Si hay algo que me encanta es dar o recibir un regalo inesperado. Recientemente, cada vez que recibía a un invitado en casa, cuando nos despedíamos, le regalaba cosas que he apreciado mucho, como teteras, ropa e incluso algunas de mis joyas. He sentido la emoción y la libertad que se encuentran en el acto de regalar cuando se trata de cosas con un valor real. Pero esta forma de dar tan extravagante e inesperada rara vez procede de una generosidad natural. Hay una gracia sobrenatural en acción, como la gracia que vemos en la historia de la mujer con su frasco de alabastro (Marcos 14:3-9).

Sé que es un fruto de la gracia porque he pasado la mayor parte de mi vida con una mentalidad de escasez: la idea de que no hay suficiente para todos, y que sería mejor ahorrar lo poco que tengo. Cuando leo el relato de la mujer que ungió a Jesús en los días previos a su crucifixión, mi espíritu resuena con un fuerte «¡sí!» y seco mis lágrimas asombrada por este acto trascendental de adoración. Pero confieso —y me estremezco al hacerlo— que mi carne sigue teniendo la misma respuesta que los que estaban en la sala y comienzo a juzgar la extravagancia de la mujer.

Cristo defiende a la mujer frente a las críticas de su despilfarro y comportamiento indecoroso explicándole a sus discípulos que ella lo ha preparado para la sepultura (v. 8). También les dice que su acto de devoción y sacrificio servirá para siempre como señal de las Buenas Nuevas, y que ella será recordada cada vez que se proclame el evangelio en todo el mundo (v. 9). La mujer que ungió a Jesús vació lo que podría haber sido su posesión más preciada y derramó su tesoro en honor del Dios encarnado. Ungió al Verbo antes de su sepultura, y creó así un recordatorio tangible de Jesús como el Ungido: el Mesías esperado por mucho tiempo (Isaías 61:1-3).

Puedo imaginarme que Jesús todavía estaría sutilmente perfumado con aquel aceite cuando fue llevado ante Pilato. Seguramente todavía tenía el dulce aroma amaderado del nardo en el cabello y en la barba como una unción persistente. Me pregunto si, mientras Jesús cargaba su cruz, los espectadores percibieron la fragancia, más allá del olor a sudor y sangre. Quizá notaban una dulzura en el aire mientras Cristo ascendía al Gólgota. Me pregunto si los hombres clavados en sus propias cruces a ambos lados de Jesús percibieron el aroma.

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En el judaísmo antiguo, la señal de la unción estaba reservada en gran medida a los reyes. El osado acto de esta mujer no solo reconocía a Cristo como Rey de Reyes y Señor de Señores, sino que también prefiguraba lo que Cristo haría dos días más tarde, cuando se derramó de forma total, amorosa y aparentemente insensata en la cruz. Cuando se entregó como sacrificio, Jesús logró lo que nunca podríamos haber hecho por nosotros mismos. Lo que a veces puede parecernos una insensatez, es en realidad una muestra de fidelidad, y lo que nos parece un derroche, es adoración.

Mi generosidad es más una disciplina espiritual que una virtud. No puedo presumir de mi dadivosidad, puesto que el acto de dar a otros es opuesto a la voluntad de mi carne. Dios, en su bondad, me invita a dar generosamente y me da el poder de su Espíritu para hacerlo. Me he dado cuenta de que, al enseñarme a dar cosas materiales, está sanando una parte de mí que aún cree que no habrá suficiente. Así que me jacto de esta debilidad, y me regocijo aunque a veces siga oyendo las voces dirigidas a la mujer de Betania:

«¿Cómo te atreves a hacer eso?».

«Esto es una irresponsabilidad. Eres una irresponsable».

«Estás regalando algo que no puedes permitirte. ¿Y para qué?»

Luego llega Jesús, mi defensor: «Ella ha hecho una obra hermosa conmigo … Ella hizo lo que pudo». Y esas voces guardan silencio.

Hannah Weidmann es cofundadora de Everyday Heirloom Co., una marca dedicada a embellecer a las mujeres como amadas de Dios a través de métodos atemporales de manualidades y narración de historias.

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