Es difícil probar que el 2014 ha sido peor que otros años, pero ciertamente así se siente. La guerra civil siria produjo otras 30,000 víctimas este año, llevando el total de muertos desde 2011 a más de un cuarto de millón. Más cerca de casa, la guerra de México en contra de las drogas se llevó otras 1,400 vidas, llevando el total de muertos a 150,000 desde 2006. Las cifras son igual de espantosas en Iraq, Sudán del Sur, y la República Democrática del Congo, para mencionar sólo unos cuantos lugares más.

Agréguele a esa cifra toda la gente que ha sido desplazada en dichos conflictos. En el 2013, la población mundial de refugiados superó los 50 millones, y en el 2014 siguió aumentando. Eso no incluye la gente que ha sido desplazada dentro de cada país, que las Naciones Unidas calculan que son otros 33 millones de habitantes.

El terrorismo parece haber tomado la delantera también. Un ejemplo horrible: En abril Boko Haram secuestró a 276 niñas en el estado de Bordo, Nigeria, con la intención de venderlas como esclavas. Y luego está ISIS, cuyas atrocidades contra civiles se han vuelto legendarias, matando y decapitando a aquellos que no comparten sus creencias.

Y en los últimos pocos meses, el nombre Ferguson se ha convertido en un símbolo resonante de continua confusión racial, injusticia, y dolor.

La tentación a desesperarse o a negar siempre está con nosotros. Sin embargo, es precisamente en esos momentos que recordamos la razón por la cual escogemos, en algunas ocasiones gozosamente, dejarnos sentir en todo su peso los sufrimientos del mundo.

Completados por el sufrimiento

Nuestros tiempos no son diferentes de los tiempos cuando nació nuestro Salvador del mundo. Durante el Sitio y la Batalla de Alesia en el año 52 A.C., el ejército de Julio César sufrió una baja de 13,000 soldados, y los galos, entre 50,000 y 90,000. El año 79 D.C., alrededor de 16,000 murieron a causa de la erupción del monte Vesubio. Y además existían las enfermedades incurables, que resultaban en un promedio de duración de la vida de alrededor de 30 años.

Uno de los errores que entendiblemente hacemos es el pensar que Jesús vino a aliviar el sufrimiento. Claro que, al final, “Él les enjugará toda lágrima de los ojos. Ya no habrá muerte, ni llanto, ni lamento ni dolor” (Ap. 21:4). Pero por el momento, sin embargo, una gran parte de la vida Cristiana tiene que ver con aprender a sobrellevar el dolor del mundo.

¿Pero por qué? El poder compartir en el sufrimiento de alguien más verdaderamente trae cierta medida de consuelo a los que sufren. Pero no elimina el sufrimiento. Pablo dice que se trata más bien de cumplir con la ley de Cristo. En otra parte dice algo todavía más sorprendente: somos llamados a completar el sufrimiento de Cristo (Col. 1:24).

Pablo no dice que la muerte de Cristo falló en ganar la redención. Eso “consumado es,” después de todo (Juan 19:30). Pero aún no hemos terminado con nuestra participación en su sufrimiento, “llegar a ser semejante a él en su muerte” (Fil. 3:10).

Con frecuencia decimos que llegar a ser semejantes a Cristo significa vivir vidas santas y amar a nuestro prójimo. Sí y sí. Significa conocer el gozo de la salvación y la intimidad con el Padre. Sí y sí. Pero también significa hacer lo que Dios hizo en Cristo: entrar al sufrimiento del mundo. Cristo lleva el sufrimiento del mundo para redimirlo. Nosotros llevamos el sufrimiento del mundo como un acto de amor que completa nuestra redención. Es decir, llevar las cargas de los demás es el medio por el cual Dios nos santifica. Nosotros “completamos” esos sufrimientos cuando el sufrimiento nos amolda a la imagen de Cristo. El sufrimiento encuentra su meta cuando llegamos a ser semejantes a Cristo en su disposición para llevar las cargas.

Cuando Jesús se paró frente a la tumba de Lázaro, él lloró (Juan 11:35). El día de hoy, podemos pararnos con Jesús mientras contemplamos la tumba que es el mundo. Ser semejante a Cristo en momentos así significa llorar. No lloramos sin esperanza, porque sabemos que Jesús, igual que lo hizo con Lázaro, traerá nueva vida. Sin embargo, parte de lo que significa crecer hasta la estatura completa de Cristo es enfrentar el sufrimiento y aprender cómo llorar.

Durante esta temporada de Navidad, entonces, podemos meditar en ese mundo tan sufriente por el que Cristo murió. No tenemos que negar el sufrimiento o desesperarnos por su causa. Es cierto, tomar unos momentos para contemplarlo—llevar esta carga—es doloroso, pero un yugo ligero y fácil cuando estamos atados a Cristo (Mat. 11:30). Entonces, la carga que llevamos se une a su carga, y cuando se unen así, nos amolda a la semejanza de Cristo. Eso por consiguiente hace algo maravilloso para el mundo: entre más somos amoldados así, más moveremos montañas y piedras frente a las tumbas con el fin de traer el ungüento sanador de Cristo a un mundo con heridas abiertas.

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Mark Galli es editor de Christianity Today.

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