Durante una etapa de mi vida cristiana, me conocían como la persona a la que se podía acudir en busca de apoyo en oración. Si alguien me compartía una petición de oración, esa persona podía estar segura de que la añadiría a mi lista y oraría por esa persona o petición cada mañana en mi tiempo devocional. Durante años, no pasaba un día sin que dedicara intencionadamente un tiempo a la oración. Si me preguntaban qué hacía cuando estaba cansada o desanimada, mi respuesta habría sido —con toda honestidad— que no encontraba nada más refrescante o alentador que ponerme de rodillas y orar.

Si alguien tenía curiosidad acerca de los diferentes tipos de oración, le habría contado cómo aprendí a orar a través del acrónimo ACTS (adorar, confesar, traer acción de gracias y suplicar) y cómo luego descubrí que también se puede orar llevando un diario de oración, e incluso cantando. Habría compartido lo que aprendí de Richard Foster y Dallas Willard, de la práctica del silencio y la quietud en la oración, y de cómo integrar la oración a cada parte de mi vida como enseñó el Hermano Lawrence. Habría compartido también lo que aprendí del uso de las profundas y significativas oraciones de Pablo (que fueron recopiladas en un pequeño folleto por Elisabeth Elliot) y, finalmente, de meditar en las elocuentes palabras del Libro de Oración Común.

Me encantaba leer sobre la oración, hablar sobre la oración, intentar diferentes tipos de oración y animar a otros en sus vidas de oración. Sobre todo, me encantaba la dulce intimidad de la oración en sí misma. También leía y estudiaba la Biblia todos los días, pero la oración era el centro de mi relación con Dios.

Pero un día, sin aviso, razón o explicación, esa sensación de dulce intimidad desapareció, la vida de oración que había cultivado durante años pareció desvanecerse: mi propia relación con Dios parecía amenazada.

¿Una temporada de sequía?

Seguía cumpliendo las mismas prácticas y disciplinas de siempre, pero no parecían estar dando resultado. Seguía apartando tiempo para orar cada día, pero mi experiencia era notablemente diferente. Había días en los que no podía encontrar palabras para presentar, y otros días no podía mantener la concentración. Después me preguntaba si en realidad había estado orando o si había estado soñando, si mis preocupaciones habían subyugado mi tiempo de oración, si me había quedado dormida, o si había hecho un poco de ambos.

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Lo que más me preocupaba era que no podía sentir la presencia de Dios en esos momentos. Aunque me habían enseñado que mi fe no dependía de mis emociones, me había acostumbrado a tener una sensación de conexión espiritual con Dios en la oración que no experimentaba en ningún otro momento. Cuando esa intimidad desapareció, quedé tambaleando.

¿Era esto a lo que se refería C.S. Lewis en Cartas del diablo a su sobrino cuando escribió que Dios «… tarde o temprano... [se] retira, si no de hecho, al menos de nuestra experiencia consciente»? ¿Estaba entrando por fin en este «periodo bajo», como lo llamaba Lewis? ¿Tenía razón Lewis en que «las oraciones ofrecidas en el estado de sequedad son las que más le agradan a Dios»? ¿O era esta la noche oscura del alma que describía Juan de la Cruz? ¿Podrían los años de lucha con la oración de Teresa de Ávila, y su marco del viaje del alma a través de diferentes etapas en la ascensión a Dios, ayudarme a entender lo que estaba experimentando?

A pesar de toda la sabiduría que ofrecen los recursos clásicos y contemporáneos sobre la oración, lo que Dios me enseñó en última instancia fue que mis luchas con la oración surgieron no porque estuviera en un estado de sequedad o en una nueva etapa de oración, sino porque —irónicamente, ahora puedo verlo— había hecho de la oración algo demasiado importante.

Un nuevo marco para la oración

No necesitaba otro método de oración ni leer otro libro acerca del tema: lo que necesitaba era una teología fiel acerca de la oración, puesto que la que había sustentado mi vida de oración durante años, tal y como resultó, estaba distorsionada.

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Antes mencioné que «la oración era el centro de mi relación con Dios». Ahora veo todo tipo de luces de advertencia en esta afirmación. Había orado como si mi relación con Dios dependiera de ello, cuando en realidad mi relación con Dios no depende de una práctica espiritual, sino de su gracia y misericordia reveladas en Jesucristo por el poder del Espíritu Santo. En lugar de recibir la oración como un medio de gracia que Dios podía utilizar para fortalecer mi relación con Él, había entendido la oración como el ancla de esa relación, y había puesto todo mi peso y confianza en esta. Entonces, cuando mi vida de oración parecía haber desaparecido, me sentí como un bote desatado y a la deriva.

Aunque ciertamente creía que era salva por gracia y no por obras, también pensaba que mi relación diaria con Dios dependía fundamentalmente de mis momentos de oración, lo cual terminó haciendo que mis oraciones se parecieran mucho a las «obras». Reflexionando sobre mis conversaciones con otros creyentes y estudiantes a lo largo de los años, parece que muchos de nosotros vemos la oración como algo que tenemos que hacer, lo que nos lleva a sentirnos culpables o avergonzados porque no oramos lo suficiente, o nos hace creer que estamos alejados de Dios porque no hemos orado. Sin embargo, la Biblia muestra una imagen diferente de la oración.

«La segunda palabra»

Cuando oramos estamos respondiendo con gratitud al Dios que ya nos ha alcanzado en Cristo. Oramos el «Padre nuestro», como nos enseñó Jesús, porque ya formamos parte de la familia del pacto de Dios. Hemos sido adoptados por Dios a través de Cristo y del Espíritu. La oración es una práctica familiar, no algo que hacemos para encontrar nuestro camino o para mantener nuestro lugar en la familia, sino algo que hacemos porque ya somos parte de la familia. La oración siempre es, por naturaleza, una respuesta: en la oración estamos respondiendo al Dios que nos creó, nos redimió y nos hizo parte de su familia.

Eugene Peterson describe la oración como un «discurso de respuesta», escribe en Working the Angles[Trabajando los ángulos] : «La oración nunca es la primera palabra, siempre es la segunda. Dios tiene la primera palabra. La oración es un discurso que se da en respuesta: no es principalmente un “discurso” sino una “respuesta”. Entender plenamente esta naturaleza secundaria es esencial para la práctica de la oración». Lo que es cierto de toda nuestra relación con Dios —que depende de la acción previa de Dios— es también cierto de la oración. El Dios que dio origen a la creación, el Señor que llamó a Abram a hacer un pacto con él, el Verbo que se hizo carne para que pudiéramos ser hechos hijos de Dios, es el mismo Dios a quien respondemos en la oración.

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En nuestros tiempos de oración no entramos como los iniciadores, con todo el peso sobre nuestros hombros, sino que entramos como los que responden a un Dios que nos ha dado en su gracia todo lo que necesitamos para estar en relación con Él. Esto no es simplemente una verdad en tiempo pasado —que gracias a la obra salvífica de Cristo en la cruz podemos tener una relación con Dios—, sino que también incluye la presencia del Espíritu Santo en nuestras vidas en el presente. El Espíritu Santo, por el que clamamos «Abba, Padre» (Gálatas 4:6), nos fue dado como nuestro Consejero permanente para estar con nosotros para siempre (Juan 14:16). Dios nos dio el Espíritu Santo para unirnos a Dios en Cristo y guiarnos a medida que vivimos cada día como hijos de Dios. A la luz de esto, Agustín a menudo llamaba al Espíritu Santo simplemente «el Don».

Orando con el Espíritu

Esto tiene implicaciones reales para nuestra vida de oración. Peterson escribió en Christ Plays in Ten Thousand Places [publicado en español como Cristo actúa en diez mil lugares],

Si el Espíritu Santo —la forma que Dios eligió para estar con nosotros, obrar a través de nosotros y hablarnos— es el modo en que se mantiene la continuidad entre la vida de Jesús y la vida de la comunidad de Jesús, la oración es el modo principal en que dicha comunidad recibe y participa activamente en esa presencia, obra y habla. La oración es el medio por medio del cual estamos atentamente presentes delante de Dios, quien está presente en nuestras vidas en el Espíritu Santo.

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Esto nos libera de pensar que la oración tiene que ver con nuestra postura o nuestras «palabras correctas». La oración consiste en estar atentos al Dios que ya está presente con nosotros, al Dios que ya está actuando en nosotros, en nuestras comunidades y en el mundo, y al Dios que quiere que participemos en su obra en curso.

Cuando oramos dependemos del Espíritu, sea que lo reconozcamos o no. Porque «no sabemos qué pedir, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos que no pueden expresarse con palabras. Y Dios, que examina los corazones, sabe cuál es la intención del Espíritu, porque el Espíritu intercede por los creyentes conforme a la voluntad de Dios» (Romanos 8:26-27). Pablo no está diciendo simplemente: «Cuando no encuentres las palabras, el Espíritu te ayudará». ¡La Palabra está prometiendo que el Espíritu mismo está intercediendo por nosotros todo el tiempo! Nunca sabemos con exactitud qué es lo que debemos orar, y eso está bien: el Espíritu tomará todo lo que ofrezcamos, por muy ricas o pobres que sean nuestras palabras, por muy concentrados o distraídos que nos sintamos, e intercederá por nosotros de acuerdo con la voluntad de Dios. ¡Gracias a Dios!

En Apocalipsis 5, Juan describe una visión de un Cordero inmolado sobre un trono, rodeado de ancianos que se han postrado en señal de adoración. Cada uno de ellos sostiene «copas de oro llenas de incienso, que son las oraciones del pueblo de Dios» (v.8). Es sorprendente imaginarlo: nuestras oraciones ordinarias y cotidianas llegan hasta la misma presencia de Dios. Nada en este pasaje sugiere que solo las oraciones elocuentes llegan a esas copas de oro, o solo las oraciones ofrecidas por aquellos que han alcanzado una absoluta quietud de mente y espíritu, sino que sea lo que sea que ofrezcamos, independientemente de lo que sintamos o dejemos de sentir, el Espíritu toma nuestras palabras, nuestros gemidos o nuestros momentos de silencio, intercede, los refina según la voluntad de Dios, y los ofrece a Dios como incienso fragante que sube al Cordero que está en el trono.

Cristo mismo ora por nosotros

No solo el Espíritu está activamente presente en nuestra vida de oración, sino que Jesús mismo intercede por nosotros. En el libro de los Hebreos se habla del «sacerdocio imperecedero» de Cristo y de que «vive siempre para interceder por [nosotros]» (7:24-25). Cristo se ofreció a sí mismo como sacrificio por nuestros pecados una vez y para siempre, y sigue mediando a nuestro favor mientras sirve en el santuario, sentado a la derecha del Padre (7:27-8:2). Esto incluye orar a nuestro favor, al igual que los sumos sacerdotes del Antiguo Pacto ofrecían no solo sacrificios, sino también oración en nombre del pueblo. El sacerdocio permanente de Jesús enfatiza que nunca estamos solos cuando oramos, pues todas nuestras oraciones están envueltas en las continuas intercesiones de nuestro Salvador.

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Por nuestra cuenta estamos indefensos ante Dios y dependemos totalmente de la salvación hecha posible por Jesucristo. Del mismo modo, no somos menos dependientes de la gracia de Dios para nuestras vidas de oración. Como James B. Torrance escribió en Worship, Community, and the Triune God of Grace [La adoración, la comunidad y el Dios Trino de la Gracia]:

El Dios al que oramos y con quien estamos en comunión sabe que queremos orar, que intentamos orar, pero que no podemos hacerlo. Así que Dios viene a nosotros como un hombre en Jesucristo para sustituirnos, orar por nosotros, enseñarnos a orar y dirigir nuestras oraciones. Dios, en su gracia, nos da lo que busca de nosotros —una vida de oración— al darnos a Jesucristo y al Espíritu. Así, Cristo es enteramente Dios, el Dios a quien oramos, y es enteramente hombre, el hombre que ora por nosotros y con nosotros.

Cuando oramos, podemos confiar en Jesucristo, quien siempre ora por nosotros y con nosotros.

Dietrich Bonhoeffer llega a decir que la oración de Cristo a nuestro nombre es lo que hace que nuestras oraciones sean verdaderas oraciones. La oración no consiste fundamentalmente en que nosotros derramemos nuestras palabras, nuestros corazones o nuestras emociones a Dios. «La oración cristiana», escribe Bonhoeffer en Life Together [publicado en español como Vida en Comunidad], «se apoya sobre el sólido terreno de la Palabra revelada y no tiene nada que ver con caprichos vagos y egoístas. Oramos sobre la base de la oración del verdadero Jesucristo Hombre. (...) Solo podemos orar correctamente a Dios en el nombre de Jesucristo».

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Cuando oramos «en el nombre de Jesús», reconocemos que nuestras oraciones dependen de Jesucristo, y esto nos da libertad. Cuando no somos realmente conscientes de la presencia de Dios en la oración, está bien. Siempre estamos conectados por el Espíritu al ministerio continuo de la oración de Jesús, sea que lo sintamos o no. Cuando la oración no nos proporciona la sensación de intimidad que esperamos, podemos encontrar gozo en saber que nuestra unión con Cristo es segura. Cuando el sufrimiento y el dolor dificultan la oración, podemos descansar en la verdad de que el Espíritu Santo y Jesucristo seguirán intercediendo por nosotros. Cuando pasamos por temporadas de sequedad, podemos perseverar en la fe, recordando que nuestra experiencia de oración no es fundacional porque Jesucristo mismo es el fundamento, la Palabra de Dios, quien vive siempre para interceder por nosotros.

Palabras prestadas

Han pasado más de veinte años desde que mi vida de oración fue derribada. En esos años, Dios la ha reconstruido para que se apoye sobre el firme fundamento de Cristo mismo en lugar de mis expectativas o experiencias. A medida que mi comprensión teológica de la oración se ha profundizado, me he regocijado al saber que mis pequeñas oraciones, por más humildes o débiles que sean, forman parte de una hermosa y continua realidad trinitaria. He encontrado libertad en saber que la oración es una respuesta a Dios, y una respuesta capacitada por la gracia de Dios, más que un deber que dependa de mí.

A lo largo de los años he descubierto que orar las palabras de las Escrituras me recuerdan estas verdades teológicas liberadoras. En su libro Psalms: The Prayer Book of the Bible [publicado en español como Los Salmos: El libro de oración de la Biblia] Bonhoeffer escribió: «Aprendemos a hablar con Dios porque Dios nos ha hablado y nos sigue hablando. (...) Las palabras de Dios en Jesucristo salen a nuestro encuentro en las Sagradas Escrituras. Si queremos orar con confianza y alegría, entonces las palabras de las Sagradas Escrituras tendrán que ser la base sólida de nuestra oración». Creo que Bonhoeffer tiene razón, pues orar con las palabras prestadas de la Biblia fue una de las maneras en que Dios reconstruyó mi vida de oración sobre una base más sólida, recordándome que la oración es responder a Dios, no generar mi relación con Dios.

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Orar los salmos me recuerda que mis oraciones están enraizadas en el ministerio de oración continuo de Jesús. Él mismo oró regularmente los salmos durante su ministerio terrenal. Cuando hacemos lo mismo, Bonhoeffer sugiere que nos encontramos con Cristo mismo orando, y que nuestras oraciones se unen a las suyas. Orar los Salmos me ayuda a abrazar la oración con «confianza y alegría», como dice Bonhoeffer, reconociendo que mi vida de oración depende totalmente del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, no de mí.

Cuando nos enfrentemos al desánimo en nuestra vida de oración, que la realidad de que Cristo ora por nosotros y el Espíritu intercede por nosotros nos invite al gozo y a la libertad. Nuestras oraciones son una respuesta a nuestro Dios amoroso que nos buscó primero.

Kristen Deede Johnson es decana y vicepresidenta de asuntos académicos, así como profesora de Teología y Formación Cristiana en el Western Theological Seminary en Holland, Michigan. Entre sus libros se encuentra The Justice Calling, en coautoría con Bethany Hanke Hoang.

Traducción por María Stephania Vélez

Edición en español por Sofía Castillo y Livia Giselle Seidel

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