Mi primer recuerdo es uno de miedo. Cuando tenía cuatro o cinco años, sola en mi habitación, de repente me sobrecogió la certeza de que algo malo iba a pasar. Alcé la vista hacia los moños rosas que mi mamá había pintado en las paredes, mi estómago estaba hecho nudo. La convicción de que el futuro no sería amigable se hizo manifiesta en mi cuerpo. Era el principio de una relación de toda la vida con el miedo.

“Los sentimientos son excelentes siervos, pero son terribles amos,” escribió Dallas Willard. Esto es parte de lo que Cristo nos está diciendo cuando nos manda, “No tengan miedo” (Mateo 14:27). La amonestación de no tener miedo es el mandato repetido con más frecuencia en la Biblia. Es lo que rutinariamente nos atrae como si fuera un silogismo genial: Jesús dijo “no tengan miedo”; los cristianos obedecen a Jesús; por lo tanto, yo no tengo miedo. Dios lo dijo; yo lo creo; y punto.

Si eso fuera así de sencillo. El miedo en la forma de ansiedad (debido a trastorno de ansiedad generalizada, que es lo que tengo) es un compañero constante. El miedo persistente, irracional sobre el futuro es la mejor definición que he escuchado con respecto a la ansiedad, y se une a mí diariamente como una pelota pesada en el estómago o como un colibrí aleteando en mi garganta. Nada de lo que pueda hacer me trae alivio instantáneo. “Sé conmigo,” le pido a Dios, aunque Él ya está conmigo, y soy yo quien necesita estar con Él.

Sin embargo, a pesar de la presencia no invitada del miedo, he llegado a pensar en él como un regalo. El miedo mismo no es un regalo que quiero, pero es parte del tipo de persona que soy en mi propia fisiología, y trato como puedo, más no puedo deshacerme de él. Tan difícil como ha sido—los ataques de pánico, la impotencia, el aislamiento—cada episodio de ansiedad me ha acercado más al Dios que es un Gran Consolador. Si yo pudiera chasquear los dedos y deshacerme de la ansiedad, no lo haría.

Aquí estoy

Al igual que mucha gente para quien la ansiedad es un pasajero indeseado, principalmente le tengo miedo al futuro. “¿Estará bien todo?” y “¿Qué si no lo está?” son preguntas exactas que representan la mayoría de mis pensamientos raros, como: Esta turbulencia no tan sólo es el resultado de un avión chocando con pozos de aire; implica muerte inminente. Mi carrera como escritora se basa en la suerte y terminará pronto una vez que se revele que soy una impostora. A menudo me siento sola con mi miedo, por lo que el compartir nuestros temores con alguien más es uno de los vínculos más grandes de la raza humana. La realización, “¿Usted también? Pensé que yo era la única,” puede crear las bases para una intimidad profunda en un tiempo donde hablar sobre los platos sucios en su fregadero en una publicación de blog muy a menudo cuenta como vulnerabilidad.

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Cuando era niña, mis padres platicaban de sus propios temores relacionados a Dios. Si no lo hubieran dicho, en forma natural y a distintos tiempos, no estoy segura de que aún sería cristiana. Para un padre, el miedo era de que Dios no fuera real—que el mundo fuera moralmente neutral y que todos los argumentos ateístas estuvieran correctos. Para el otro, el miedo no era sobre la existencia de Dios sino sobre Su bondad. Ambos tocaron mis fibras sensibles; la noción de no entender completamente a Dios repercutía como el fin inconcluso de una sinfonía. Más que certeza, lo que yo quería como cristiana joven era presencia —la presencia de Dios y de las personas que me amaban y que crearon un ambiente donde era aceptable tener miedo y duda.

Mis propios temores no eran sobre la existencia ni la bondad de Dios, sino sobre su cercanía. El sentido de que Él estaba muy lejos vino a ser el lente a través del que leía la Biblia, y creó una rebelión en contra de la forma de pensar bastante individualista que enfatiza una “relación personal con Dios.” Yo tengo una relación personal con Dios, pero me pregunto cómo reconciliar eso con el conocimiento que Dios posiblemente está más preocupado con la guerra en Siria y con los niños muriendo de malnutrición que con mis planes diarios o mi confort. No obstante, leemos en Isaías que Dios le contesta a su pueblo, con un “Aquí estoy.” Jamás ha habido un tiempo cuando la humanidad haya clamado a Dios y que Dios no estuviera allí, Cristo mismo sabe lo que es la ausencia del Padre. La práctica normal de oración me recuerda que necesito entrar en la presencia de Dios incluso cuando siento que Dios no está cerca, y que mis emociones no siempre son las mejores indicadoras de la realidad.

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Un hilo fino

Una vez que los identificamos, nuestros temores pueden acercarnos más a Dios. El miedo a menudo es un gran motivador para actuar; el miedo a un futuro malo nos ayuda a intervenir de manera que alineará el momento presente con más plenitud con nuestra visión de lo bueno. Escuchamos a los políticos hablar con respecto al mundo que desean dejar para sus nietos porque tienen miedo que, si no se controla, la corrupción y la codicia llevarán las cosas a la ruina.

Eso también trabaja a nivel individual. El miedo puede ser el hilo fino de una invitación a la oración. La atención al miedo ha hecho que algunos pasajes de la Escritura tengan más significado incluso al Salmo 23:

Aun si voy por valles tenebrosos, no temo peligro alguno porque tú estás a mi lado; tu vara de pastor me reconforta.

“No temo peligro alguno,” yo oro, aunque sí temo al peligro, y tengo mucho miedo. Aun así elevo esas palabras para hacerlas mías, a su tiempo.

El miedo en sí no es bueno, más no todos los regalos son buenos al principio. En My God and I, el finado teólogo Lewis B. Smedes escribió sobre ser un anciano agradecido: “Todo lo que necesitamos para estar agradecidos es la percepción de reconocer un real regalo cuando lo recibamos. Un regalo no es tan sólo algo que no nos cuesta.” Esto también es verdad cuando hablamos sobre el sufrimiento; algunas veces debemos sufrir por lo que parece ser el “nada” del dolor para que sea transformado en el “algo” del crecimiento. De la manera en que la enfermedad o la crisis pueden ser funciones que limitan, así el miedo limita el área en la que me puedo enfocar. Mido mi atención en cucharadas en vez de platos, y lo que por lo regular termina pasando es que el miedo me hace más consciente de mi necesidad de Dios que devoro cucharada tras cucharada del Él. El miedo es una miopía útil.

La palabra confort en el pasado se refería principalmente a un consuelo emocional, no a ponerse cómodo con una cobija de plumas. Es la raíz del latín confortare; se puede ver la palabra fort y nos podemos imaginar por qué el salmista llamó a Dios su “fortaleza.” Los que estamos familiarizados con el miedo sabemos que necesitamos un lugar a dónde ir con nuestros problemas. Necesitamos una fortaleza. Cuando me siento excepcionalmente ansiosa, a menudo manejo los 30 minutos de mi casa a Half Moon Bay, un pueblo al sur de San Francisco con extensas playas. Las olas son grandes y turbulentas y chocan con la costa justo en frente de grandes acantilados, y me siento en las rocas y las miro arrollarse. Es un cliché sentirse pequeño en el océano, pero es difícil no hacerlo.

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El tipo de confort que encuentro en el bravo océano es, creo, semejante al miedo que Dios me permite experimentar. Tanto las olas como mi ansiedad vienen en oposición directa a mi capacidad de hacer algo con respecto a ellas. Tanto las olas como mi ansiedad cambiarán a su tiempo y a menudo impredeciblemente, más su presencia es una constante que ignoro a mi propio riesgo. Al igual que el surfista puede solamente mejorar si conoce las olas y su forma, yo puedo crecer sólo si le presto atención a mi miedo y lo pongo en su sitio correcto, no como mi amo sino más bien como mi servo.

Esto no es algo que hago una vez y sigo mi alegre camino. El miedo a menudo aún me controla, y paso gran parte de mi vida luchando con Dios por ello. Más ahora, cuando tengo miedo, pienso sobre las muchas invitaciones de Cristo a no tener miedo. Me pregunto, ¿De qué tengo miedo? El Dios de los refugiados sirios y de los niños malnutridos me ama muchísimo y personalmente, y saca a relucir la empatía y compasión en mi ansiedad. Ese es el regalo que me ha dado.

Laura Turner es escritora y radica en San Francisco.

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