona que realmente nos conozca.

Image: Ilustración por Michael Hirshon

Si queremos tomar un camino diferente, necesitamos empezar a construir hogares.

Si vives con otras personas, ¿hay momentos del día en que están juntos, tejiendo juntos una vida en donde son vistos y conocidos? ¿Se involucran en actividades que implican el corazón, el alma, la mente y la fuerza? ¿Están creando —y no solo consumiendo juntos— cuando están en la cocina, en la sala de estar, en el garaje, en el patio o en el porche? ¿Hay partes de la vida cotidiana en donde diferentes miembros de la casa contribuyen de maneras que permitan combinar sus dones y necesidades individuales?

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¿O acaso, aunque técnicamente sean una familia, son más como simples compañeros de piso, donde cada uno cocina, limpia y cuida de sí mismo? ¿Hay algún modo en que puedan proveer unos por otros en vez de dar por hecho que cada persona proveerá para sí misma?

En algunos hogares, la respuesta obvia a todas estas preguntas es que sí; pero en otros, estas preguntas pueden impulsar un rediseño importante de los patrones de la vida cotidiana, desde quién lava los platos (y quién lava los platos de quién, y cuántos lavan los platos) hasta si todos los miembros de la casa se sientan juntos para comer o salen a pasear todos los días.

La privacidad que tanto apreciamos está en riesgo constante de convertirse en aislamiento.

Y, entonces, ¿quién necesita ser incluido en estas prácticas hogareñas? ¿Quién necesita que se le invite más? ¿Hay otras personas que tengan la llave de tu casa y una invitación abierta a utilizarla? ¿Podríamos invitar a los miembros de la familia que viven a una distancia cómoda a ser parte de una mayor proximidad, que aunque será más incómoda, también será más propensa al reconocimiento?

Las cuarentenas por el coronavirus, con sus restricciones sobre las escuelas y el cuidado de los niños, condujeron a muchas familias a crear «cápsulas» que incluían a un puñado de padres e hijos. ¿De qué manera podrían ese tipo de relaciones mutuas continuar incluso cuando las cuarentenas hayan cesado?

Plantear estas preguntas, al menos en cuanto a mí y a mi casa, es plantear todo un conjunto de dudas y miedos. ¿En quién confío tanto como para invitarlo a estar tan cerca de mi propia vida, de mi cónyuge y mis hijos? ¿Cómo mantendré la privacidad y una autonomía despreocupada que tanto he llegado a apreciar?

¿Qué riesgos estaré añadiendo a mi vida si invito a personas a estar más cerca, o si me vuelvo dependiente de los demás en vez de intercambiar pagos por servicios que no crean lazos formales?

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Sin embargo, la verdad es que solo al insistir y superar estas preguntas llegaremos alguna vez a crecer para tener a personas en quienes podamos confiar más allá de nuestros diminutos círculos internos.

La privacidad que tanto apreciamos está en riesgo constante de convertirse en aislamiento. Incluso unos cuantos sucesos adversos en nuestro matrimonio o nuestra salud, sin nombrar el avance de los años y la edad, podría convertir nuestra independencia actual en una soledad terminal.

Construir esta clase de hogares requiere todo lo contrario a un arreglo rápido. Es un trabajo lento, humilde y paciente. Y estos hogares producen lo contrario a Mammón, con su promesa fraudulenta de abundancia sin dependencia.

Por el contrario, estos hogares crean, a través de una dependencia mutua, la clase de abundancia que no se puede contabilizar o descartar, y que no puede ser carcomida por el óxido ni robada por ladrones.

Andy Crouch es socio de teología y cultura en Praxis. Este artículo está adaptado de The Life We’re Looking For: Reclaiming Relationship in a Technological World. Copyright © 2022 por Convergent Books. Usado con permiso.

Traducción por Noa Alarcón.

Edición en español por Sofía Castillo y Livia Giselle Seidel.

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