A los cristianos pentecostales y carismáticos les encanta el tema de la abundancia divina. Me imagino que a todos los cristianos les gusta, pero mi tradición tiende a acentuarlo. Nos encanta hablar de la abundancia de Dios, del desbordamiento del Espíritu y de las extravagantes riquezas de Cristo. Es más probable que llamemos a nuestras iglesias «Vida Abundante» que «Iglesia Bíblica de la Ciudad». Nuestras canciones y oraciones reflejan una confianza en que Dios superará con creces nuestras expectativas.

Si se observa a la distancia, esta convicción puede ser malinterpretada. Muchos la asocian con un interés malsano por el dinero. Y en el peor de los casos, el lenguaje de la plenitud y la abundancia puede ser —y ha sido— distorsionado para prometer comodidad material a aquellos que tienen suficiente fe, lo declaran con suficiente poder o dan lo suficiente.

Pero no debemos tirar al niño junto con el agua de la bañera. En el mejor de los casos, la celebración de la abundancia divina simplemente refleja el énfasis que encontramos en las Escrituras: el jardín lleno de frutos, la tierra de la que mana leche y miel, el templo engalanado con oro y púrpura, o el poderoso río cristalino que cae en cascada desde el trono de Dios, trayendo sanación y fecundidad por donde pasa.

En particular, la abundancia divina refleja el énfasis del Evangelio de Juan. La mayoría estamos familiarizados con Juan 10:10, donde Jesús declara: «... yo he venido para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (NVI). No se trata de un comentario incidental o aislado. Aparece a mitad del Evangelio, entre dos afirmaciones en las que Jesús declara: «Yo Soy»: «Yo soy la puerta» (v. 9) y «Yo soy el buen pastor» (v. 11). Jesús se presenta como una puerta de salvación y como un pastor que da la vida por su rebaño, y entre estas imágenes surge el contraste clave entre su ministerio y el de los «ladrones y bandidos» que le precedieron (v. 8). Ellos vinieron a tomar; Él viene a dar. Ellos buscaban la destrucción; Él busca la abundancia.

Al llegar a este punto, Juan ha venido construyendo esta afirmación durante mucho tiempo. En el capítulo 1, describe el ministerio de Cristo como una efusión de plenitud divina: «De su plenitud todos hemos recibido gracia sobre gracia» (v. 16). En el capítulo 2, visitamos una boda en la que Jesús produce una cantidad inmensa de vino excepcional. En el capítulo 6, hace lo mismo con el pan, produciendo tanto que todo el mundo está satisfecho, e incluso hay doce cestas llenas de lo que había sobrado.

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Las señales que Jesús realiza son repetidamente expansivas, excesivas e innecesariamente generosas. Sana a personas paralizadas durante 38 años (5:1-9), ciegas de nacimiento (9:1-7) o muertas durante cuatro días (11:38-44). Los discípulos sacan de las profundidades más de 150 peces; peces que fueron contados e incluso algunos asados (21:11). Estos son solo un pequeño fragmento de las prodigiosas obras vivificantes que realizó Jesús: Juan dice que si los hubieran escrito todos, ni todos los libros del mundo podrían contenerlos (21:25).

Los diálogos en el Evangelio de Juan cuentan la misma historia. Aprendemos que Jesús «comunica el mensaje divino», pues Dios mismo «le da el Espíritu sin restricción» (3:34). Aprendemos que vino a conceder «un manantial del que brotará vida eterna» (4:14), a hacer «aun cosas más grandes que estas… que los dejará a ustedes asombrados» (5:20), a dejar un legado de «ríos de agua viva» para que beba la gente (7:38). Se compara a sí mismo con una semilla que muere y da así «mucho fruto» (12:24), y con una vid en la que sus discípulos permanecerán y darán también mucho fruto, para que «su alegría sea completa» (15:11). Incluso en la muerte de Jesús, vemos sangre y agua brotando de su cuerpo, corrientes de agua viva que manan de lo más íntimo de su ser (19:34).

Juan no podía dejarlo más claro: Jesús está lleno de gracia y de verdad, de Espíritu y de alegría, de pan y de vino, de luz y de vida, de obras y de agua, de peces y de frutos. El profesor de teología David Ford lo expresa con sencillez en su reciente comentario: «Juan es un Evangelio de abundancia».

Quizá enfaticemos demasiado la abundancia divina. Tal vez nuestra obsesión por la riqueza material y el bienestar se deba a que dedicamos demasiado tiempo a reflexionar sobre la plenitud de Dios. Sin embargo, sospecho que sucede exactamente lo contrario: que tomamos todo lo que podemos porque pensamos que los recursos de nuestro Padre se agotarán. Solo al reflexionar sobre su generosidad —las tinajas de vino, las cestas de pan, la gracia sobre gracia— es que verdaderamente podremos cultivar vidas generosas y corazones llenos de una alegría indescriptible. Como dice Jesús en Mateo 10:8: «Lo que ustedes recibieron gratis, denlo gratuitamente».

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Andrew Wilson es pastor docente en la King's Church de Londres y autor de God of All Things.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.

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