En un viaje reciente a Israel, un grupo de líderes evangélicos de EE.UU. escucharon a personas israelitas y palestinas. Los israelitas se quejaron de que su historia no era escuchada en los Estados Unidos, mientras tanto los palestinos se quejaban de que los medios de comunicación de EE.UU. no presentaban ninguna historia aparte de la de los israelitas. Me acordé de la verdad a menudo repetida que los conflictos no tan sólo son sobre la justicia sino también, y quizá más importantemente, sobre la historia de grupos opuestos. Los puntos importantes para el contexto de EE.UU. eran obvios. Experimentamos diariamente historias opuestas de musulmanes, negros, hispanos, asiáticos, blancos, protestantes, evangélicos, los pro elección, pro vida, homosexuales, heterosexuales, hombres, mujeres, la crema y nata, los pobres—para mencionar sólo algunos.

Considere dos historias opuestas en vecindarios urbanos. Para simplificar demasiado: En gran parte de la comunidad negra, el curso de la historia se centra en los policías blancos enfocándose racialmente en hombres jóvenes negros, acosando, golpeando y asesinando sin consecuencias. Aun así los agentes del orden público cuentan la historia de que enfrentan presiones enormes en su búsqueda de mantener la paz en los vecindarios atrapados en las drogas y las guerras de pandillas.

Nuestras historias tienen diversos propósitos. En una reveladora entrada de blog, John Hagel, copresidente de Deloitte Center for Edge Innovation, dice, “Como seres humanos, nos resistimos a la atomización y fragmentación; anhelamos conectarnos y construir sobre los esfuerzos de otros. También buscamos significado, propósito, e identidad. . . algo que las historias, y poco más, están diseñados para proveer.” En otras palabras, las historias definen el conflicto, nombran los antagonistas, y especifican la resolución.

Las historias son, por supuesto, parciales. Raramente mienten sobre los hechos, sin embargo son selectivos en su uso. En la historia completa de la raza americana, los blancos pueden elocuentemente hablar en exceso sobre la genialidad de la Constitución no obstante apenas prestar atención al Three-Fifths Compromise que relegó a los esclavos a un estatus infrahumano. Muchos norteamericanos negros ahora dan voz a la tragedia que mucho del éxito de los EE.UU. fue desarrollado en los hombros de los esclavos, sin embargo siguen rechazando la democracia americana como nada más que una agresión sistemática a cuerpos negros, desde el primer día hasta el presente.

La verdad no está en algún lugar en el centro, como estamos acostumbrados a decir, sino en ambos lados. El experimento americano es un logro extraordinario de gobierno, derechos humanos, y libertad de expresión—y está lleno de hipocresía y racismo.

No obstante es difícil tomar en serio las historias de otros. Tememos que si lo hacemos, saboteamos el valor de nuestra propia historia. Por consiguiente, los intentos de negar las historias de alguien más, normalmente a través de calificar a la otra persona como “racista” o “conflictiva” o “marxista” o “islamofóbica”, eficazmente terminan la conversación.

También es difícil tomar en serio nuestra propia culpabilidad. Si lo admitimos, tratamos de mitigarlo: “Sí, muchos jóvenes negros son violentos, pero es el racismo sistemático que los hace de ese modo.” “Sí, muchos policías son excesivamente crueles, pero es la presión de tratar con criminales sin ley que provoca fuerza excesiva.” Al final, muchas historias son auto justificante y maniqueístas: nos imaginamos al mundo como dividido entre el bien y el mal, y le damos gracias a Dios que no somos como los otros malos.

La fe cristiana tiene recursos para tratar con la deficiencia de nuestras historias. Los cristianos admitimos que la imago Dei también contiene un corazón que es terriblemente malvado (Jer. 17). El mal no simplemente opera a través de sistemas sino también a través del corazón humano (Solzhenitsyn). Y aún más importante, podemos admitir nuestra culpabilidad y entablar una conversación con el que también es culpable porque ambos estamos bajo la Cruz, quien juzga la injusticia y perdona al injusto, todo en el camino para rectificar el mal.

También sabemos que somos llamados a poner nuestras identidades sociales y políticas, por más importantes que sean, a los pies de la Cruz, para que sean juzgadas y redimidas.

Prácticamente hablando, esto significa que debemos verdaderamente escuchar las historias de los demás. No tenemos derecho de esperar que ellos nos escuchen si nosotros no nos tomamos la molestia de escucharlos. Entonces significa que nos hablamos el uno al otro con valor y honestidad. En ese diálogo, descubriremos tanto la verdad como la deficiencia de nuestras narrativas, conforme surge una nueva narrativa.

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Esto no es una fantasía sino una afirmación de la nueva realidad que Cristo ya ha creado. Cuando entramos en un diálogo como este, no estamos realmente creando una nueva narrativa, sino descubriendo la narrativa preeminente de Jesucristo (Ef. 1:9-10): “Él nos hizo conocer el misterio de su voluntad . . . que de antemano estableció en Cristo, . . . reunir en él todas las cosas, tanto las del cielo como las de la tierra.”

Mark Galli es editor de Christianity Today.

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