En enero de 1944, varios meses después de que los nazis lo habían puesto prisionero, Dietrich Bonhoeffer le escribió una carta a su amigo Eberhard Bethge. En ella, Bonhoeffer reflexionaba en lo que la relación significaba para cada uno. Bonhoeffer escribió que, en contraste al matrimonio y a los lazos familiares, la amistad “no tiene ningún derecho generalmente reconocido, y por lo tanto depende enteramente en su propia cualidad inherente.”

Al escribir estas líneas, Bonhoeffer debe haber tenido a su prometida, María Von Wedemeyer, en mente. Con María, Bonhoeffer sabía su lugar. Se habían comprometido para casarse y todos sus familiares y conocidos reconocían su amor y estaban preparados para ser testigos en la ceremonia matrimonial, siempre y cuando Bonhoeffer quedara en libertad. Con Eberhard, por otro lado, Bonhoeffer admitía que no había un reconocimiento público similar. Eso lo llevó a levantar un interrogante: ¿Qué eran Eberhard y Dietrich el uno para el otro, y de qué manera podía ser preservado y sostenido el amor que se tenían?

Años más tarde, Eberhard se dirigió a un oyente que había venido a escucharlo dar una plática sobre su amistad con Bonhoeffer (tema que exploró a fondo Charles Marsh en la aplaudida biografía Strange Glory [Gloria extraña]). De seguro, dijo el oyente, la relación entre ellos “debe haber sido una relación homosexual.” ¿Qué más podían indicar las vehementes cartas de Bonhoeffer a Eberhard?

Nos preguntamos cuánto podemos esperar de la amistad, qué tan solida y duradera es—cuando la comparamos con otros lazos. ¿Es la amistad un lazo más débil que el matrimonio o la familia?

Bonhoeffer sabía que su amistad con Eberhard era quebrantable—que no había ceremonia o voto público que los mantuviera unidos. Esa consciencia de que la amistad es frágil había aumentado desde que Bonhoeffer escribía sus cartas de prisión. Palabras como sospecha, inquietud, y duda mejor describen nuestros instintos sobre la amistad. Nos sentimos inciertos en cuanto a la amistad—quizás especialmente entre personas del mismo sexo. Y, como Bonhoeffer, nos preguntamos cuánto podemos esperar de la amistad, qué tan sólida y duradera es—cuando la comparamos con otros lazos. ¿Es la amistad un lazo más débil que el matrimonio o la familia? Además, muchos de nosotros dudamos que podamos obtener intimidad sin que haya, allá en lo profundo, un elemento sexual de la amistad.

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¿Un eclipse de amistad?

En Deep Secrets: Boys’ Friendships and the Crisis of Connection [Secretos profundos: Las amistades entre muchachos y la crisis de conexión], la científica social Niobe Way cuenta sobre una investigación que ella hizo de varones (principalmente no anglosajones) del noreste de los Estados Unidos a lo largo de más de dos décadas. Antes de la adolescencia, los muchachos hablaban en términos escandalosamente íntimos de sus amigos varones. Sus “amistades más cercanas comparten la trama de Love Story [Historia de amor] más que la trama de Lord of the Flies [Señor de las moscas],” señala Way, desinflando nuestro estereotipo de que mientras que las muchachas quieren pláticas profundas, los muchachos se comunican con gruñidos y prefieren dispararse con pistolas de juguete.

Pero Way también descubrió que conforme los varones fueron creciendo, fueron perdiendo la intimidad que en un tiempo disfrutaron. Temerosos de ser percibidos como homosexuales o femeninos, se alejaron. Muchos de ellos le dijeron a Way “que no tienen tiempo para sus amigos varones, a pesar de que permanece el deseo para ese tipo de relaciones.”

Los muchachos que Way estudió no son los únicos que enfrentan la pérdida de amistades profundas. Temerosos de cruzar límites de lo apropiado, muchos cristianos, tanto solteros como casados, nunca desarrollan amistades con personas del sexo opuesto. En manera similar a Bonhoeffer y a Bethge, enfrentan sospechas de otros cristianos sobre si este tipo de relaciones pueden siquiera lograrse.

No es sólo nerviosismo sobre indiscreciones sexuales que nos impiden formar amistades profundas. Por ejemplo, hablo con muchas madres jóvenes que me dicen que se sienten solas. Mientras que antes estaban cerca de otras mujeres, las demandas de alimentar, de la siesta, y mandar temprano a la cama a sus hijos ahora estorban esas amistades. Nuestras rutinas modernas y nuestra manera nuclear de vivir hacen difícil que encontremos y mantengamos amigos cercanos. Un amigo recientemente me dijo, “en la universidad, había un proceso reconocido para encontrar amigos. Ahora que estoy en mis 30s, parece ser que todos ya tienen sus grupos de amigos hechos, y ya no me sé el proceso.”

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No es sólo nerviosismo sobre indiscreciones sexuales que nos impiden formar amistades profundas. Por ejemplo, hablo con muchas madres jóvenes que me dicen que se sienten solas.

Como han observado investigadores como Laura L. Carstensen, directora de Stanford Center on Longevity, las personas que se acercan a la mediana edad se retiran a las relaciones que ya tienen, en lugar de buscar nuevas comunidades. “Tiendes a enfocarte en lo que es más importante emocionalmente para ti,” le dijo a The New York Times. “Así que no te interesa ir a la fiesta de cocteles; lo que te interesa es pasar tiempo con tus hijos.”

Pero nuestro sentimiento común de que la amistad es difícil de conseguir no siempre ha sido prominente entre los cristianos. Al contrario, muchos de nuestros antepasados en la fe celebraban el amor a la amistad. Lejos de tomar un punto de vista sospechoso o nostálgico, invirtieron enorme esfuerzo en hacer y mantener amigos. Y allí es donde se encuentra una historia—una historia a la que debemos ponerle atención el día de hoy.

‘Tan vinculante como el matrimonio’

En 1914, inmediatamente después de que el joven Bonhoeffer se mudó con su familia a Berlin, un excéntrico ruso docto publicó un libro en la forma de 12 cartas a un amigo anónimo. El autor, un joven llamado Pavel Florensky, tenía un anhelo inusual de amistad. Como lo describió un compañero de estudios, “Cuando toma a alguien en su corazón pone todo en la relación.” Florensky no está contento con un simple conocido, “quiere acercar a su amigo a cada detalle de su vida y entra de todo corazón en sus vidas y en sus intereses.”

Haya sido lo que haya sido la orientación sexual de Florensky—eventualmente, para la sorpresa de muchos, se casó con una mujer—sabemos que el teólogo ortodoxo tenía una preocupación especial por fortalecer los lazos de la amistad entre amigos varones. Cuando eran jóvenes adultos, él y su amigo Sergei intercambiaron votos de entrega, prometiendo fidelidad el uno al otro al mismo tiempo que se comprometían a permanecer castos. De acuerdo a la biografía de Avril Pyman, Florensky consideraba este pacto “tan obligatorio como un voto matrimonial o monástico.”

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En sus cartas, tituladas The Pillar and the Ground of Truth [El pilar y el fundamento de la verdad], Florensky explica el compromiso entre ellos. “Hay muchas tentaciones para dejar a un lado al amigo, para permanecer solo, o para empezar nuevas relaciones,” escribió. “Pero la persona que ha terminado una amistad terminará otra, y una tercera, porque él ha reemplazado el camino de ascesis”—el camino del amor costoso, auto sacrificial—“con el deseo por . . . la comodidad.” Al comprometerse a estar allí para un amigo en particular, pase lo que pase, Florensky pensaba que podía aprender mejor el significado del amor cristiano. El concluyó diciendo, “El mayor . . . amor sólo se puede volver realidad en relación a los amigos, no en relación con toda la gente, no engeneral.”

En otro lugar, Florensky comparó el amor por un amigo a una “molécula de la comunidad”: Así como una molécula depende de las conexiones entre los átomos, de la misma manera la iglesia no puede ser reducible a individuos sino que depende de pares de amigos para florecer. No somos llamados a existir como unidades aisladas que aman a Dios separados de aquellos a nuestro derredor. En lugar de eso, Jesús dice, el amor de Dios se manifiesta en amor por nuestros amigos—y aquí, notablemente, no se posa en las palabras cónyuges o hijos o familia (Juan 15:13).

Una historia para los perplejos

Conforme pasamos tiempo con los escritos de Florensky, nos damos cuenta que las perspectivas modernas sobre la amistad no son la última palabra sobre el tema. Es cierto que al hablar sobre la amistad como el más libre de los amores, como lo hace Bonhoeffer, tiene sentido en nuestro mundo recientemente moderno. Es un mundo en que los viejos amigos se pueden dejar atrás tan rápidamente como firmamos el contrato de un nuevo trabajo que nos lleva al lado opuesto del país. Pero ese no ha sido siempre el caso.

La esperanza de Florensky por un compromiso sellado entre hermanos y hermanas espirituales se puede encontrar en todas las versiones principales de la iglesia, del oriente o el occidente. En el antiguo oriente, hasta el día de hoy, existe un rito—adelfopoiesis, “hacer-hermanos”—en el cual amigos se hacen promesas el uno al otro y solidifican su compromiso compartiendo en la Cena del Señor. (Aunque los que intercambiaban estos votos eran principalmente varones, el rito estaba abierto a las mujeres también.) En el occidente, el escritor del siglo doce Aelred of Rievaulx sostuvo un ideal similar. Hablando principalmente de la amistad entre monjes, Aelred escribe que llamamos amigos a aquellos “a quienes no tenemos ninguna duda en confiarles nuestro corazón y todo su contenido.” Pero él va aún más allá: “Mirad qué tan lejos debe llegar el amor entre amigos; a saber, que estén dispuestos a morir el uno por el otro,” haciendo eco inequívocamente a las palabras de Jesús. El morir por un amigo es la cúspide del amor.

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Quizás queramos descartar la visión de Aelred de la “amistad espiritual” como idealismo piadoso. Pero su modelo de amistad devota produjo fruto notorio. En los siglos después de su muerte, pares de amigos cristianos fueron sepultados juntos en señal de su amor. Mirando hacia la futura resurrección del cuerpo de entre los muertos, las tumbas compartidas aseguraban para cada amigo que “la primer figura que estos ojos que han despertado verán será [el otro amigo],” nos dice el historiador Alan Bray. Con esa creencia, el católico del siglo diecinueve John Henry Newman fue sepultado al lado de su compañero sacerdote Ambrose St. John. Después de la muerte de St. John, Newman se lamentaba, “siempre he pensado que no puede haber dolor que iguale la pérdida de un esposo o una esposa, pero siento difícil creer que cualquier otro dolor pueda ser mayor que el mío, o que la tristeza de alguien más pueda ser mayor que la mía.”

A los protestantes evangélicos les ha faltado el aparato litúrgico formal de amistades como la de Newman y St. John. Sin embargo, también ellos encontraron maneras de subrayar la permanencia de la amistad. Pienso, por ejemplo, en la amistad de John Newton con el atribulado poeta William Cowper. La amistad llevaba el peso de la enfermedad mental de Cowper, pero Newton buscó preservarla a través de los años y las millas, y a un gran costo personal. Cowper, por su parte, entendió la profundidad del compromiso de Newton. Enfrentando una tristeza debilitante en 1788, Cowper le escribió a Newton: “Encontré . . . consuelos en tu visita que han endulzado todas nuestras entrevistas, en parte restaurado. Yo . . . experimenté mis sentimientos de amistad cariñosa por ti igual que siempre.”

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Existen muchas otras instancias que pudiera mencionar. Ellas ilustran cuánto de nuestro pasado cristiano hemos olvidado.

Te amo porque eres mío

Algunos quizás digan, en este momento, que fue lo mejor haber relegado estas formas íntimas de votos de amistad cristiana a la pila de basura de la historia. Cuando compartí recientemente algunos de estos pensamientos con estudiantes universitarios cristianos, una de las señoritas dijo que le preocupaban los peligros de tales relaciones. Mencionó una amistad especialmente estrecha entre dos mujeres que ella había presenciado, como parecía ser una relación cerrada, obsesiva, y no saludable. Quizás Bonhoeffer estaba en lo correcto, ella dijo: La amistad, en contraste a los lazos del matrimonio y de la familia, no tiene derechos reconocidos públicamente. Y eso es una buena cosa.

Por lo que ya son dos generaciones hasta el día de hoy, C.S. Lewis probablemente ha influenciado el pensamiento evangélico sobre la amistad más que ningún otro. En su libro The Four Loves [Los cuatro amores], Lewis se esfuerza por distinguir la amistad de lo que es un apego erótico. En contraste con los enamorados, a quienes nos imaginamos frente a frente, los amigos están uno al lado del otro, involucrados en una tarea común y necesitando conocer muy poco de la vida del otro fuera de la amistad. Esto, desde la perspectiva de Lewis, es la verdadera gloria de la amistad: “La arbitrariedad e irresponsabilidad exquisita de este amor.” A diferencia de la pareja romántica, que son absorbidos el uno por el otro, dice Lewis, cada amigo le dice al otro, “no tengo ninguna responsabilidad de ser el Amigo de nadie y ningún hombre en el mundo tiene la responsabilidad de ser el mío.” Aquí, a la amistad le falta utilidad—no es para nada en particular, como para procreación o productividad. Y es, precisamente eso, lo que hace de la amistad lo que es.

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Confieso que mis simpatías no están con Lewis en este punto, principalmente porque no estoy seguro de haber tenido una amistad del tipo que él describe. Para él, el amor entre los amigos “ignora no sólo nuestros cuerpos físicos sino la completa personificación que consiste de nuestra familia, trabajo, pasado, y conexiones.” Es “una relación de mentes desenredadas, desmontadas.”

Lo que verdaderamente necesitamos en nuestras iglesias el día de hoy es un retorno a la esperanza de Florensky en una hermandad espiritual en la que se hace un voto.

Nos imaginamos a Lewis con J.R.R. Tolkien o con Owen Barfield, platicando en el club sobre algún trozo de literatura inglesa de la antigüedad con un vaso de cerveza en la mano. La teóloga británica Janet Martin Soskice caricaturiza la escena: “¿Cómo respondería Lewis, me pregunto, si otra “mente desenredada” llegara al club y le dijera que su hijo se cayó de una bicicleta y se hallaba al punto de la muerte? ¿Silencio arrogante?—‘lo siento mucho, viejo, no sabía que eras casado—que tenías hijos—ese tipo de cosas. . . pero sigamos con nuestra traducción de Beowulf.’” Soskice está dibujando una caricatura, por supuesto, pero le pega muy cerca al blanco.

Y es por eso que me inclino a decir que, por todas las maneras en que tales relaciones necesitan ser cuidadosamente cuidadas y atendidas, lo que verdaderamente necesitamos en nuestras iglesias el día de hoy es un retorno, no a la visión de Lewis de un círculo de amigos frente a una ardiente chimenea, sino a la esperanza de Florensky en una hermandad espiritual en la que se hace un voto. Lo que necesitamos no es una camaradería desinteresada y sin cuerpo, en la que mantenemos nuestra distancia de los corazones y las historias de los demás. Necesitamos lazos más fuertes para los hermanos y hermanas en Cristo.

La escritora y activista Maggie Gallagher describe dos tipos de relaciones. A la primera le atribuye la etiqueta “tú eres mío porque te amo.” En esta relación, tú y yo podemos pertenecer a una amistad especial y compartir muchos de los gozos que la amistad hace posible. Pero dichos gozos sólo durarán mientras dure mi amor. Si me canso de ti o me haces daño, tengo la libertad de alejarme—no hay obligaciones, no hay impedimentos que superar, no hay lazos que nos aten.

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La segunda relación que Gallagher describe tiene la etiqueta “Te amo porque eres mía.” Aquí, mi amor no es la base de nuestra conexión. Es al revés: Estamos atados el uno al otro, y por lo tanto te amo. Puede que me aburras o me hieras o pierdas tu atractivo a mis ojos, pero eso no quiere decir que te abandonaré.

¿Qué significaría ver la amistad—específicamente la amistad cristiana, el tipo que queremos fortalecer y hacer crecer en nuestras iglesias—como el segundo tipo de relación en lugar de la primera? ¿Qué significaría si nos hiciéramos promesas el uno al otro, precisamente como amigos?

Todo mundo puede ser un amigo

Como una persona soltera, yo necesito intensamente intimidad y lealtad de mis amigos. Estoy deseoso de escuchar que ellos me digan, “te amamos porque eres nuestro,” sin dejar una cláusula de escape. Parte de la razón que necesito ese tipo de amistad es porque no creo que el matrimonio sea algo que sucederá en mi futuro. Soy gay, y también creo en la perspectiva cristiana tradicional que el matrimonio es la unión entre un hombre y una mujer. Cuando contemplo una vida entera de celibato, yo sé que quiero amigos dedicados que caminarán a mi lado durante la jornada.

Lo que añoro no es simplemente una noche semanal para salir o un círculo de personas con quienes vacacionar. Si el matrimonio ofrece a marido y mujer la oportunidad de cultivar fidelidad a largo plazo y la intimidad callada de una historia compartida—la oportunidad de ser testigos mutuos de los “momentos de ser,” del otro, usando la frase resonante de Virginia Wolf—entonces necesito una manera de ser soltero que me permite una oportunidad similar (aunque no idéntica).

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Necesito personas que sepan a qué hora aterriza mi avión, que se preocuparían por mí si no llegó cuando dije que llegaría. Necesito saber que, contra viento y marea, habrá algunos pocos que se quedarán conmigo, amándome a pesar de mis faltas y cuidándome cuando estoy triste.

Necesito personas que sepan a qué hora aterriza mi avión, que se preocuparían por mí si no llegó cuando dije que llegaría. Necesito personas a quienes puedo llamar y contarles la cosa chistosa que pasó en el pasillo después de clase. Necesito saber que, contra viento y marea, habrá algunos pocos que se quedarán conmigo, amándome a pesar de mis faltas y cuidándome cuando estoy triste. Además, necesito personas a quienes yo pueda cuidar. Como un amigo me dijo, necesitas tener alguien a quien hacerle una sopa cuando está enferma, no solo tener alguien que te haga una sopa cuando tú estas enfermo.

Como una persona soltera, siento estas necesidades con una consternación especial. Pero estas necesidades no las sienten sólo las personas solteras. Conozco dos parejas casadas en sus 20s que recientemente decidieron compartir una casa grande entre las dos parejas. Una de las parejas tiene un pequeño bebé, y la esposa de la otra pareja me dijo, “viviendo juntos, veo con mayor claridad cómo el criar a los hijos nunca fue algo que se esperaba que dos padres hicieran solos.” El ser una madre o padre joven puede ser una de las experiencias más aisladoras en nuestra cultura fragmentada. Y lo que los padres jóvenes necesitan—quizás por encima de todo—es la devoción de amigos cercanos que no saldrán corriendo cuando se sientan arrollados por los pañales sucios, los vómitos, y el llorar nocturno.

Recobrar la práctica histórica de amistades con voto puede ayudar con todo este tipo de necesidades. Necesariamente tales amistades se verán diferentes de lo que se veían en los días de Aelred o de Newton. Difícilmente puedo esperar que mi iglesia local se entusiasme con el rito ortodoxo de “hacer-hermanos” en un tiempo cercano (no importa qué tanto lo desee yo). Pero, el poder traducir a nuestro día la práctica de amistades comprometidas y ligadas por promesas hechas puede substraer algo de la sabiduría de dichas relaciones y aplicarla en una manera fresca en nuestros propios contextos diferentes.

Me imagino un futuro en la iglesia cuando el llamado a la castidad no sonará más como una sentencia sombría a una vida entera de soledad para un cristiano gay como yo. Me imagino comunidades cristianas en las cuales la amistad es celebrada y honrada—donde sería normal para familias vivir cerca de personas solteras o con ellas; donde se espera que personas célibes que son gays formarán lazos significativos con otros solteros, familias, y pastores; donde sea práctica común que los amigos pasen días festivos juntos o compartan vacaciones; donde no es algo fuera de lo ordinario que amigos consideren quedarse donde están, resistiendo el encanto de la movilidad constante, por el bien de sus amistades. Me imagino una iglesia donde el amor genuino no se encuentra ubicado exclusivamente o principalmente en el matrimonio, sino donde el matrimonio y la amistad y otros lazos de cariño son todos vistos como diferentes formas del mismo amor que todos hemos sido llamados a buscar.

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Al virar nuestra práctica de la amistad a una forma de amor más dedicado y honrado, podemos ser testigos—por encima de todo—a un reino donde los lazos entre hermanos espirituales son los lazos más fuertes de todos. El matrimonio, nos dice Jesús, será totalmente transformado en el futuro, casi irreconocible para aquellos que lo conocen en su forma presente (Mt. 22:30). Los lazos de la biología, de la misma manera, son relativizados en el mundo de Jesús (Mr. 3:31-35). Pero los amores que unen a los cristianos, el uno al otro, a través de lazos maritales, raciales, y líneas familiares son amores que perdurarán. Más que eso, son amores que testifican que el amor de Cristo está a la disposición de todos. No todos pueden ser padres o esposos, pero cualquier persona y toda persona puede ser un amigo.

Expandiendo nuestras familias espirituales

Hace unos pocos años, estaba lavando platos en mi casa cuando sonó el teléfono. Era mi amigo Jono. ¿Consideraría yo ser el padrino de su hija Callie, ser testigo de su bautismo y ayudar a sus padres mientras trataban de criarla en la fe? “Piensa y ora sobre esto,” me sugirió Jono. Me sentí honrado. E inmediatamente fui llevando a un nivel más profundo en el círculo de amistad con él y con su esposa Megan.

Semanas más tarde, me encontré parado cerca del bautisterio en una pequeña iglesia anglicana, sintiendo el calor de la cascada de luz que se vertía a través de las ventanas a mis espaldas. El sacerdote levantó a Callie, ataviada en su nuevo vestido blanco, por encima de la fuente, humedeció sus dedos en el agua, e hizo la señal de la cruz en su frente. “Padres y padrinos,” dijo el sacerdote, “la iglesia recibe a Callie con gozo. El día de hoy estamos confiando en Dios para el crecimiento en la fe de ella. ¿Orarán por ella, la atraerán a la comunidad de fe a través del ejemplo de ustedes, y caminarán con ella en el camino de Cristo?” Junto con las madrinas de Callie, yo contesté, “Con la ayuda de Dios, nosotros lo haremos.”

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No fue un intercambio de votos entre un amigo y yo—al menos no en una manera directa. Pero fue lo más cerca de eso que puedo esperar por ahora. Llegar a ser padrino significó que mi relación con dos de mis buenos amigos, y sus hijos, había sido sellada a través del bautismo y había sido presenciada, en calidad de testigos, por otros creyentes. Fue un pequeño paso en transformar una relación de “tú eres mío porque te amo” en una relación de “te amo porque eres mío.” Un pequeño paso—y tengo la esperanza que sea el primero de muchos más en una larga jornada.

Wesley Hill es profesor de nuevo testamento en Trinity School of Ministry y el autor de Washed and Waiting [Lavado y esperando] (Zondervan). Un columnista de CT, blogea con regularidad en Spiritual Friendship.org. Vaya a ChristianBibleStudies.com para el estudio "The Bond of Friendship," un estudio bíblico basado en este artículo.

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