James hace tantas oraciones en un día, que brotan de su boca como vapor en el amargo invierno de Ucrania.

Para el pastor principal de una gran iglesia en Kherson, la oración no es solo una ocupación: es un salvavidas. Ora en voz alta cuando los misiles rusos sacuden las paredes de su iglesia y su hijo de cuatro años llora. Ora en voz alta antes de conducir a las aldeas cercanas para entregar pan. Ora en voz alta cuando está muerto de miedo, lo cual sucede muy a menudo.

Y así, en una fría mañana de un martes de diciembre, James, que pidió ser identificado por su apodo en inglés, tomó el volante de su polvorienta furgoneta amarilla y oró en ucraniano. Se dirigió hacia un puente que conducía a una isla artificial en el fangoso río Dnipro que los lugareños simplemente llaman «la isla». Los bombardeos rusos habían destrozado varias ventanas de una pequeña iglesia allí, y James llevaba madera contrachapada para arreglarlas.

La isla es un objetivo frecuente de los ataques rusos. Directamente, al otro lado del río se encuentra la parte oriental de la región de Kherson, que todavía está bajo ocupación rusa. Todos los días desde noviembre, cuando decenas de miles de soldados rusos huyeron de Kherson, la capital de la provincia, en una retirada apresurada, ellos han lanzado cohetes, granadas, proyectiles de tanques y morteros a través del río como en venganza, matando al menos a una persona por día.

Hoy, ¿podría ser él?

Pero, las ventanas de una iglesia necesitaban reparación. De la población original de la isla de unos 30 000 habitantes, solo queda alrededor de una cuarta parte, en su mayoría demasiado viejos, discapacitados o tercos como para evacuar. La iglesia es la única en la isla que ofrece refugio y suministros. Así que James apretó los dientes y cruzó el puente.

Los cristianos de Ucrania ya no ven «los últimos tiempos» como una era escatológica lejana esbozada en el Apocalipsis. «Vivimos como si hoy fuera nuestro último día», me dijo uno de ellos, haciendo eco del sentimiento que escuché de tantos ucranianos. Y si alguna vez olvidan que la vida no es más que un vapor, las explosiones y los frecuentes apagones les recuerdan rápidamente la verdad: estamos aquí un ratito y luego desaparecemos.

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Un pastor ucraniano y algunos voluntarios cargan madera contrachapada para construir una iglesia en la comunidad de la isla de Kherson.
Image: Fotografía de Joel Carillet para Christianity Today

Un pastor ucraniano y algunos voluntarios cargan madera contrachapada para construir una iglesia en la comunidad de la isla de Kherson.

James y su esposa tienen cuatro hijos, de 4 a 17 años, y cuando Kherson cayó en manos de los rusos, optaron por permanecer en la ciudad con su familia: «Si morimos, morimos juntos». Recuerdan cómo su segunda hija gritaba histéricamente mientras los bombardeos rusos sacudían su apartamento en un quinto piso como un bloque de Jenga, y cómo después reunieron a sus hijos y se apresuraron a la iglesia.

Quedarse fue una decisión difícil pero obvia, dijo James. «Vimos la desesperación en los ojos de las personas. No podían ver el mañana. ¿Quién les da esperanza si yo huyo a América o Europa?».

Durante tres semanas, durmieron debajo de las escaleras de la iglesia. Otras 300 personas se refugiaron en el sótano de la iglesia, algunos durante meses. Las personas dormían sentadas y algunos en el baño de hombres. Una familia dormía con un bebé de ocho meses apretujada en un armario de cinco pies de altura (1.50 m).

James había sido su pastor principal por apenas un año.

La decisión de James de permanecer con su familia en territorio ocupado es digna de mención. Más comúnmente, los pastores ucranianos ubicados en el frente de guerra evacuaron a sus familias a un lugar seguro, particularmente aquellos con niños pequeños. Otros se fueron junto con sus familias, o se quedaron todo el tiempo que pudieron antes de huir.

Hoy, un año después de la invasión a gran escala, muchos pastores que se fueron no tienen una iglesia a la cual regresar. Sus congregaciones se han dispersado, los edificios de las iglesias fueron destruidos, o sus congregaciones golpeadas por la guerra tienen miedo de volverlas a construir.

«Los llamamos “pastores huérfanos”», dijo Valeriy Antonyuk, presidente de la Unión Bautista de Ucrania, la comunidad protestante más grande del país. Antonyuk estima que de los 2100 pastores bautistas en Ucrania, unos 200 salieron del país. Aproximadamente 200 más fueron llamados al servicio militar. La mitad de los que salieron han regresado, aunque muchos tuvieron que ser reasignados a otra iglesia. Para algunos, la reintegración con su iglesia fue «dolorosa», dijo Antonyuk. Ciertos feligreses albergaban resentimiento y dolor porque sus pastores se habían ido durante una crisis, mientras que otros estaban preocupados por los veteranos que continuaban sirviendo como ministros.

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Tales son los problemas que la guerra ha traído sobre muchas iglesias en Ucrania. Los pastores dicen que algunos ministros que se quedaron fueron arrestados, amenazados y torturados por las fuerzas rusas. Otros simplemente desaparecieron. Las historias de horror enviaron ondas de dolor a través de las congregaciones.

Pavel Smolyakov es el pastor principal de las iglesias bautistas en la región de Kherson. Su iglesia, Calvary Baptist, es la congregación insignia de la denominación en Kherson. Un día después de la invasión, Calvary acogió a 46 huérfanos de un orfanato local, que iban desde los 4 meses hasta los 4 años. Las fuerzas rusas estaban bombardeando la región, y el orfanato, con sus grandes ventanales, era inseguro.

Durante dos meses, la iglesia albergó a los niños en su sótano. Los miembros de la Iglesia ayudaron a alimentar, limpiar y proteger del frío a los niños, algunos de los cuales tenían necesidades especiales y requerían atención las veinticuatro horas del día. Los voluntarios se dispersaron por toda la ciudad, haciendo cola durante horas para obtener medicamentos, leche y otros suministros para bebés que no durarían más que una noche.

Smolyakov luchó contra la ansiedad y el peso de la responsabilidad por la vida de los niños. Él temía que los soldados rusos se los quisieran llevar y usarlos como propaganda en tiempos de guerra. La mayoría de los días, los funcionarios de la ocupación golpeaban la puerta de la iglesia, acribillando al personal con preguntas como: ¿Quién es el responsable aquí? ¿Por qué tienen a estos huérfanos?

Luego, una semana antes de la Pascua, un oficial ruso uniformado apareció una mañana con soldados armados y le dio a Smolyakov dos opciones: o el personal restante del orfanato y los voluntarios podían escoltar a los niños de regreso al orfanato, o los soldados se llevarían a los huérfanos por la fuerza.

El pastor ayudó a regresar a los niños, y el resto era predecible: Smolyakov dice que muy pronto apareció una foto de él en la televisión rusa, mientras los rusos afirmaron haber rescatado a los huérfanos de unos traficantes, y lo acusaron a él y a la iglesia de sustraer órganos de niños para el mercado negro estadounidense.

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«Fue entonces cuando supe que mi vida estaba en peligro», dijo Smolyakov. A él y a su esposa les tomó cuatro días eludir los puestos de control rusos y escabullirse hacia Odessa.

Según lo último que escuchó el pastor en un mensaje de telegrama del gobernador de la región de Kherson, los niños habían sido llevados a Crimea, una región anexada por Rusia.

Mientras Smolyakov me contaba esta historia, nuestro intérprete, un pastor de jóvenes con dos niños pequeños, hizo una pausa para limpiarse los ojos.

Smolyakov se mantuvo realista. «No es fácil hablar de sentimientos en este momento», dijo.

Los ministros ucranianos que optaron por evacuar, como muchos otros ucranianos, luchan contra la culpa. Se preocupan por los rebaños que dejaron atrás. Un pastor me dijo que escapó de una ciudad ocupada en septiembre, después de que las fuerzas rusas cerraron su iglesia en medio de un servicio dominical y saquearon su casa. «Sé que no es un acto heroico», dijo, «pero decidimos que es mejor estar vivos». La mayor parte de su congregación también salió del país, pero quedan unos 200, en su mayoría ancianos.

El pastor, que pidió el anonimato para proteger a los miembros de la iglesia que todavía están en territorio ocupado, ahora no tiene hogar, y se ha venido hospedando en las casas de sus amigos, mientras espera el momento en que pueda regresar a su iglesia, cuyo edificio está siendo utilizado por el ejército ruso. Él está en contacto diario con sus feligreses en línea, quienes han huido a diferentes partes de Ucrania y del mundo; de alguna manera, es un retorno obligado al tipo de comunión que tuvieron durante la pandemia del COVID-19.

«En el seminario no me enseñaron cómo ser pastor de una iglesia en territorio ocupado», dijo. «No me enseñaron cómo ser pastor de una iglesia que está dispersa en 15 países diferentes».

En la iglesia de James, tres de cada cinco ancianos abandonaron Kherson. La mayoría de los líderes del ministerio se han ido: la banda de adoración, los maestros de la escuela dominical y el pastor de jóvenes. En los primeros días de la invasión, la iglesia tenía docenas de voluntarios que ayudaban a llenar las posiciones vacías en el liderazgo. Pero a medida que las condiciones empeoraron, muchos se vieron obligados a evacuar.

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Cuando cientos de personas hambrientas y desesperadas se reunieron afuera de su iglesia, James sintió las limitaciones de su cuerpo humano. Cuando piensa en todas las personas en las aldeas remotas circundantes que durante meses han soportado un invierno inusualmente frío, sin electricidad, calor ni agua, le duele no poder llegar a todos.

Una distribución de alimentos en una iglesia de Khershon.
Image: Fotografía de Joel Carillet para Christianity Today

Una distribución de alimentos en una iglesia de Khershon.

Pero luego mira a los que se quedaron, su determinada esposa, sus hijos y el puñado de voluntarios constantes de la iglesia, y piensa, tengo suficiente para el trabajo de hoy. Han sido para él la vara y el cayado del Salmo 23, el consuelo de Dios en el valle de la sombra de la muerte.

Por ejemplo, hay dos hombres de unos 20 años que se han quedado con James desde el comienzo de la guerra, ayudando con lo que sea necesario en la iglesia. Durante el año pasado, se han vuelto más cercanos que la familia. (Ambos pidieron que no se usaran sus nombres por temor a que los rusos los identificaran como trabajadores humanitarios).

Forman un trío extraño. James, de unos 40 años, con una barba oscura y desaliñada, ojos apasionados y jeans negros, que asemeja la mezcla entre un joven pastor renegado y Gandalf. Uno de sus compañeros es el bufón, quien molesta a su pastor incesantemente y siempre está haciendo bromas. El otro, un violinista delgado pelirrojo, con gafas de montura de alambre y un diente falso, es reflexivo e intencional.

Duermen en colchones delgados en el sótano de la iglesia, y los dos hombres más jóvenes se turnan para vigilar arriba en la noche. «Somos los guardianes de la iglesia», me dijo uno de ellos. Pocos jóvenes se quedaron en Kherson —si es que tenían esa opción—. Uno de ellos se quedó, «porque hay personas que necesitan ayuda».

El martes, cuando acompañé a James a llevar madera contrachapada a la iglesia de la isla, sus dos asistentes lo acompañaron. La vieja furgoneta del pastor no tiene asientos traseros, por lo que los jóvenes se sentaron detrás de él en tambaleantes sillas para niños de plástico.

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Si hay pastores huérfanos, la iglesia que estaban visitando es una iglesia huérfana. Su pastor huyó con su joven familia el primer día de la invasión. La mayoría de su congregación también huyó.

James eligió a uno de los miembros de su iglesia, un ingeniero de sonido sin calificaciones pastorales formales, para dirigir esta iglesia. El ingeniero, que pidió ser identificado por su apodo, Nevod, vive en un apartamento al otro lado de la calle. Después de que misiles rusos destruyeran la sala de conciertos donde solía trabajar, comenzó a liderar una iglesia que también funciona como refugio antiaéreo y centro de servicio social.

En un día cualquiera, hasta 600 teléfonos celulares se cargan en el edificio de la iglesia, cortesía de su generador. Aproximadamente 200 personas pueden refugiarse en el sótano durante los bombardeos.

«Él es el pastor ahora», me dijo James cuando entramos a la iglesia.

Nevod negó con la cabeza. «No, no», protestó. «No soy un pastor, solo un voluntario».

James insistió: «Sí, eres pastor». Escribió algo en ucraniano en el traductor de Google y me mostró su teléfono. Se podía leer en inglés: «hombre sacrificial». «Ese es él», dijo James con un gesto. «Durante nueve meses sin sueldo estuvo aquí, sirviendo a Cristo».

Nueve meses. La duración de la ocupación rusa de Kherson. El tiempo suficiente, dadas las circunstancias, para vivir múltiples vidas.

Kherson es la primera ciudad clave y la única capital regional que los rusos han tomado desde la invasión, cayendo casi inmediatamente al comienzo de la guerra. La que una vez fue un próspero centro económico con un rico suelo agrario, se convirtió en un pueblo fantasma de la noche a la mañana. Durante meses, las personas se escondieron en sus casas, saliendo solo para buscar lo que necesitaban. A primera hora de la tarde, las calles estaban vacías, excepto por los perros callejeros.

«Eso es confuso», me dijo un pastor. Después de meses de vallas publicitarias anunciando: «¡Rusia está aquí para siempre!», muchas personas comenzaron a creerlo.

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El 11 de noviembre, cuando los tanques ucranianos desfilaron en el centro de Kherson con banderas azules y amarillas, y los civiles bailaban, tomándose fotos en las calles, James al principio no podía creer que su ciudad estuviera realmente liberada. ¿Qué trucos estaban jugando los rusos esta vez? Se sabía que los soldados rusos se vestían como civiles o soldados ucranianos para descubrir los sentimientos proucranianos.

Para cuando vio la realidad, tuvo poco tiempo para regocijarse. En medio de la celebración, la gente ya estaba haciendo fila en su iglesia para obtener agua embotellada y pan.

Durante su retirada, las fuerzas rusas habían destruido infraestructura fundamental en la región. Durante aproximadamente tres semanas, no hubo electricidad, agua, calefacción ni servicio telefónico. Al final del primer día de libertad, con las calles en total oscuridad, 7000 personas habían hecho cola fuera de la iglesia en busca de ayuda.

De alguna manera, después de la liberación, Kherson quedó en peor estado que cuando estaba ocupada por Rusia. Cuando visité la ciudad a principios de diciembre, muchos lugares todavía no tenían electricidad. Tiendas, bancos, restaurantes y escuelas seguían cerrados. Las personas no tenían trabajo. Los columpios del patio de recreo se balanceaban sin niños. La ciudad permanecía en un silencio incómodo después de un toque de queda a las 7:30 p.m., y los bombardeos esporádicos que sacudían la ciudad durante toda la noche, eran un recordatorio constante de que el enemigo estaba justo al otro lado del río.

El día que visitamos la isla, los rusos bombardearon Kherson 51 veces, según el gobierno de Kherson, atacando principalmente áreas civiles, matando a dos personas e hiriendo a una.

El primer bombardeo que escuchamos ese día tuvo lugar a las 10:20 a.m. James y Nevod estaban hablando sobre la logística afuera de la iglesia cuando dos mujeres, una anciana y otra cerca del final de su embarazo, se acercaron para pedir ayuda. Apenas habían terminado de hablar cuando las reveladoras explosiones en serie de cohetes rusos tipo Grad sonaron cerca: boom, boom, boom. La mujer mayor abrazó a la más joven y se apresuraron a entrar en la iglesia con Nevod.

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«Tenemos que irnos», gritó James, agitando los brazos hacia y apuntando hacia su vehículo. «¡Vamos!»

Saltamos a la furgoneta. James pisó el acelerador y salimos a toda velocidad del recinto de la iglesia y cruzamos el puente de la isla.

James dice que ha visto cosas peores: tanques rusos disparando a escuelas, niños muriendo de hambre mientras los soldados rusos festejaban en cafés, rusos saqueando cultivos y equipo de los agricultores de Kherson. «Esto no es una guerra», dijo, golpeando con firmeza con su dedo. «Esto es un genocidio».

En el camino de regreso a su propia iglesia, James apuntó a un edificio del centro de la ciudad que parecía un castillo de arena pisoteado. Había sido una base rusa, dijo, antes de que el ejército ucraniano la destruyera con un lanzacohetes HIMARS suministrado por Estados Unidos. El pastor mostró una gran sonrisa. «Me gusta», exclamó con el poco inglés que sabía. «¡HIMARS, para siempre!».

La guerra ha marcado todas las áreas de Ucrania, no solo los territorios ocupados.

Un sábado por la noche en Vyshneve, un suburbio densamente poblado de Kyiv, la luz del día de invierno era opaca: el cielo permanecía índigo a las 8 a.m. y se oscureció a las 3 p.m. Una tormenta de nieve se acercaba, amenazando con sus nubes espesas.

Eso hizo que los apagones, un elemento básico para la vida ahora que las fuerzas rusas atacan la red eléctrica ucraniana, fueran aún más negros. La ciudad, que antes de la invasión tenía una población de 42 000 habitantes, se veía tan oscura como un pueblo medieval europeo. Las farolas y los letreros de los edificios estaban apagados. Los edificios de apartamentos eran cubos incoloros, excepto por los destellos de amarillo que emitían varias unidades con generadores. Los faros de los vehículos resplandecían en la nieve, y los peatones pisaban cautelosamente las aceras heladas que brillaban debajo de los faros y las linternas.

En la fría oscuridad, la Iglesia de la Salvación brillaba y hacia ruido como un oasis. Chorros de café y bollos tostados calentaban el aire. La iglesia era el único edificio comunitario en Vyshneve que ofrecía energía durante los apagones. Todos los días, abría su centro juvenil, que incluía una cafetería y un sótano, para que los miembros de la comunidad se calentaran, tomaran capuchinos calientes y trabajaran en sus computadoras portátiles.

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La región de Kyiv ha recorrido un largo camino desde los primeros meses de la invasión, cuando las tropas rusas se abalanzaron sobre las ciudades clave que rodean la capital. Un domingo, a finales del año pasado, las iglesias se llenaron de fieles. Los pastores sumergieron a los nuevos creyentes en una piscina de bautismo. Un coro cantó en una nueva iglesia en Vorzel, un pueblo en las afueras de Kyiv que, apenas unos meses antes, era un depósito de chatarra de minas, tanques abandonados y cadáveres. Las tiendas, farmacias y puestos de café estaban abiertos. Los jóvenes se lamían la grasa de los dedos en un McDonald’s, y las babushkas empujaban bebés envueltos en cochecitos para niños.

En la Iglesia de la Salvación, un grupo de chicas vestidas con pantalones para hacer deportes y sosteniendo plumas blancas gigantes practicaban una rutina de baile para la próxima actuación navideña. Flotaban y saltaban al ritmo de la música tintineante debajo de un techo con la declaración «Jesús es Rey» inscrita en las cuatro esquinas.

«Esa es mi hija, la niña más alta», dijo el pastor Mykola Savchuk, señalándola.

Savchuk tiene dos hijos, una hija de 15 años y un hijo de 13 años. El segundo día de la invasión, cuando vio tanques rusos penetrando en una ciudad cercana a su casa, inmediatamente llevó a su familia a sus padres en el oeste de Ucrania: «No podía ver sufrir a mis hijos». Savchuk regresó a Kiev solo a tiempo para el servicio dominical. Cuando las fuerzas rusas se retiraron en abril, trajo a su familia de regreso a casa para la Pascua.

¿Las cosas estaban volviendo a algo parecido a lo normal?

«En el exterior, sí», dijo Savchuk. «Pero por dentro, no». Es demasiado pronto para medir el nivel de trauma psicológico en la nación. Aquellos que saben cómo era la vida en Ucrania antes de la guerra ven el estrés mental: los cambios grandes y pequeños, los milagros diarios de supervivencia; la resistencia, la persistencia, la comprensión determinada de lo mundano.

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Fieles asisten a la plantación de una iglesia en Vorzel, en las afueras de Kyiv. Derecha: Las calles tranquilas alrededor de la Iglesia de la Salvación en el suburbio de Vyshneve en Kyiv.
Image: Fotografía de Joel Carillet para Christianity Today

Fieles asisten a la plantación de una iglesia en Vorzel, en las afueras de Kyiv. Derecha: Las calles tranquilas alrededor de la Iglesia de la Salvación en el suburbio de Vyshneve en Kyiv.

En los primeros meses de la guerra, la Iglesia de Salvación perdió el 90 por ciento de su congregación de 3000 miembros. La mitad fueron evacuados al extranjero; los otros al oeste de Ucrania. Ese primer domingo después de la invasión del 24 de febrero, Savchuk se acercó al púlpito preguntándose cuántas personas aparecerían. Se sorprendió al ver 300, alrededor del 10 por ciento. La mitad de sus 16 pastores fueron evacuados. A algunos líderes que se quedaron, Savchuk les aconsejó irse: podía ver cómo su salud mental se debilitaba.

Al igual que James en Kherson, Savchuk se iba a la cama cada noche pensando: «Esta podría ser la última noche de mi vida». Esa incertidumbre constante viene con un costo. Cinco días después de la invasión, cuando la conmoción finalmente había desaparecido, Savchuk se despertó solo en medio de la noche y sollozó.

Pero hay un tiempo para lamentarse, y hay un tiempo para actuar. Las necesidades inmediatas eran graves y urgentes: medicinas, alimentos, suministros. Todas las tiendas estaban cerradas. Las personas necesitaban refugio y ayuda para evacuar, ellos se acercaron a las puertas de las iglesias porque las iglesias eran la institución más rápida, eficiente y flexible que ofrecía ayuda.

A pesar de perder congregaciones y ministros, los líderes de la iglesia ucraniana dicen que están viendo más incrédulos entrando por sus puertas que nunca. La Iglesia de la Salvación agregó un sermón de 10 minutos a sus servicios dominicales regulares para explicar el evangelio básico a los que no tienen iglesia. Savchuk estima que entre 20 y 40 recién llegados han respondido a los llamados al altar cada domingo. La Iglesia de Salvación siempre había puesto un fuerte énfasis en el evangelismo, pero dijo que en los tiempos de guerra aumenta la urgencia de predicar el evangelio. «La vida puede terminar en cualquier momento. Yo tuve que mirar a los ojos de mi Dios: “¿Qué estoy haciendo?” Le pregunté».

«Este es un momento muy especial», dijo Valeriy Antonyuk, presidente de la Unión Bautista. «En tiempos de pruebas como esta, vemos cómo Dios multiplica su gracia, es difícil, lloramos mucho, pero vemos a Dios obrando... Tenemos toda esta cosecha. Esta es la temporada para sembrar».

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La guerra ha exacerbado la necesidad de ministros en Ucrania, especialmente de aquellos capacitados en atención del trauma. Incluso antes de la invasión, la Unión Bautista podría haber utilizado unos 500 pastores más, según Antonyuk. Dijo que el conflicto ha llevado a cientos de jóvenes, muchos de los cuales solían sentarse en los bancos traseros, a postularse a los seminarios ucranianos. El problema es que: «Los pastores no crecen en dos años».

En una reunión de estrategia bautista en Irpin, unos 200 pastores y líderes ministeriales de todo el país se reunieron para discutir cómo la guerra ha impactado su trabajo. Había cansancio, pero también gran emoción: los desafíos que el ministerio enfrentó durante la guerra eran gigantescos, pero el ministerio no se detendría.

«Todos están asustados, pero estamos en el ministerio», Antonyuk se dirigió a ellos al concluir la reunión. «La guerra es una nueva realidad. No sabemos qué pasará mañana. Pero todos tenemos que morir algún día. Si es en el 2023, que así sea».

Dos días después de la liberación de Kherson, Pavel Smolyakov condujo directamente a la Iglesia Bautista Calvario. Él había sido evacuado a Odessa una semana después de la Pascua, después de que los medios rusos hubieran inventado historias de que él era un traficante de huérfanos, y no había regresado a Kherson durante siete meses.

El viaje fue desgarrador. Tuvo que maniobrar su automóvil alrededor de campos minados y cadáveres que yacían intactos en las calles. Pero el reencuentro con su congregación fue gozoso, se abrazaron, lloraron, oraron y adoraron.

Cuando Smolyakov finalmente entró en su apartamento, se sentía un silencio estremecedor. Todo estaba exactamente como lo había dejado más de medio año antes: las sábanas, las tazas, las cosas de la familia y las chucherías. Era como si el tiempo dentro de su casa se hubiera detenido mientras todo el mundo exterior había cambiado.

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Todos los pastores en Kherson, los que regresaron y los que nunca se fueron, están «muy ocupados», dijo Smolyakov. Como líder regional, está alentando a los ministros cansados, capacitando a otros nuevos y ayudando a las personas evacuadas a que regresen. Pero, les advierte que no esperen que su iglesia sea la misma. Muchas iglesias se han vaciado. Tres cuartas partes de los 400 miembros de la iglesia en su propia congregación se dispersaron por toda Ucrania y Europa. De sus seis pastores, solo Smolyakov ha regresado a Kherson.

Sin embargo, a lo largo de la ocupación, los miembros restantes de la iglesia del Calvario todavía se reunían todas las mañanas a las 10 para orar. Al igual que los primeros cristianos en Hechos 2, se reunían diariamente para partir el pan, compartir su comida y alabar a Dios. Y como en Hechos, Dios ha añadido día a día a la iglesia.

Hoy, 300 caras nuevas se han convertido en asistentes regulares a el Calvario. Va a ser un desafío cuando los líderes y miembros regresen a una iglesia desconocida, dijo Smolyakov, pero es un desafío gozoso, un recordatorio alentador de que la iglesia nunca dejó de hacer lo que una iglesia debería hacer.

La iglesia de James en Kherson tampoco es la misma que antes de la guerra. De los 400 miembros de la iglesia, solo quedan 50. El servicio dominical solía estar lleno de risas y gritos de 150 niños. Ahora apenas hay 20. El personal es escaso y, con el bombardeo ruso diario, dice James, los que se fueron «estarían locos si quisieran volver».

Cuando lo visité, unas semanas antes de Navidad, me llevó al santuario, mismo que estaba oscuro y helado. Es un gran auditorio con todas las luces de los escenarios elegantes y equipos de aparatos, incluso un arnés para artistas que alguna vez flotaron en el escenario. Ahora el personal de sonido se ha ido. El equipo de teatro se ha ido. No hay nadie para tocar la batería o la guitarra.

El diciembre anterior, presentaron una vibrante producción navideña para un auditorio lleno. James no tenía idea de cuántas personas se presentarían al servicio en 2022. Es posible que tuviera que tocar canciones de adoración grabadas, dijo él.

Pero en la iglesia, en torno a James, se estaba llevando a cabo un tipo diferente de servicio. Las mujeres mayores vertían arroz en pequeños sacos para su distribución. Un cocinero que perdió su restaurante cocinaba a fuego lento repollo y puré de papas en la cocina de la iglesia con su esposa y su suegra. La esposa de James estuvo de pie todo el día, corriendo entre educar a sus hijos en casa y servir a los hambrientos. Una docena de voluntarios formaron una cadena humana que unía un camión de reparto con la sala de almacenamiento de la iglesia, descargando bolsas de alimentos donados por otras iglesias.

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Afuera, el boom, boom, boom de los cohetes rusos tronaba de vez en cuando, tan frecuente que se difuminaba en el fondo, como bocinas de tráfico.

«¿Echas de menos los viejos servicios?» Le pregunté.

«No», dijo James sin dudarlo. «Antes, aquí las personas ya eran creyentes. Ahora vemos nuevas personas que nunca han escuchado el evangelio».

James parecía joven y viejo, vigoroso y curtido. Había visto y escuchado demasiado en el último año, pero de alguna manera siempre fue capaz de sacar energía fresca, una consecuencia tal vez, de todas esas oraciones que hacía.

James regresa de la isla en Kherson después de que los bombardeos interrumpieran una visita a una iglesia.
Image: Fotografía de Joel Carillet para Christianity Today

James regresa de la isla en Kherson después de que los bombardeos interrumpieran una visita a una iglesia.

El Señor sabe que necesitan a James. Una vez, mientras entregaba alimentos y suministros a una aldea, un tanque ruso se estrelló contra varios autos en un lugar donde había estado conduciendo solo unos minutos antes. No se atrevió a mirar atrás, sino que siguió conduciendo, sudando frío al darse cuenta de lo cerca que estuvo su esposa de convertirse en viuda y sus hijos en huérfanos de padre.

Pensé en mi propio bebé de siete meses en casa, en Los Ángeles. «¿Nunca te arrepientes de quedarte en Kherson?» Le pregunté.

«¿Arrepentimiento? ¡No! ¡No! ¡Nunca!» Dijo James. «Estamos en la primera línea de Dios. Estamos listos para encontrarnos con Dios en cualquier momento».

A su lado, uno de sus ayudantes hizo una broma y el otro se rió.

La expresión de James se relajó. Sus ojos se arrugaron de la risa. Puede estar en la primera línea, y estos pueden ser sus últimos días, pero si Dios quiere, con su iglesia a su lado, los vivirá con una sonrisa.

Sophia Lee es escritora global en Christianity Today.

Traducción por Sergio Salazar.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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