Cada año, en el Día de Todos los Santos, mi esposa y yo solemos compartir algunas historias de los creyentes que más nos han impactado. Este año, compartí con mi familia la historia de la conversión de C. S. Lewis.

Durante algún tiempo, Lewis había estado tambaleándose al borde del precipicio de la fe, incapaz de resolver sus desacuerdos intelectuales con el cristianismo. En un paseo nocturno por Oxford con sus amigos Hugo Dyson y J. R. R. Tolkien, decidió compartirles su objeción esencial.

Todo lo importante, dijo Lewis, pertenece al ámbito del mito. [Enlaces en inglés].

Lewis sentía una gran afición por la mitología nórdica desde sus años de juventud en Irlanda del Norte. Para él, el mito consistía en tratar de dar sentido a las cosas, mientras que la historia consistía en hechos irrepetibles que pueden ser recogidos y analizados de forma empírica. La gran tragedia de la existencia humana era que el mito y la historia no se cruzaban ni podían hacerlo nunca.

Así como el pensador alemán G. E. Lessing que vivió antes que él, Lewis describió el «foso desagradable» entre la historia y la teología. Sin importar cuán radiante hubiera sido su vida, un hombre llamado Jesús que había vivido dos mil años nunca podría llegar a ser más que una figura inspiradora.

Las respuestas de Dyson y Tolkien lo sacudieron. En el caso de este hombre, dijeron, el mito se había convertido en realidad. Todo lo eterno y místico —la magia profunda del mundo— era real y estaba encarnado en la persona de Cristo. Él no era un personaje meramente histórico, sino el Dios Creador, encarnado para salvar a los seres humanos que había creado.

Con esa respuesta, Lewis fue capaz de hacer encajar las piezas. Como le escribió más tarde a su amigo Arthur Greeves, «la historia de Cristo es simplemente un mito verdadero: un mito que actúa sobre nosotros del mismo modo que los demás mitos, pero con la tremenda diferencia de que sucedió de verdad».

A través del Hijo de Dios, se produjo una verdadera unión matrimonial entre el cielo y la tierra. Dios abrazó la materia en la persona de Jesús. La Encarnación ocurrió en un lugar, pero fue «difundida» y «testificada» en todos los lugares, como escribió el académico y sacerdote jesuita Henri de Lubac.

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En aquella «infinitud reducida a un bebé», como lo expresó Gerard Manley Hopkins, el descenso de Dios a la carne humana no consistió simplemente en dignificar a la raza humana o en estar con nosotros en nuestras alegrías y tristezas. Más bien, el cielo descendió a la tierra para que las cosas de la tierra pudieran ascender al cielo.

La idea de una unión entre el cielo y la tierra llama mi atención porque toma una postura claramente no individualista. Requiere poseer una aguda comprensión de la persona humana. En palabras del sociólogo Christian Smith, como occidentales modernos, muchos de nosotros vivimos y nos conducimos con una comprensión distorsionada de la persona como si se tratara de un «individuo autónomo, autodirigido y orientado terapéuticamente».

No obstante, si tan solo seguimos la línea de pensamiento de Lewis sobre el mito, inmediatamente podemos ver la insuficiencia de esa visión individualista. Las personas somos, parece decir Lewis, los mitos que nos han formado. Somos las historias que hemos heredado, que dan forma a lo que esperamos y definen nuestro concepto de lo que significa una buena vida. La idea de que el mito se convierte en hecho es una idea que otorga un valor real a la cultura, ya que los mitos solo surgen dentro de las culturas.

Por lo tanto, una persona es algo infinitamente mayor y más sagrado que un individuo intercambiable. Cada uno está implicado en redes relacionales, narrativas, geográficas e institucionales que son esenciales para la identidad y el florecimiento personal. La Encarnación demuestra que estas formas culturales no son tan solo un accidente de la historia, ni son simplemente el resultado de la pecaminosidad humana. La intención de Dios es enderezar esas formas culturales torcidas con perspicacia y con cuidado hasta que expresen la forma de integridad que él diseñó para ellas.

Lewis reconoció todo eso. Sin embargo, aquí tengo que reconocer que Lewis era un inglés propio de su tiempo y es ahí donde me parece necesario marcar cierta distancia. Su cristianismo tenía un matiz distintivamente inglés. Pero si él tenía razón, entonces la Encarnación significa que no hay una cultura que sea distintivamente cristiana. Los mitos que preparan el camino a Cristo no son mitos únicamente nórdicos o grecorromanos. El cristianismo no es una religión blanca ni occidental. Tampoco necesita ser expresada exclusivamente en lenguas occidentales.

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Llegamos a entender esto al estudiar a la Iglesia global. Las redes de movimientos de la diáspora y la inmigración están impulsando el resurgimiento del cristianismo en lugares marcados por el poscristianismo. Bien sabemos que la migración y la mezcla de culturas han sido motores importantes de la expansión del evangelio a lo largo de la historia. Como Andrew Walls afirmó una vez, el cristianismo es siempre una encarnación: una traducción a una cultura ya existente que subvierte y atrae a las personas de esa cultura hacia Cristo. Es precisamente esta «capacidad de traducción infinita» de la fe cristiana lo que la distingue de otras religiones del mundo.

En mi experiencia como latino que creció y aún sigue sirviendo en contextos predominantemente blancos y anglófonos, me ha sorprendido descubrir que Jesús es honrado y glorificado por músicos pentecostales dominicanos como Lizzy Parra y Ander Bock. Me ha asombrado conocer a hermanos anglicanos de Nigeria que adoran a Jesús con una energía y una intensidad que me llenan de esperanza en la obra viva y activa del Espíritu Santo. Mi fe se ha ensanchado luego de que me encontrara con iraníes que lo perdieron todo y que perseveran en seguir a un Jesús que habla farsi.

En todas estas expresiones culturales, podemos ver el cumplimiento de la profecía de Isaías: que todas las naciones correrán a Sión (Isaías 2:2; 60:3). Cristo es el anhelo de todas las naciones, porque Él ha estado obrando en todos los pueblos, sembrando gracia en preparación para su venida. Como dijo Lewis, el Señor está presente en los «sueños buenos» de cada pueblo. Son los mitos de cada pueblo los que los preparan para recibirlo cuando vuelva.

La Encarnación abarca todos los aspectos de la existencia humana. Es una parte esencial de la esperanza que celebramos en Navidad. No hay cultura humana para la que Jesús sea un extranjero. Los mitos —los mitos de todas las naciones— se hicieron realidad en Jesucristo. Es difícil negar el poder de la Encarnación cuando vemos comunidades vibrantes de cristianos que no lucen como nosotros ni suenan como nosotros alabando el nombre de Jesús.

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Sabemos que Cristo vino a salvar a toda la humanidad. Esto es lo que recordamos cuando encontramos a Cristo en el pesebre.

Jonathan Warren Pagán es un ministro anglicano que vive y sirve en Austin, Texas.

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