Este artículo fue publicado en colaboración con la Conferencia Nacional de Liderazgo Cristiano Hispano (NHCLC, por sus siglas en inglés).

Un viernes de Enero de 2006, en mi casa en Provo, Utah, recibí una llamada telefónica de mi tercer hijo, Micah, que cambió mi vida.

Mi familia y yo disfrutamos de nuestra vida en "Sión," el resultado de la decisión que mi marido, Michael, y yo habíamos hecho como adultos jóvenes a unirnos a la iglesia mormona. Durante siete años, fui profesora titular en la Universidad Brigham Young (BYU), la escuela principal de la Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días (SUD). Michael era un sumo sacerdote, obispo y alto consejero, trabajador del templo, maestro de seminario, y presidente de la escuela dominical. Nuestro primer hijo, Josh, y el segundo, Matt, habían servido en las misiones evangelizadoras, de dos años de duración, requeridas por la iglesia. Nuestra hija Katie también agradó a los líderes de la iglesia con su fe en Cristo Jesús y en José Smith.

Yo despreciaba a los cristianos que seguían sólo la Biblia. Tenían parte del Evangelio, pero yo tenía su plenitud. Yo guardé las leyes y las ordenanzas del mormonismo. Cuando tomaba el sacramento del pan con levadura y agua, cada semana en el templo, creía que estaba dejando que el conserje del pecado barriera toda iniquidad. Yo creía que la iglesia mormona había asegurado mi vida eterna.

Vida en Sión

Nos habíamos unido a la iglesia a los 25 años, después de que unos misioneros mormones tocaron nuestra puerta. Tanto Michael como yo habíamos asistido a iglesias protestantes, pero rara vez leíamos la Biblia. Asumimos que unirnos a la iglesia era una opción cristiana (el 85 por ciento de los conversos mormones provienen del cristianismo). Fuimos incapaces de contrarrestar los misioneros.

Inmediatamente y siempre activos en la iglesia, educamos a nuestros cuatro hijos en la fe mormona. Sirviendo incontables horas en llamamientos de la iglesia, leyendo la escritura mormona, diezmando, asistiendo a reuniones, manteniendo un código de salud, dedicándonos a la genealogía para poder redimir a los muertos en el templo—estas fueron algunas de nuestras ofrendas al dios mormón.

En todos los años de servicio a la iglesia, yo creía que conocía a Jesús. Creíamos que nació primero como un hijo espiritual del Padre Celestial y de la Madre y que vino a la tierra para recibir un cuerpo. Él expió nuestros pecados en el Jardín. Como el fariseo en Lucas 18, pensé que lo conocía mejor que otros a través de la instrucción exclusiva que recibí en el templo.

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En 1999, terminé mi doctorado en educación y me contrataron en la Universidad Brigham Young. Nos mudamos a Sión.

Y la vida era buena allí. Los domingos cantábamos:

Grande es su gloria y su sacerdocio sin fin.

Siglos de los siglos las llaves él sostendrá.

Fiel y verdadero, él en su reino entrará,

Coronado en medio de los profetas de la antigüedad.

¿Suena como Jesús? No, este himno es acerca de José Smith. Aquí está el primer verso:

¡Alabado sea el hombre que con Jehová estaba en comunión!

Por Jesús fue ungido ese Profeta y Vidente.

Bendito para abrir la última dispensación,

Reyes le exaltarán y naciones le venerarán.

Al igual que el Padre Celestial y Jesús hicieron antes que él—al igual que el propio Smith—Michael estaba trabajando para convertirse en un dios. Esta era una razón por la que asistíamos al templo con regularidad.

Entonces, algo inesperado interrumpió nuestra vida mormona perfecta. Tres semanas antes de terminar su misión de dos años, Micah llamó para decirnos que sería enviado a casa antes de terminar—una vergüenza horrorosa en la cultura mormona. Él había estado leyendo el Nuevo Testamento. Allí se encontró con un Jesús diferente al que me enseñaron en el mormonismo—un Dios de gracia, no de obras, para que nadie se jactara. Esto captó la atención de Micah.

Micah había declarado en su testimonio de despedida, en un cuarto lleno de misioneros, que había puesto su fe en Jesús solamente y no en la iglesia mormona.

Les dijo que había encontrado una fe profunda y genuina—una fe que no incluía el mormonismo. No fue muy bien recibido. Los líderes de la iglesia nos dijeron que Micah tenía el espíritu del diablo en él, lo enviaron a casa y, posteriormente, ya en Utah, nos invitaron a llevarlo ante el sumo consejo. Para evitar que fuese excomulgado, pusimos a Micah en un avión fuera de Utah. Su expulsión puso a nuestra familia en caos.

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Cuando abordó el avión en Utah para empezar un grupo musical y un nuevo ministerio en la Florida, Micah nos rogó: "Mamá y papá, por favor lean el Nuevo Testamento." Comenzamos a hacerlo. Apenas comía o dormía, porque me consumía el deseo de leer más sobre el Dios de la gracia. Eso era todo lo que quería hacer.

Después de la expulsión de Micah, las preguntas sobre el mormonismo que había albergado durante años—acerca de mi bendición patriarcal, sobre la historia de la iglesia acerca del racismo, sobre el alcance de la expiación de Cristo—surgieron con mayor urgencia. Seguí el consejo de Micah y comencé a leer la Biblia en traducciones más fáciles de entender que la versión autorizada por los mormones (King James Version).

En Juan, leí: "Estas Escrituras mismas son las que dan testimonio de mí, sin embargo, ustedes no quieren venir a mí para tener esa vida." La salvación no requería la iglesia mormona, sino solo a Jesús. Empecé a ver que el mormonismo enseña un evangelio diferente de lo que enseña la Biblia.

Cuando leo lo que Jesús dijo en Juan 6:44: "Nadie puede venir a mí sino lo atrae el Padre que me envió." Yo sabía que estaba siendo atraída—absorbida, arrastrada, transportada. En física, un horizonte final es un límite más allá del cual la fuerza de gravedad es tan poderosa que no hay escapatoria. Este fue mi horizonte final. Al leer la Biblia, mi apetito por Dios creció exponencialmente. Me sentí atraída hacia él a una velocidad cada vez mayor.

Luego, en una tarde fría de octubre en 2006, Michael y yo nos quedamos con Katie en el sótano para ver la película Lutero. Mi corazón latía con fuerza mientras me enteré de la lucha de los reformadores contra la iglesia católica. Parecía que yo enfrentaba una lucha similar. ¿Realmente creía que el sistema mormón de obediencia a las leyes y ordenanzas podía asegurar mi perdón? ¿O creía yo lo que la Biblia enseñaba, que sólo Jesús era el camino, la verdad y la vida?

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Esa noche, marchando apresuradamente hacia el punto de no regreso, inclinada con la cara sobre la alfombra y los brazos extendidos, grité a Jesús, "soy tuya, sálvame." Fui así abrazada instantáneamente al lado de Cristo.

A partir de entonces, Dios se hizo personal. Hablaba con él. A veces respondía. Tenía sueños austeros. En cuanto rendí mi completa voluntad a la suya, él parecía estar guiándome suavemente hacia alguna parte. Se presentó en mi vida en momentos inesperados y me enseñó a través de otras personas y por medio de las circunstancias, a través de la Palabra y en la oración. Fue extraño al principio—enervante. Nunca había experimentado nada como esto. Algunos días me detenía a recobrar un poco de aliento. Dios me consiguió un trabajo que no había solicitado para que yo pudiera salir de la Universidad Brigham Young. Él vendió nuestra casa el día después de que renunciamos a la iglesia mormona. Esto debe ser lo que los cristianos llaman una relación personal con Jesús.

He descubierto que este Jesús no podía ser limitado por las leyes y ordenanzas de la religión. Jesús es real. Esta relación palpable me transformó.

Sangre consoladora

Alrededor de un mes después que Katie vino a Cristo, ella soñó sobre un patio de piedra en forma de un círculo. Se vio a sí misma como una niña pequeña, guiada por un hombre mientras caminaba a través de una puerta que parecía un corral de ovejas. Había pequeños charcos de sangre en el suelo, pero ella no tenía miedo. Este patio era el lugar donde Jesús había sido golpeado y azotado hasta la muerte, la sangre era de él.

Katie miró directamente hacia el hombre, que llevaba una túnica y un chal sobre la cabeza, e inmediatamente confió en Él. El hombre se arrodilló para mirarla directamente a los ojos. Tomando el chal de su cabeza, tocó el suelo manchado de sangre y suavemente comenzó a cubrirla con la sangre, comenzando con su cabeza. Él le sonrió, como si ella fuera el gozo puesto delante de él.

Este es el Jesús que mi familia y yo ahora conocemos. Él me ama personalmente. Devoro su Palabra y lo encuentro allí. Él me conoce y me enseña. No necesito las leyes y ordenanzas de la iglesia mormona para ser salva. Sólo necesito a mi amado Jesús.

Lynn Wilder es autor de Unveiling Grace: The Story of How We Found Our Way Out of the Mormon Church (Zondervan).

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