Esta es una versión revisada y corregida de la traducción publicada en septiembre de 2015.

A los cristianos nos gusta preguntarnos unos a otros cuál es nuestro libro favorito de la Biblia. Descubrir la manera en que las personas experimentan las Sagradas Escrituras —especialmente aquellos que escriben libros sobre la Biblia— es de interés natural para nosotros. Cuando me preguntan cuál es mi libro favorito, yo respondo que es el libro de Eclesiastés. Si las personas fruncen el ceño y me preguntan por qué, les doy dos razones.

Primero, hay un placer especial en leer a un escritor con quien uno se identifica. Y es esa la impresión que tengo respecto al autor de este libro, quien se refiere a sí mismo como Qohelet —palabra en hebreo que significa “el que convoca” y que se tradujo al griego como Ekklesiastes: “hombre de asamblea”. Lo veo como un ciudadano contemplativo de la tercera edad, un maestro público de sabiduría, un lexicógrafo y profesional del estilo. Como lo muestra su testimonio oficial —o el testimonio dado acerca de él en tercera persona (ambas opciones son válidas)— en 12:10, este hombre tomó muy en serio su labor como instructor y se esforzó por comunicarse de una manera memorable. Si se trata del Salomón histórico o de alguien que se hizo pasar por él —no con el fin de engañar, sino con el fin de comunicar su mensaje de la manera más eficaz— no lo sabemos a ciencia cierta. De lo que sí estoy seguro es que cada punto alcanzaría su máximo potencial si en realidad proviniera del verdadero Salomón en los últimos años de su vida.

Quien sea que haya sido, Qohelet era un realista acerca de las muchas formas en que este mundo nos lleva por caminos sinuosos. Pero, aunque temperamentalmente inclinado al pesimismo y al cinismo, yo pienso que lo que lo salvó de caer en cualquiera de estos dos cráteres de desesperanza fue una fuerte teología del gozo.

Qué tanto concuerda esto con la forma en que la gente me percibe a mí, no lo sé, pero esta es la manera en que quisiera verme a mí mismo, y la razón por la que aprecio a Eclesiastés como a una alma gemela. (Una de las diferencias principales, por supuesto, es que su línea de pensamiento ocurre en su totalidad dentro del marco de referencia del Antiguo Testamento).

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Segundo, al mirar atrás al tiempo de mi conversión al cristianismo en mi adolescencia tardía, recuerdo que Eclesiastés me brindó sabiduría que necesitaba desesperadamente. Cuando Jesucristo tomó control sobre mí, yo ya iba rumbo a convertirme en un cínico. Pero por la gracia de Dios, fui domado hasta lo más profundo, y veo a Eclesiastés —el hombre y el libro— como quienes hicieron la mayor parte de esa labor.

Los cínicos son personas que se han vuelto escépticos sobre la bondad de la vida, y quienes miran mal las afirmaciones de sinceridad, moralidad y valor. Desechan dichas declaraciones como si fueran huecas y critican los programas que logran mejoras. Sintiéndose decepcionados, desanimados y dolidos por sus experiencias en la vida, su orgullo herido les prohíbe pensar que otros pudieran ser más sabios y pudieran estar haciendo las cosas mejor que lo que ellos mismos las han hecho. Por el contrario, se ven a sí mismos como realistas valientes, y a todos los demás como necios autoengañados. Los adolescentes confundidos fácilmente caen en el cinismo, y eso era precisamente lo que yo estaba haciendo.

Crecí en un hogar estable e hice un buen papel en la escuela, pero, siendo introvertido, siempre fui tímido y algo torpe en público. Me fue prohibido participar en cualquier tipo de deporte o juego en equipo a causa de un hueco que tengo en mi cabeza —literalmente sobre el cerebro—, secuela de un accidente que sufrí en la calle a la edad de 7 años. Por años, tuve que cubrir el hoyo, donde no había hueso, usando una placa de aluminio asegurada a mi cabeza con cinta elástica. Nunca pude lograr que mi cuerpo aprendiera a nadar o a bailar.

Ser una rareza aislada fue algo doloroso para mí como lo hubiera sido para cualquier adolescente, así que desarrollé un sarcasmo auto protector, me conformé con esperar poco de la vida, y me convertí en un amargado. El orgullo me llevó a defender la verdad cristiana en debates escolares, pero sin ningún interés en Dios o un verdadero deseo de someterme a Él. De cualquier forma, convertirme en un verdadero cristiano —a diferencia de uno nominal— trajo muchos cambios, y Eclesiastés, particularmente, me mostró cosas sobre la vida que yo no había visto antes.

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Aprendiendo a vivir

Esperándome en las páginas de Eclesiastés estaba una perspectiva de la realidad muy distinta a mi cinismo juvenil.

Eclesiastés es uno de los cinco libros de sabiduría del Antiguo Testamento. Se ha dicho que los Salmos nos enseñan cómo adorar; los Proverbios, cómo comportarnos; Job, cómo sufrir; el Cantar de los Cantares, cómo amar; y Eclesiastés, cómo vivir. ¿Cómo? Con realismo y reverencia, con humildad y control, con serenidad y contentamiento, en sabiduría y en gozo.

Aquellos que no han leído más allá del capítulo 3 quizás piensen que Eclesiastés solo da voz a un sentimiento de desconcierto y tristeza al describir la situación de las cosas. Pero 2:26 ya va más allá de eso: “A la persona que le agrada, Él le ha dado...gozo” (LBLA). En Eclesiastés, el gozo es un tema central, y es una bendición tan grande, y otorgada con tanta gracia, como lo es, por ejemplo, en Filipenses.

Eclesiastés es una meditación fluida sobre el tema del diario vivir. Tiene dos partes. Cada una de ellas es una cuerda de unidades separadas, yuxtapuestas sin conectores y de forma un tanto suelta, pero que, sin embargo, se unen lógica y teológicamente por medio del tema del que se trata. Y uniéndolo todo, están tres imperativos recurrentes:

  • Reverenciar a Dios: En Eclesiastés, al igual que en Proverbios, temer significa “confiar, obedecer y honrar,” no “estar aterrorizado” (3:14; 5:7; 7:18; 8:12–13; 12:13).
  • Reconocer las cosas buenas de la vida como regalos de Dios y recibirlas de esa manera, disfrutando de ellas (2:24–26; 5:18–19; 8:15; 9:7–9).
  • Recordar que Dios juzga nuestras obras (3:17; 5:6; 7:29; 8:13; 11:9; 12:14).

Existen dos rasgos unificadores más. El primero es la frase sujetalibros, “Vanidad de vanidades, dice el Predicador … Todo es vanidad”—las palabras de apertura en 1:2 y las palabras de clausura en 12:8. Vanidad significa literalmente “vapor” y “niebla”, y aparece más de un par de docenas de veces para comunicar vacío, falta de sentido, falta de valor y haber perdido el camino. “Correr tras el viento” —es decir, tratando de agarrarlo— es una imagen con un significado paralelo (1:14,17; 2:11,17,26; 4:4; 6:9). Ambas metáforas apuntan a un esfuerzo infructífero, del cual el mundo está lleno, dice el autor.

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El segundo rasgo unificador es la frase “bajo el sol.” Especifica el punto de partida y señala la perspectiva de no menos de 29 veredictos acerca de las cosas cuando son analizadas en términos de este mundo, sin referencia a Dios.

La primera mitad de Eclesiastés, capítulos 1-6, es en efecto una vereda cuesta abajo “bajo el sol”, rumbo a lo que podría llamarse “la oscuridad de la vanidad”. El orden natural, la sabiduría en sí misma, la auto indulgencia desinhibida, el trabajo arduo, hacer dinero, el servicio público, el sistema judicial y la religiosidad pretenciosa —son todas sondeadas para encontrar qué significado, propósito o satisfacción personal producen.

La razón del sondeo nos es dada: Muy dentro de todo corazón humano, Dios ha puesto “eternidad” (3:11) —un deseo de saber, tal como lo sabe Dios, la manera en que todo encaja con todo lo demás para producir valor, gloria y satisfacción duradera. Pero la investigación fracasa: Solo trae como resultado la frustración de no haber llegado a ningún lugar. ¿La implicación? Esta no es la manera de proceder.

La segunda parte, los capítulos 7-12, es un tanto discursiva —hasta podría decirse que serpentea. Se esfuerza por mostrar que a pesar de todo, la búsqueda y la práctica de una sabiduría industriosa, modesta y callada es abundantemente digna y no hay manera de embarcarse en ella demasiado temprano en la vida. Después de comparar la vejez con una casa que se despedaza (12:1-7), el escritor se eleva a una solemne conclusión:

La conclusión, cuando todo se ha oído, es ésta: teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque esto concierne a toda persona. (v.13)

La última frase es elusiva: puede ser que su enfoque sea el deber, o bien que la frase conlleve el pensamiento “la completitud del ser humano,” tal como lo expresa la versión Dios Habla Hoy:

Honra a Dios y cumple sus mandamientos, porque eso es el todo del hombre. Dios habrá de pedirnos cuentas de todos nuestros actos. (12:13-14) [énfasis añadido]

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¿De qué manera, pues, debemos finalmente formular la teología de gozo que corre a través del libro entero y lo sostiene? El regocijo en Cristo y en la salvación del creyente, como lo deja ver el Nuevo Testamento, va más allá. Pero al celebrar el gozo como un bondadoso regalo de Dios, y al reconocer el potencial de gozo de las actividades y las relaciones diarias, Eclesiastés pone el fundamento correcto:

Nada hay mejor para el hombre que comer y beber y decirse que su trabajo es bueno. Esto también yo he visto que es de la mano de Dios. (2:24)

Alabo el gozo. (8:15) [Traducción propia]

Goza de la vida con la mujer que amas, todos los días de tu vida fugaz que Él te ha dado bajo el sol, todos los días de tu vanidad, porque esta es tu parte en la vida y en el trabajo con que te afanas bajo el sol. (9:9)

Ser demasiado orgulloso como para disfrutar lo que puede ser disfrutado es una falta atroz, y una falta que clama por corrección inmediata. Debo reconocer, tal como lo tuve que aprender hace mucho tiempo, que el remedio para el cinismo es descubrir cómo, bajo Dios, las cosas ordinarias pueden traer gozo.

J. I. Packer es profesor de teología en el Regent College y autor de más de 40 libros, incluyendo su libro de mayor venta Knowing God [El conocimiento del Dios Santo].

Revisado por Livia Giselle Seidel

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