Nota para el lector: Este artículo aborda el tema del suicidio.

Para un cristiano, la pregunta «¿Qué necesita morir?» tiene una respuesta obvia: «El yo». Como Jesús les dice a sus discípulos: «Si alguien quiere ser mi discípulo, que se niegue a sí mismo, lleve su cruz cada día y me siga» (Lucas 9:23, NVI).

La mayoría de nosotros tendemos a escuchar esto como una orden que nos pide negar los apetitos y deseos desordenados del yo, y seguramente hay algo de verdad en eso. Pero tal vez necesitemos escuchar las palabras de Jesús de una manera más radical: como un mandato a negar nuestras formas predeterminadas de valorarnos y medirnos a nosotros mismos. En una era tecnológica obsesionada con métricas que registran nuestra actividad física, productividad intelectual, salud emocional e impacto general, negar el yo como una entidad medible —una entidad cuyo valor puede cuantificarse y, por lo tanto, juzgarse ineficaz o eficaz, insignificante o impactante, prescindible o indispensable— suena realmente radical.

Sin embargo, la disposición del Evangelio de Lucas apunta a esta forma de leer las palabras de Jesús. Solo unos cuantos versículos después de que los discípulos escucharan estas instrucciones, los encontramos discutiendo sobre «quién de ellos sería el más importante». Jesús responde tomando a un niño en su regazo y brindando una visión diferente del yo: «El que es más insignificante entre todos ustedes, ese es el más importante» (Lucas 9:48). Esta paradoja, que se encuentra en el corazón del reino de Dios, sugiere que si morimos a una visión de nosotros mismos como grandiosos o esenciales, podemos ser libres para vivir fielmente con asombro y gratitud como los de un niño.

En su irónico libro de autoayuda Lost in the Cosmos [Perdido en el cosmos], Walker Percy ofrece un experimento mental relacionado con el suicidio que podría ayudarnos a sentir el peso del mandato radical de Jesús a negarnos a nosotros mismos. Percy no se toma a la ligera la realidad del suicidio: su abuelo y su padre se suicidaron, y Percy cree que la muerte de su madre en un accidente automovilístico también fue un suicidio. Si bien el suicidio puede parecer la máxima negación de la autoestima, Percy lo enmarca de manera diferente.

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En respuesta al aumento de la depresión y el suicidio en la década de 1980 —por problemas que se han vuelto aún más endémicos en los últimos años—, Percy invita a un paciente suicida imaginario a considerar que quizás «está deprimido porque tiene todas las razones para estar deprimido… Vives en una época trastornada, más trastornada que de costumbre, porque a pesar de los grandes avances científicos y tecnológicos, el hombre no tiene la menor idea de quién es ni de lo que hace».

La prescripción de Percy para una desesperación tan profunda es no negar las muchas razones válidas para esa desesperación. Más bien, Percy busca abandonar el mito del yo indispensable. El suicida en potencia debe confesar: no soy imprescindible. Percy invita a su paciente a imaginar las consecuencias del suicidio. Enumera las posibles consecuencias de este acto en los miembros de la familia, vecinos y compañeros de trabajo. A pesar de las interrupciones que causa la muerte, «en un tiempo sorprendentemente corto, todos vuelven a la rutina de sí mismos como si tú nunca hubieras existido». De ahí el resultado del experimento mental: «Después de todo, no eres indispensable».

Según Percy, darse cuenta de esta realidad debería quitar una inmensa carga de los hombros del paciente: «¿Por qué no vivir, en lugar de morir? Eres libre de hacerlo. Eres como un prisionero liberado de la celda de su vida». Es posible que todos los demás todavía estén «enfermos de preocupación… por el estatus, salvar las apariencias, la autoestima, las rivalidades nacionales, el aburrimiento, la ansiedad y la depresión, de los que buscan alivio principalmente en guerras y en las catástrofes naturales que azotan regularmente a sus vecinos». Pero el exsuicida ha sido liberado de todas estas cargas de un yo medible. El punto de Percy es que el valor intrínseco de nuestras vidas no se deriva de nuestra productividad, eficacia o importancia percibida; cuando morimos a estas formas de medir el yo, podemos ser libres para recibir la vida como un regalo inconmensurable.

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Percy concluye con dos recuadros que contrastan a un no suicida, que en la desesperación todavía lucha contra la tentación de acabar con su vida, con un exsuicida, que ha contemplado la posibilidad del suicidio y ha aceptado su propia prescindibilidad:

El no suicida es una pequeña aspiradora itinerante de preocupación: absorbe preocupaciones del pasado y es atraído hacia más preocupaciones en el futuro. Dentro de su pecho, su frecuencia respiratoria es muy alta.

El exsuicida abre la puerta de su casa, se sienta en los escalones y se ríe. Como tiene la opción de estar muerto, no tiene nada que perder si está vivo. Es bueno estar vivo. Va a trabajar porque no tiene que hacerlo.

Es posible que Percy minimice falsamente las consecuencias reales de la muerte de alguien. Sin duda, la pérdida de cualquier ser humano es sentida de manera aguda por los miembros de su familia y sus seres queridos, y aunque la vida puede continuar, se altera irrevocablemente. Sin embargo, su punto más profundo permanece: si dejamos ir el yo medible, somos libres para recibir el yo que nos ha sido dado, y este intercambio tiene profundas implicaciones en la forma en que vivimos. En particular, renunciar a lo medible destrona al ídolo de la grandeza (y su imagen reflejada: la futilidad paralizante), y nos permite vivir fielmente sin preocuparnos por nuestro impacto o significado potencial.

Winter Scene in Moonlight
Image: Henry Farrer / Wikimedia Commons

Winter Scene in Moonlight

Si nos aferramos al mito de que somos indispensables —tanto los individuos como las instituciones— nos veremos tentados por cualquier tecnología o movimiento político que prometa extender nuestro alcance y hacernos más efectivos. Si pensamos que el éxito depende de nuestros esfuerzos, recurriremos a los líderes intelectuales y celebridades que han alcanzado la grandeza aparente. ¿Qué truco de productividad utilizan? ¿Qué aplicación les permite maximizar su alcance? ¿Qué estrategia política han seguido? Las aspiraciones a la grandeza pueden justificar todos los medios.

Esta es precisamente la tentación que Jesús enfrentó al comienzo de su ministerio cuando el diablo se le apareció en el desierto. A Jesús se le ofrece autoridad sobre todos los reinos del mundo si simplemente adora a Satanás (Lucas 4:6-7). Jesús podría haber alcanzado la meta de su misión terrenal sin tener que pasar por el sufrimiento y la indignidad de la pasión. ¡Eso parece mucho más eficiente! Pero su misión supuso también fidelidad y obediencia al Padre, obediencia que lo llevó al Getsemaní y al Gólgota. Durante nuestro propio viaje de Cuaresma, tenemos la oportunidad de hacer retiros (ayunar de la comida, las redes sociales u otros medios en los que confiamos para lograr vivir estilos de vida de alto impacto), y reflexionar sobre si las herramientas que usamos para ser efectivos están realmente alineadas con el camino de la Cruz, el camino de la abnegación y el camino de Jesús.

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La otra cara de esta obsesión por la eficacia es una sensación generalizada de inutilidad y desesperación: alguna otra persona o institución siempre parecerá más exitosa que nosotros. E incluso si resistimos la tentación de compararnos con los demás, los problemas de nuestra época trastornada se ciernen sobre nosotros, atemorizándonos con su tamaño y abrumando todos nuestros insignificantes esfuerzos. Para usar la jerga de una cultura que afirma y celebra el yo medible, ningún truco de vida le permitirá «potenciar» sus activos para «marcar la diferencia» o «impactar» problemas como el cambio climático, el racismo o el declive religioso. Este sentido de inutilidad puede inducir a una desesperación paralizante.

Pero si seguimos a Jesús y nos negamos a nosotros mismos, mostramos un asombro de tipo infantil y la vitalidad del exsuicida de Percy. Para expresar esta actitud en términos de los ejemplos anteriores, darte cuenta de que no tienes que arreglar el cambio climático te libera para cuidar tu jardín con alegría. Darte cuenta de que no tienes que erradicar el racismo te libera para escuchar a un amigo de un origen étnico diferente. Darte cuenta de que no tienes que hacer retroceder el declive moral de la cultura te da la libertad de invitar a algunos niños del vecindario a disfrutar de una fogata. Darte cuenta de que no tienes que salvar al mundo te libera para amar a tu prójimo.

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Esta profunda negación de la importancia personal nos da la confianza que necesitamos para buscar la fidelidad en lugar del impacto, y la obediencia en lugar de la eficacia. Tales estándares contrastantes afectan profundamente la forma en que decidimos qué trayectoria profesional elegir, qué estrategia política seguir, qué tecnología adoptar en nuestras iglesias y qué patrones de vida debemos adoptar.

No hay nada intrínsecamente malo en ser eficiente o influyente. Pero tampoco nada inherentemente bueno. Y si consideramos que nuestro trabajo o nuestras instituciones son irremplazables, nos esforzaremos sin cesar para extender su alcance. En cambio, si trabajamos como exsuicidas, lo haremos con espíritu de gratitud. Como nos lo recuerdan los ritmos sabatarios, no creamos el mundo ni lo redimimos de la esclavitud; nuestro trabajo simplemente es participar en el trabajo que Dios ya ha realizado.

Si Jesús no consideró «el ser igual a Dios como algo a qué aferrarse», si Jesús «se despojó a Sí mismo», ¿cuánto más deberíamos renunciar al sentido de nuestra propia importancia (Filipenses 2:6-7, NBLA)? Dios no me necesita para cumplir sus propósitos. Soy absolutamente prescindible. Jesús presenta a los niños como ejemplos de esta actitud, los niños son enloquecedoramente —o deleitosamente— ineficientes (Lucas 9:47–48; 18:15–17). No realizan ningún trabajo esencial y, a menudo, impiden la «productividad» de los demás. Como tales, nos recuerdan que debemos morir a nuestras visiones de grandeza y recibir el reino de Dios con la gratitud, el asombro y la alegría de un niño pequeño. O de un exsuicida.

Vivamos porque hemos muerto. Cuidemos nuestros jardines, cuidemos de nuestras familias, amemos a nuestro prójimo y pongámonos a trabajar porque hemos muerto al yo medible y hemos recibido el yo que nos ha sido dado.

«Si está considerando el suicidio, llame desde Estados Unidos a la Línea Nacional de Prevención del Suicidio al 800-273-TALK (8255). Desde otros países, busque su país en este enlace para encontrar un número de contacto».



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Jeff Bilbro es profesor asociado de inglés en Grove City College. Sus últimos libros incluyen Reading the Times: A Literary and Theological Inquiry into the News y Loving God's Wildness: The Christian Roots of Ecological Ethics in American Literature.

Este artículo es parte de New Life Rising que presenta artículos y sesiones de estudio bíblico que reflejan el significado de la muerte y resurrección de Jesús. Obtenga más información sobre esta edición especial que se puede usar durante la Cuaresma, la temporada de Pascua o en cualquier época del año en http://orderct.com/lent [enlaces en inglés].

Traducción por Sergio Salazar.

Edición en español por Livia Giselle Seidel.

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