Hace tres años, CT lanzó el Proyecto Evangelio Global, una iniciativa multimedia explorando las verdades fundamentales del Cristianismo. En la revista, enmarcamos las doctrinas en términos de cómo surgen del pensar sobre las tres personas de la Trinidad—el primer año, doctrinas relacionadas con Jesús, el segundo con el Padre, el tercero con el Espíritu Santo. El proyecto continúa en línea, explorando enseñanzas que se conectan con el Padre Nuestro y los Diez Mandamientos. Mientras tanto, hemos iniciado un nuevo emprendimiento en la revista impresa: “Re-Palabra.” Esto nos permitirá incluir más exposición bíblica en nuestras páginas con artículos que combinan narrativa personal y comentario por maestros y eruditos respetados. Esta serie no solamente desempacará las riquezas de las Sagradas Escrituras, sino también mostrar como la verdad bíblica renueva nuestras vidas. —los editores

En una bella mañana en mayo del 1973, mi vida Cristiana dio un giro decisivo. Me había convertido al Cristianismo 18 meses antes, durante el otoño de 1971. Había sido un ateo agresivo, completamente convencido de la cosmovisión atea. Sin embargo, en mi primer semestre en la Universidad de Oxford, me di cuenta que el Cristianismo era superior intelectualmente a mi anterior ateísmo. El Cristianismo simplemente daba un sentido a la vida en una manera que el ateísmo no lo hacía.

Alrededor de un año de mi vida como Cristiano, las cosas no iban muy bien. Me inclinaba a pensar sobre la fe como un set de ideas solamente. Seguro, yo amaba a Dios con toda mi mente. ¿Pero qué de mi corazón? ¿Y qué de mi imaginación? Sentía que me encontraba parado frente a la puerta de algo enormemente rico y satisfaciente, pero yo solo lo veía a la distancia, inseguro de si algún día iba a poder arrebatarlo. Cómo Moisés en el Monte Nebo, estaba captando un destello de algo que parecía estar fuera de mi alcance. Yo sabía que tenía que liberarme del racionalismo frío de mi temprana fe. ¿Pero, cómo?

Fue por eso que salí temprano aquel día, en bicicleta, a Wyntham Woods, a unas cuantas millas del centro de la ciudad de Oxford. Encontré un lugar para sentarme en una loma donde podía ver las famosas “torres de ensueño” de Oxford. Habiéndole pedido a Dios que me ayudara a poner mi vida en orden, abrí mi Biblia y empecé a leer la carta de Pablo a los Filipenses. Uno de mis amigos me había dicho cómo le había ayudado en su fe haberse sentado a leer todo el libro completo sin parar. Decidí hacer lo mismo fuera de la ciudad, en el campo, donde no había distracciones.

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Ese día descubrí dos temas que han transformado mi vida como Cristiano. Ambos temas vinieron a mí mientras leía Filipenses 3, saboreando cada frase, tratando de identificar y digerir cada perla de sabiduría.

Alas de fe

El primer descubrimiento vino mientras contemplaba la declaración de Pablo, “todo lo considero pérdida por razón del incomparable valor de conocer a Cristo Jesús, mi Señor” (v. 8 NVI). Después de leer y releer esas palabras, empecé a darme cuenta de la verdadera naturaleza de mi problema: Mi fe había afectado mi mente pero había dejado el resto sin tocar. Hasta ese momento, había pensado sobre el crecimiento espiritual en términos de acumulación de conocimiento. Así que había leído comentarios bíblicos y libros sobre teología sistemática. Pero eso no había profundizado la calidad de mi fe. Yo era como la persona que ha leído libros sobre Francia pero nunca ha visitado el país. O como alguien que ha leído sobre enamorarse pero nunca lo ha experimentado.

Todo lo que leí en la sección introductoria contribuyó a mi visión transformada de la vida Cristiana. Sin embargo, ese versículo por sí solo parecía resumirlo todo tan bien.

El contexto del versículo 8 es muy significativo. Pablo explica como su peregrinaje personal lo califica como un judío con distinción: “Si cualquier otro cree tener motivos para confiar en esfuerzos humanos, yo más” (v. 4). Pablo no estaba siendo irónico. Estaba haciendo una lista de sus muchos logros antes de llegar al punto: Dichos logros palidecen en comparación a la maravilla, el gozo, y el privilegio de conocer a Cristo. “Todo aquello que para mí era ganancia,” él dice, “ahora lo considero pérdida por causa de Cristo” (v. 7). A la luz de Cristo, vemos las cosas tal como son verdaderamente. Lo que pensábamos que era oro se desmorona en polvo.

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Pablo explicó que sus logros pueden en realidad estorbar lo que verdaderamente importa: Conocer a Cristo. Las buenas cosas pueden ser una barrera a lo que es lo mejor. No creo que la palabra revaluación era parte del vocabulario de aquellos tiempos, pero eso era lo que estaba proponiendo Pablo—una revisión radical de lo que yo entendía sobre lo que verdaderamente importa en la vida.

Las palabras de Pablo me forzaron a reconsiderar mi sistema de valores. Dejo en claro que lo que importaba no era lo que yo lograra, sino lo que Cristo lograra dentro y a través de mí. Nuestro estatus es otorgado a través de Cristo, no se obtiene a través de las obras de la ley. Pablo sabía que conocer a Cristo eclipsaba y superaba toda y cada una de las cosas que él había conocido y valorado anteriormente.

¿Podía yo decir lo mismo? ¿Conocer a Cristo superaba todo lo demás que yo amaba y valoraba? ¿O era Cristo simplemente uno de mis intereses entre muchos?

Lo que me habló con mayor poder esa mañana fue la distinción que hizo Pablo entre saber de Cristo Jesus y conocer a Cristo Jesús. Muchos lectores, sin duda, sentirán que esto es algo muy obvio. Pero todo mundo tiene que descubrirlo en algún momento, y ese día capté la importancia de la “espiritualidad” para alimentar mi relación con Dios. Y el gran “himno de Cristo” (Fi. 2:5-11) me ayudó a ver mi necesidad de poner mi enfoque en la vida y la muerte de Cristo, en lugar de acercarme a él a través de un marco impersonal de ideas abstractas. Como resultado de esto, himnos como el de Isaac Watts “Al contemplar la excelsa cruz”—que yo había percibido como emotividad sentimental—tomaron un nuevo significado ahora que podía compartir y entrar en la experiencia de adorar a Cristo.

Empecé a pensar de mi fe como algo que era agarrado y sostenido por Cristo, y ajusté todo aspecto de mi vida respectivamente—mi mente, corazón, imaginación, y manos. Hice una conexión—quizás una conexión ingenua, pero que me habló en una manera profunda—con la poderosa imagen de Cristo tocando a la puerta de la iglesia en Laodicea, pidiendo entrar (Ap. 3:20). Cuando me convertí, había invitado a Cristo a que viniera a mi mente, pero allí se había quedado. Me di cuenta que yo tenía que permitir que cada “cuarto” de mi vida fuera llenado por la presencia de Cristo—presencia dadora de vida y que cambia la vida.

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Por supuesto, nunca perdí de vista defender racionalmente la fe. Como ateo que había descubierto el Cristianismo, naturalmente me veía a mi mismo como un apologista—alguien que estaba dispuesto y que era capaz de responder a los retos contra la fe presentados por la cultura. Sin embargo seguí progresando en mi entendimiento de lo que significaba tener fe en Cristo. Empecé a leer a C.S. Lewis en 1974, y encontré en él alguien que reafirmaba lo razonable de la fe mientras que al mismo tiempo mostraba sus dimensiones ricamente imaginativas. También empecé a leer el clásico de Thomas à Kempis, Imitación de Cristo, acogiendo su reto a modelar mi vida alrededor del Cristo crucificado. Hasta entonces había visto el sermón del culto como el corazón del servicio de la iglesia; empecé a darme cuenta como la adoración nutría y enriquecía mi fe. Ya no tenía que trabajar más en mi fe activamente. Parecía ser como si mi fe hubiese desarrollado una vida y fortaleza propia, sosteniéndome. La frase, “alas de fe” repentinamente tuvo significado.

¿Por qué la iglesia?

Sin embargo, mi lectura de Filipenses me ayudó a contestar otra pregunta que me había estado inquietando: ¿Para qué se necesita la iglesia? Las congregaciones en Oxford a las que yo había asistido proveían un platillo raquítico—sermones enfocados en animarnos a leer nuestras Biblias y a confiar en Dios. Por lo tanto, yo pensé que podía obtener más leyendo libros o platicando con mis amigos que asistiendo a la iglesia. Ignoraba la vitalidad de la comunidad Cristiana. No había leído la famosa máxima de Cipriano de Cártago: “No puede tener a Dios como su Padre aquel que no tiene a la iglesia como su madre.” Si la hubiera leído, me hubiera desconcertado. La iglesia, desde mi perspectiva, jugaba meramente un papel social y educativo.

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Por lo tanto me sorprendieron las palabras de Pablo en Filipenses 3:20: “nuestra ciudadanía está en los cielos.” Cuando asistí a una presentación en Oxford sobre el sistema colonial romano, fallé en conectarlo a este pasaje, que usa el término griego politeuma, que aquí se traduce como “ciudadanía.” Una lluvia de pensamientos brotaron en mi mente cuando empecé a conectar todo.

La iglesia es un “puesto de avanzada” del cielo en la tierra, lo que los romanos llamaban una colonia—que no se debe confundir con el término común en inglés colony [que se refiere a un lugar que se ha colonizado]. Filipo era en sí una colonia romana en ese entonces, un “puesto de avanzada” de Roma en la provincia alejada de Macedonia. Los lectores de Pablo fácilmente se hubieran podido relacionar con esa imagen que se pintaba. Los ciudadanos Romanos que residían en Filipo tenían el derecho de volver a casa a la metrópolis después de haber servido en la colonia. Para Pablo, uno de los beneficios de conocer a Cristo era ser un ciudadano de los cielos. Los cristianos viven en la tierra ahora, donde hay mucho que lograr para el reino de Dios. Pero nosotros somos ciudadanos de los cielos, y ese es nuestro verdadero hogar.

La iglesia es una comunidad de creyentes, un “puesto de avanzada” del cielo en la tierra, un lugar en el que mora “el espíritu de gracia” (Za. 12:10). De la misma manera que los romanos en Filipo hablaban el idioma de Roma y obedecían sus leyes, nosotros también obedecemos las costumbres y los valores de los cielos. Como cristianos, vivimos en dos mundos y debemos aprender a navegar ambos mientras que a final de cuentas somos fieles a nuestra patria.

Empecé a ver a la iglesia como un lugar que ayuda a los cristianos a navegar al mismo tiempo los dos mundos de la fe—donde estamos ahora y donde estaremos al final.

Esto me ayudó a finalmente entender lo que es una comunidad cristiana. Empecé a ver a la iglesia como un lugar que ayuda a los cristianos a navegar al mismo tiempo los dos mundos de la fe—donde estamos ahora y donde estaremos al final. Es como un oasis en el desierto, equipándonos para trabajar y servir en el mundo al mismo tiempo que promovemos y protegemos nuestra singularidad como cristianos.

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Empecé a darme cuenta que la iglesia era un anticipo del cielo, imperfecta pero importante, cuya adoración y valores eran una parte integral de mi fe. La iglesia era una comunidad congregada alrededor de la lectura pública de la Palabra de Dios, su interpretación y aplicación a través de la predicación, y su representación en adoración y oración.

Muchos lectores acertadamente notaran que esto—mis pensamientos iniciales, les recuerdo—fallan en hacer justicia a la naturaleza completa de la iglesia. Pero ese no es el punto. Conforme fui creciendo en mi fe, leí obras como Vida juntos, de Dietrich Bonhoeffer, que me ayudaron a desarrollar una visión más rica y completa de la comunidad cristiana. Pero el leer Filipenses desató una serie de pensamientos que me ayudaron a resolver un problema serio que yo estaba enfrentando. No importa que tan imperfectos o inadecuados esos pensamientos de mayo de 1973 puedan haber sido, me encaminaron por la senda que me llevó a la ordenación en la Iglesia de Inglaterra, de tal manera que yo pudiera ministrar dentro del tipo de comunidad que en otro tiempo consideré irrelevante. Aunque mi responsabilidad primordial es enseñar en la Universidad de Oxford, me complace mucho poder ministrar entre las congregaciones en las aldeas en Cotswolds, cerca de mi hogar.

Quizás la lección más importante de mis reflexiones iniciales de hace 40 años fue cómo la Biblia puede hablarnos en tiempos de necesidad, transición, y discernimiento. Me encontraba en una encrucijada. Al igual que muchos otros antes que yo, descubrí que acudir a la Biblia con preguntas honestas y reales—y con la disposición para cambiar—abrió nuevas posibilidades de crecimiento. Sé que no seré el último en hacer ese descubrimiento.

Alister McGrath es Profesor Andreas Idreos de Ciencia y Religión en Oxford University, presidente del Centro Oxford de Apologética Cristiana, y autor recientemente de C. S. Lewis—A Life. Eccentric Genius, Reluctant Prophet [C. S. Lewis—Una vida. Genio excéntrico, profeta reticente] (Tyndale).

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