Justo antes del amanecer del 7 de octubre de 2023, la esposa de Salim Munayer, Kay, lo despertó en su apartamento de Jerusalén. Su móvil no paraba de recibir alertas.

«WhatsApp se está volviendo loco», le dijo.

Munayer tomó su teléfono. Sus familiares comentaban ansiosamente que habían oído sirenas antiaéreas. Esto es algo habitual en Israel y suele durar poco. Pero esta vez, las alarmas no dejaban de sonar.

No tardó mucho en enterarse de lo que había ocurrido: los militantes de Hamás en Gaza estaban lanzando miles de cohetes contra Israel. Sobre el terreno, habían traspasado la frontera y estaban masacrando a cientos de civiles. Munayer se había despertado solo para enterarse del ataque terrorista más sangriento de la historia de su país.

Saltó de la cama y corrió a despertar a sus hijos.

Daniel Munayer, el segundo hijo de Salim, recuerda que su padre irrumpió en su habitación y gritó: «Daniel, está pasando. Es la guerra».

Daniel se puso las manos sobre la cabeza. «Oh, Señor, ten piedad. Señor, ten piedad».

Salim, de 68 años, es el fundador de Musalaha, una organización religiosa que busca la consolidación de la paz y que trabaja para restablecer las relaciones entre israelíes y palestinos utilizando lo que dice que son principios bíblicos de reconciliación. Daniel, de 32 años, es el director ejecutivo de la organización.

Fundada en 1990, Musalaha es la organización pacificadora cristiana más antigua y mejor conocida de Israel y Palestina. Su nombre significa «reconciliación» en árabe, y durante más de tres décadas su enfoque basado en la fe la ha diferenciado de otros grupos pacificadores seculares.

A ninguno de los dos les sorprendió que Hamás emprendiera un ataque contra Israel, aunque nunca previeron la sofisticación y brutalidad del ataque que asesinó a unos 1200 israelíes, ni la devastadora respuesta militar de Israel, que ha dejado más de 30 000 muertos en Gaza, muchos de los cuales son mujeres y niños. Salim llevaba años advirtiendo: «Vivimos en un statu quo violento. Si no se trabaja por la paz todos los días, el precio de la guerra será muy alto».

Hace un año, en un artículo de opinión dirigido a los cristianos, Daniel escribió en The Jerusalem Post: «No se dejen engañar cuando hay un cese al fuego. Los ingredientes para otro ciclo de violencia están siempre presentes. Es solo cuestión de tiempo». [Este artículo redirige a contenidos en inglés].

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La gente no escuchó. Incluso Kay, se estaba cansando de escuchar las mismas advertencias una y otra vez. «Sigues diciendo que la situación es insostenible, pero las cosas siguen sin cambiar», le decía a su esposo Salim.

Pero las cosas seguían empeorando: el gobierno israelí se inclinaba cada vez más hacia la derecha de línea dura, el país estaba dividido en torno a la política del primer ministro Benjamin Netanyahu e Israel estaba estrechando relaciones con un número creciente de países árabes. Estaba claro que las necesidades y demandas de los palestinos iban descendiendo en la lista de prioridades de Israel.

El 7 de octubre hizo que muchos israelíes dejaran de buscar la paz. No obstante, la familia Munayer considera que la labor de Musalaha es más crítica que nunca. La prueba está en los escombros, dicen: la pacificación y la reconciliación no solo son importantes, sino esenciales. Sin embargo, Musalaha lleva más de treinta años predicando la paz y la reconciliación. ¿Puede ahora ofrecer algo que no haya ofrecido antes, cuando las relaciones entre israelíes y palestinos están en su peor estado? ¿Cuando «reconciliación» es una palabra sucia para muchos en ambos lados? ¿Siguen siendo pertinentes esfuerzos como los de Musalaha?

Pasé una semana en Israel y Cisjordania reuniéndome con cristianos palestinos y judíos mesiánicos que son pastores, líderes juveniles, líderes de la YMCA, guías turísticos, abogados y estudiantes. Muchos de ellos no son activistas profesionales por la paz, pero todos, por lo que pude observar, se toman en serio el Sermón de la Montaña de Jesús y se esfuerzan por encarnar ese llamado: «Dichosos los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios» (Mateo 5:9, NVI).

El problema es que hablé con más de veinte personas sobre lo que significa hacer la paz y obtuve casi el mismo número de respuestas diferentes. Ese es el enigma de Israel-Palestina: en términos generales, para los judíos, «paz» significa seguridad y protección duraderas de Israel; significa aplastar a Hamás, incluso a costa de importantes bajas humanas. Para los palestinos, «paz» significa recuperar sus tierras y la dignidad que perdieron tras la fundación del Estado de Israel. Significa luchar por la igualdad de derechos y libertades, lo que para muchos implica apoyar a Hamás, también a costa de importantes bajas humanas.

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Incluso antes del 7 de octubre, la confrontación entre estos dos bandos iba en aumento. Es una realidad que persigue desde hace tiempo a los dirigentes de Musalaha. ¿Cómo se puede buscar la paz si ni siquiera se sabe en qué consiste en realidad?

Salim Munayer aprendió dos reglas mientras crecía en la antigua ciudad de Lod: No olvides tu historia, pero no hables de ella. «Esa solía ser mi casa», le decía su padre señalando un edificio municipal. «Allí cultivábamos olivos y naranjas». «Guarda silencio», le advertía su padre. «De casa a la escuela, de la escuela a casa, no hables con nadie».

Lod, que hoy alberga el aeropuerto internacional Ben Gurion, fue durante siglos una ciudad predominantemente árabe, hasta 1948, cuando las tropas israelíes la ocuparon y expulsaron a la mayoría de los árabes. El padre de Salim fue uno de los aproximadamente 200 cristianos locales que consiguieron quedarse tras buscar refugio en una iglesia, pero perdió su casa y sus tierras de labranza. Cuando Salim nació, en 1955, la población de Lod era 30 % árabe; el resto eran inmigrantes judíos que a su vez habían sido expulsados de los países árabes.

En la escuela, Salim aprendió la historia nacional a través de un prisma sionista, una visión que empezó a cuestionar desde que estaba en la educación secundaria. Una vez, un profesor le repitió lo que siempre le habían enseñado —que los judíos llegaron y crearon un jardín en un desierto estéril, que los árabes se marcharon aunque los judíos intentaron convencerlos de que se quedaran— y Salim alzó la voz.

«Mira por la ventana», dijo. «¿Ves esos naranjales? Eso era de mi familia. ¿Ves esa iglesia? ¿Esas casas? Todo eso le pertenecía a palestinos».

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Mientras tanto, Salim se hizo una idea precoz de lo que podía ser la unidad. En la década de 1970, asistió a un estudio bíblico en casa de su tío en el que participaban tanto palestinos como judíos. Muchos judíos se estaban convirtiendo a Jesús en aquella época, y como Salim hablaba hebreo con fluidez, comenzó a dirigir los estudios bíblicos para estos jóvenes creyentes judíos. El grupo pasó de unos pocos conversos a un centenar. La experiencia fue formativa. Salim estudió teología en el Seminario Teológico Fuller de California y regresó a Israel en 1985.

Un año después, empezó a dar clases en el Bethlehem Bible College de Belén en Cisjordania. Esa fue la primera vez que Salim fue testigo de la vida de los palestinos bajo la ocupación. «Me sentí profundamente perturbado», recuerda. Fue testigo de cómo miembros de las Fuerzas de Defensa de Israel golpeaban a los palestinos, los obligaban a permanecer de pie bajo la lluvia y humillaban a padres delante de sus hijos. Vio a sus amigos israelíes —la misma gente cálida con la que había pasado tiempo en la universidad— transformarse en agresores irreconocibles vestidos con uniformes color verde oliva.

La primera intifada, que significa «sacudida» en árabe, comenzó en 1987 y duró seis años. Los palestinos protestaron principalmente contra la ocupación israelí mediante boicots masivos, barricadas y desobediencia civil, pero muchos también recurrieron a la violencia, como el lanzamiento de piedras y cocteles molotov.

Los alumnos de Salim en Belén le hacían preguntas que iban más allá de su formación teológica: ¿Debemos unirnos a las manifestaciones? ¿Podemos tirar piedras a los soldados? Los colonos judíos robaron los terrenos de mi familia diciendo que Dios les dio esa tierra. ¿Qué dice realmente la Biblia?

Mientras tanto, Salim también enseñaba a estudiantes judíos israelíes en un centro de estudios bíblicos de Tel Aviv en Jaffa que luchaban con sus propios problemas de identidad: ¿Cómo podemos ser judíos y creer en Yeshúa? ¿Cómo podemos llamarnos cristianos cuando los cristianos persiguieron a nuestro pueblo durante siglos? Salim pensó que sería edificante para sus estudiantes judíos y palestinos escuchar las luchas de identidad de unos y otros, así que en 1990 organizó una reunión.

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«Fue un desastre», dijo Salim. Casi de inmediato, los estudiantes comenzaron a gritarse unos a otros. Ninguna de las partes se ponía de acuerdo sobre qué lenguaje utilizar para describir los eventos actuales. ¿Era una ocupación? ¿Resistencia? ¿Terrorismo? Hablar de teología (¿Qué dice la Biblia sobre la tierra de Israel?) solo empeoró las cosas. La conversación se desintegró. Era como si las dos partes leyeran Biblias completamente diferentes, incapaces de llegar a una narrativa compartida.

Salim pensó que quizá una reunión de pastores iría mejor. Invitó a catorce pastores, siete judíos y siete palestinos, a una iglesia de Jerusalén para hablar de los eventos actuales. «El resultado fue aún peor», me dijo. Eso inquietó a Salim. ¿No podría el cuerpo de Cristo encontrar una causa común en este asunto?

Por aquel entonces, un amigo que había conocido en el centro bíblico también se sentía convencido de la creciente lucha entre creyentes palestinos y judíos. Evan Thomas era un judío mesiánico de Nueva Zelanda que había emigrado con su esposa a Israel en 1983 para apoyar a la incipiente comunidad mesiánica del país.

Antes de la primera intifada, judíos y árabes habían alabado a Dios juntos. Pero era como si el conflicto hubiera levantado una alfombra y sacado toda la suciedad escondida debajo. «Estábamos frente a frente, en el frente de batalla», dijo Thomas. A los palestinos les enfurecía que sus correligionarios en la fe se unieran a las Fuerzas de Defensa de Israel y se alzaran en armas contra su pueblo; los judíos no podían entender cómo sus correligionarios podían apoyar la intifada, que consideraban violentamente antisraelí.

Salim Munayer
Image: Ofir Berman para Christianity Today

Salim Munayer

Un día, después de clase, Salim se acercó a Thomas. «Estoy preocupado por el cuerpo de Cristo», le dijo. Los grupos laicos hablaban de acuerdos de paz y resolución de conflictos, pero nadie hablaba de reconciliación. Los cristianos se preocupaban por la salvación, pero pocos abordaban las cuestiones críticas que los dividían. Salim propuso crear una organización religiosa para abordar ambas cuestiones. ¿Se uniría Thomas a él?

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«Debemos hacerlo», respondió Thomas. «Debemos empezar inmediatamente».

Salim llamó a otra judía mesiánica que conocía desde la secundaria, una mujer llamada Lisa Loden que había emigrado a Israel desde Estados Unidos con su esposo en 1974 tras sentir la fuerte convicción de ser «luz y testigo».

Antes de que Salim la llamara, Loden ya estaba dolida por las desigualdades que veía entre palestinos y judíos. Vio las diferencias en los presupuestos de los municipios árabes y judíos de Israel. Vio la discriminación laboral que sufrían los palestinos israelíes. Oyó lo que algunos judíos decían de los palestinos: que eran sucios, incivilizados e indignos de confianza.

Luego conoció a algunos cristianos de Cisjordania. Un joven palestino le preguntó sin rodeos: «¿Por qué viniste a nuestra tierra?».

Esto lanzó a Loden a un inquietante viaje de investigación sobre la Nakba («catástrofe» en árabe), el nombre dado a la violenta desposesión y desplazamiento de los árabes en Palestina durante la guerra de 1948. Por eso, cuando Salim le preguntó si estaba dispuesta a unirse a él y poner en marcha un programa Musalaha para mujeres, ella dijo que sí de inmediato. «Fue una respuesta a nuestras oraciones», recuerda.

Desde el principio, Musalaha fue una colaboración intencional entre creyentes palestinos y judíos. El primer reto fue reunir a judíos y palestinos sin provocar peleas verbales. Necesitaban algo creativo, algo que desconectara a la gente del conflicto y los obligara a verse mutuamente como seres humanos vulnerables.

«Desesperados, tuvimos que hacer algo drástico», dijo Salim. Así que crearon una experiencia de retiro y llevaron a los primeros participantes al desierto en camello. Allí, rodeados de oscuridad y arena, el «encuentro del desierto» pareció funcionar. Durante cuatro días, judíos y palestinos se reunieron en torno a una hoguera y hablaron de su fe, sus familias y sus historias. Compartieron tiendas bajo un cielo salpicado de diamantes. Hicieron senderismo y oraron en las dunas. Y escucharon incómodos el dolor de los demás.

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«El desierto es un lugar neutral», dice Salim. «El desequilibrio de poder desapareció en el desierto. Destruyó el concepto de “nosotros” y “ellos”».

Los encuentros en el desierto, que han continuado durante décadas —aunque ahora se encuentran en pausa a causa de la guerra—, buscan ser solo el principio. Musalaha ve la reconciliación no como un evento puntual, sino como un proceso gradual y continuo. Después de un encuentro en el desierto —que los líderes llaman la etapa de «aleluya y hummus»— se anima a los participantes a abrirse sobre sus diferencias en talleres, seminarios y viajes. Comparten sus quejas y sufrimientos en reuniones cara a cara. Discuten temas de identidad, tratando de entender cómo se ven a sí mismos, afirmar lo que los distingue de los demás y confirmar el valor de todos por igual como miembros del cuerpo de Cristo. Los participantes que lo deseen pueden ir más allá, analizando críticamente y confesando su propio papel en la injusticia y buscando la defensa de sus derechos.

En un principio, se trataba de un enfoque novedoso para abordar el conflicto palestino-israelí. La primera década de Musalaha estuvo llena de entusiasmo y optimismo. El proceso de paz de Oslo en la década de 1990 despertó esperanzas de que israelíes y palestinos pudieran algún día coexistir pacíficamente, y las reuniones de Musalaha bullían de buenos sentimientos de que Cristo podría ser el puente que uniera sus diferencias.

Daniel Munayer nació en aquellos años. Recuerda a su padre convirtiendo el sótano de su pequeño apartamento en una oficina improvisada con dos escritorios y un sofá, y encerrándose allí a investigar y escribir planes de estudio y preparar conferencias. Su madre hacía callar a los niños cuando hacían ruido.

Sin embargo, en la segunda década de Musalaha, la burbuja estalló. Las negociaciones para un acuerdo de paz entre el primer ministro israelí, Ehud Barak, y el presidente de la Autoridad Palestina, Yaser Arafat, fracasaron. La segunda intifada, un levantamiento islámico mucho más sangriento, estalló en el año 2000, dejando más de 3000 palestinos y 1000 israelíes muertos. La mayoría sintió que también destruyó la posibilidad de que se establecieran dos Estados, con una Palestina independiente.

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A principios de la década de 2000, Israel comenzó a erigir lo que hoy es una barrera de 440 millas de hormigón y alambre de púas en Cisjordania, dividiendo físicamente a los dos pueblos. Los israelíes lo consideraron una medida de seguridad necesaria. Los palestinos vieron la medida como una segregación racial y una usurpación ilegal de parte de su territorio. (La barrera se construyó hasta 11 millas más allá de la Línea Verde, frontera internacionalmente reconocida entre Israel y el territorio palestino).

Daniel tomó conciencia clara de su identidad como «el otro». Como palestino israelí, él es parte de una minoría; como cristiano, de una doble minoría. Daniel y sus tres hermanos asistían a escuelas judías donde eran los únicos palestinos. Sin embargo, sus primos árabes los veían como «los primos blancos que hablan inglés», porque su madre es británica. Pero cuando viajaban a Inglaterra, sus rasgos oscuros destacaban.

Los hermanos Munayer también se sentían excluidos por su comunidad religiosa internacional. Los cristianos que visitaban Tierra Santa parecían más interesados en relacionarse con «el pueblo elegido» que con ellos, dijo Daniel.

Daniel Munayer
Image: Ofir Berman para Christianity Today

Daniel Munayer

Mientras tanto, los hermanos escuchaban lo que los judíos decían de los palestinos, lo que los palestinos decían de los judíos y lo que los cristianos de fuera decían de la Tierra Prometida. En cierto modo, los hermanos eran los típicos hijos de fundadores, que evaluaban el ministerio de sus padres como participantes y como observadores arraigados en múltiples culturas. Como jóvenes adultos, solían intercambiar ideas sobre la literatura que leían: la teología de la liberación analizada por James H. Cone, Gustavo Gutiérrez y Naim Ateek, y el colonialismo de los colonos analizado por estudiosos como Edward Said, Mahmood Mamdani y Frantz Fanon.

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Lo que leían tocaba los nervios de su experiencia como cristianos palestino-israelíes. Discutían enérgicamente estos temas durante la cena, en los viajes en coche y mientras bebían whisky con su padre. Y presionaban a Salim con preguntas difíciles: ¿Dónde encajan la liberación y la justicia en la reconciliación? ¿Cómo nos reconciliamos con nuestros vecinos, cuando nos colocan en un sistema que nos oprime y deshumaniza?

A medida que se deterioraban las relaciones entre israelíes y palestinos, también crecía una ruptura dentro de Musalaha, algo que sigue siendo un punto delicado para Salim y Daniel. En la última década, la organización cayó de la gracia de la mayoría de los judíos mesiánicos.

Aparte de su campamento anual de verano para niños, Musalaha ya no tiene más participantes judíos mesiánicos. Los Munayer me dijeron que se debe a que la organización no promueve la política y la teología sionistas. Thomas, el pastor judío mesiánico que formó parte de la junta de Musalaha durante 29 años, dijo que la confianza se erosionó cuando la organización se involucró con Christ at the Checkpoint (CATC), una conferencia bienal celebrada por el Bethlehem Bible College.

La primera CATC se celebró en 2010 como «una oportunidad para que los cristianos evangélicos busquen en oración una concienciación adecuada sobre cuestiones de paz, justicia y reconciliación», según el sitio web de la conferencia. También critica fuertemente el sionismo cristiano.

La mayoría de los judíos mesiánicos consideraron que la CATC no solo estaba equivocada, sino que era peligrosamente antisemita. Acusaron a la CATC de dar espacio a oradores que abrazan el supersesionismo (la idea de que la Iglesia ha sustituido a Israel en el pacto y los planes de Dios), como Sami Awad, director ejecutivo de Holy Land Trust, y Mitri Raheb, fundador y presidente de la Universidad Dar al-Kalima de Belén. One for Israel, el ministerio de medios de comunicación del Israel College for the Bible, calificó a CATC de ser un «programa político palestino unilateral y antiisraelí» que «promueve la destrucción del Estado judío en la tierra de Israel».

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En 2012, grupos mesiánicos de todo el mundo publicaron una declaración conjunta contra la CATC: «Reconocemos y estamos profundamente preocupados por la lucha de los cristianos palestinos. A lo que nos oponemos es a una conferencia que es explícitamente propalestina y antisraelí, que pretende promoverse como una conferencia sobre la paz y la reconciliación». Cualquier esfuerzo por la paz y la reconciliación entre judíos y no judíos, concluía la declaración, «debe reconocer que los dones y el llamado de Dios hacia nuestro pueblo judío son irrevocables y siguen vigentes hoy en día».

El CATC invitó a Musalaha a hablar sobre la reconciliación. Tanto Salim como Thomas aceptaron, aunque Thomas recibió más tarde feroces críticas —e incluso amenazas de muerte— por ello. Pero en aquel momento, Thomas se sintió obligado a asistir. «¿Cómo no iba a estar allí?», dijo. «Soy un alto portavoz de la reconciliación. Ese es el tipo de lugar en el que debería hablar».

Pero mirando atrás, Thomas califica su decisión de presentarse en el CATC como un «grave error». La participación de Musalaha, dice ahora, fue un «momento decisivo» y «un absoluto ultraje y ofensa a toda la comunidad mesiánica». Una vez que Musalaha perdió la credibilidad de los judíos mesiánicos, «entonces perdimos a uno de nuestros socios más importantes».

Loden también estuvo en la junta de Musalaha durante 29 años hasta que renunció en 2019. A lo largo de los años, vio a las mujeres en Musalaha construir amistades. Por primera vez, muchas mujeres judías aprendieron sobre la Nakba y muchas mujeres palestinas aprendieron sobre el Holocausto y sobre los judíos que huyeron a Israel después de que muchos países les cerraran sus puertas.

Pero algunas mujeres judías también acudieron a Loden frustradas. «Aquí siempre somos las culpables», le decían. «Siempre somos las que pedimos perdón». «¿Qué hay de todos los atentados suicidas palestinos y los ataques con cohetes?», preguntaban.

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«Sentían que no había un sentimiento mutuo de que ambos pueblos habían sufrido», dijo Loden. Muchas mujeres judías abandonaron el programa.

Hoy, la mayoría de los participantes en los programas de Musalaha son judíos israelíes laicos, musulmanes palestinos y cristianos palestinos. Musalaha quiere trabajar con judíos mesiánicos, me dijeron los Munayers, pero el sentimiento no es mutuo. Y si de algo se arrepiente, dijo Salim, es de no haber actuado con suficiente rapidez para incluir a los no cristianos. ¿Por qué la reconciliación debe limitarse a los creyentes?

Ese cambio de actitud provocó la dimisión de Loden. «Mi pasión es ver al cuerpo de Cristo reconciliado, caminando juntos, viviendo el reino de Dios en medio de nosotros», me decía. «Musalaha en este momento no está trabajando en esa área».

Thomas se fue por razones un tanto diferentes. En 2019, mientras guiaba a jóvenes judíos mesiánicos y cristianos alemanes por el campo de concentración de Auschwitz, releyó Juan 17:21 y tuvo una epifanía: «Me di cuenta de que la reconciliación nunca fue diseñada para ser un fin en sí misma». El objetivo de la pacificación, dijo, es dar testimonio al mundo de que Jesús es el Mesías. Entonces compartió su interpretación con Salim, quien no estuvo de acuerdo. Thomas —cuyo corazón estaba con la comunidad mesiánica— ya sentía que se había vuelto irrelevante en Musalaha, dado su giro hacia los judíos seculares. Así que dimitió.

Musalaha no solo estaba perdiendo creyentes israelíes. También perdía participantes palestinos.

Saleem Anfous era un chico palestino espiritualmente hambriento de 16 años que estudiaba para ser sacerdote católico cuando estalló la segunda intifada. El conflicto despertó su conciencia social y quebró su fe. ¿Cómo podía servir como sacerdote a sus compatriotas palestinos, señalándoles a un Dios que aparentemente favorecía a los judíos y les permitía someter a su pueblo a bombardeos, desalojos, robos de tierras, vigilancia, toques de queda y puestos de control? Así que dejó el seminario y se alejó de su fe.

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Entonces Anfous decidió estudiar periodismo en Bethlehem Bible College. Allí, por primera vez, escuchó respuestas bíblicas a sus grandes preguntas teológicas. Estaba reparando su relación con Dios, pero seguía hirviendo en odio contra Israel y frustrado con la Iglesia por no hacer lo suficiente. Un día, creó un cartel gigante con imágenes de niños palestinos muertos y escombros, y escribió en él en letras grandes: «¿Dónde estás tú en todo esto?». Lo colgó en un tablón de anuncios del vestíbulo de estudiantes y estuvo a punto de ser expulsado del campus.

Muchos no se lo tomaron en serio. Pero Salim sí. Vio en Anfous un fuego juvenil que podía llegar a ser poderoso si se dirigía correctamente. Unos meses después, buscó al estudiante en su dormitorio y le preguntó: «¿Te gusta viajar?».

«Sí».

«Se acerca un viaje al desierto de Jordania. ¿Quieres venir?».

«Claro».

Por aquel entonces, en 2004, Anfous sabía poco de Musalaha. Asistió porque respetaba a Salim y porque pensó que pasar el rato en el desierto con otros jóvenes sería genial.

En su primera noche en el desierto jordano, Anfous se sentó junto a un amable joven que resultó ser un judío mesiánico que estaba terminando el servicio militar obligatorio. Y entonces Salim le asignó a Anfous compartir tienda con otro judío israelí. Esa noche, Anfous no pudo dormir, pero poco a poco, fue bajando la guardia. ¿Por qué no dejar que Cristo fuera el puente? A través de Musalaha entabló amistades con judíos israelíes que duraron años.

Saleem Anfous
Image: Maya Levin para Christianity Today

Saleem Anfous

Entonces estalló la guerra de Gaza de 2014. Los militantes de Hamás lanzaron miles de cohetes y mataron a poco más de 70 israelíes, mientras que las Fuerzas de Defensa de Israel mataron a más de 2000 palestinos. Anfous vio que sus amigos judíos en Facebook publicaban mensajes de apoyo al ejército de Israel, lo que para él equivalía a vitorear la matanza de su pueblo. Pero sus amigos judíos dijeron que tenían que defenderse. Intercambiaron mensajes acalorados que inevitablemente desembocaban en debates teológicos. Así que Anfous canceló las amistades virtuales con todos los judíos que había conocido a través de Musalaha.

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«No es que Cristo no sea suficientemente concreto», me decía Anfous años después en un restaurante de shawarma en Beit Sahour, a las afueras de Belén. «Al parecer, las bases que creíamos estar construyendo no eran lo bastante concretas». Sus diferencias eran demasiado profundas, dijo. «Cuando estos problemas saltan a la vista, no puedes ignorarlos. Hay que afrontarlos en verdad. Y cuando llegó el momento de afrontarlos, la amistad no fue suficiente».

Anfous representa a una generación de palestinos hartos de los intentos de reconciliación que no subrayan la importancia de liberar a Palestina de la ocupación. Dice que le importa la pacificación; su firma de correo electrónico dice: «Señor, hazme un instrumento de tu paz». Pero su definición de paz ha cambiado. ¿Qué sentido tiene la amistad, dice, si las partes son claramente desiguales y una de ellas se empeña en mantener la desigualdad del sistema? Ese tipo de pacificación «significa guardar silencio. Eso es debilidad. Este no es momento para la debilidad. Es hora de luchar por la justicia».

Durante cinco años, Anfous fue líder de jóvenes en la Iglesia Evangélica Immanuel, una de las mayores congregaciones evangélicas de Cisjordania. Le apasiona ayudar a las generaciones más jóvenes a reconciliar su fe con su identidad palestina, y observa con consternación cuando los jóvenes palestinos se alejan de la fe cristiana. «La Iglesia no cumple su papel de iglesia en la sociedad», afirma. «Y por eso, la generación más joven ha tomado rumbos completamente distintos».

Anfous también tuvo un conflicto con su pastor principal, Nihad Salman. Salman está de acuerdo en que Israel oprime a los palestinos bajo una ocupación «malvada». Él vive en ella. Pero su prioridad como líder espiritual es «llevar a la gente a adorar a Dios a pesar de la guerra, el dolor o el sufrimiento», dijo Salman. Hay suficientes personas que piden justicia social, dice, pero muy pocos pastores que lleven a los palestinos al gozo y la paz en Dios en medio de las dificultades. Para él, hacer la paz significa reconciliar a la gente con Dios. «Entonces», dijo, «inmediatamente se reconciliarán con su prójimo».

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Esta visión de la pacificación resultó frustrante para Anfous. «De acuerdo. Pero yo ya estoy reconciliado con Dios», le decía a su pastor. «¿Qué me queda entonces? ¿Debo sentarme y esperar en el banco hasta que todos los demás se reconcilien con Dios? Siento como si todavía me trataras como a un niño pequeño cuando ya me he graduado».

Desencantado, Anfous abandonó la iglesia Immanuel y se unió a la Iglesia Evangélica Luterana de Navidad, cuyo pastor actual, Munther Isaac, es el director de Christ at the Checkpoint (CATC) y miembro de la junta de Musalaha desde hace mucho tiempo.

Isaac fue un defensor de la reconciliación durante dos décadas. Empezó a dirigir viajes de encuentro en el desierto a los 20 años. «Creía en ello», me dijo en la oficina de su iglesia en Belén. «Creía que el único camino verdadero hacia la paz es creer en Jesús. Si tenemos a Jesús, tenemos paz».

En los primeros años de CATC, Isaac insistió en que la conferencia incluyera a judíos mesiánicos. «Estaba tan dedicado a ello», recuerda, que conducía durante horas hasta las casas de los judíos mesiánicos para invitarlos. «No podemos hablar del conflicto sin la voz de ustedes», les decía.

Así que escuchar las críticas de los mesiánicos de que el CATC era propaganda política antisemita lo decepcionó mucho.

Con el paso de los años, Isaac empezó a preocuparse cada vez más por la pacificación tal y como él la entendía. La gente podía estar adquiriendo conocimientos sobre diferentes perspectivas, pero los palestinos aún no habían conseguido la libertad. De hecho, la posibilidad de un Estado palestino parecía más remota que nunca: en las últimas seis décadas, más de 750 000 colonos judíos, respaldados y apoyados por el Estado israelí, han erigido complejos fuertemente armados y atrincherados por toda Cisjordania, convirtiendo lo que debería haber sido un Estado palestino en una especie de queso suizo.

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A Isaac también le preocupa la teología sionista, que considera una falsa teología que deslegitima la existencia y la dignidad de los palestinos, y defiende la ocupación israelí. Cree en la importancia de la reconciliación, pero empezó a preguntarse si no estaría simplemente satisfaciendo el deseo de la gente de sentirse mejor consigo misma sin hacer nada por resolver el conflicto.

Su punto de inflexión llegó en 2016, cuando se unió a un grupo de unos treinta cristianos palestinos y judíos mesiánicos en el marco de la Iniciativa de Lausana para la Reconciliación en Israel/Palestina. Isaac, Salim y Loden ayudaron a organizar la reunión.

Durante varios días, el grupo oró y adoró a Dios en un culto conjunto en Larnaca, Chipre, para buscar la unidad en torno al conflicto. Isaac hizo una presentación en la que defendió que la promesa de Dios a Abraham y a sus descendientes ya no se aplica solo a los judíos y a la tierra de Israel, sino a todos los hijos de Dios y a toda la tierra. Jesús, argumentó, estaba interesado en el reino de Dios, no en la tierra de Israel.

Uno de los participantes del grupo de Larnaca, Jamie Cowen, abogado judío mesiánico, recuerda haberse sentido «perturbado y desafiado» por la presentación de Isaac. «No estoy seguro de que estemos leyendo la misma Biblia. Era la clásica teología del reemplazo», dijo. Cowen expresó su desacuerdo con los puntos de Isaac, y otros intervinieron. El debate se acaloró, algunos alzaron la voz y, al final, nadie cambió de opinión.

Estas opiniones divergentes sobre la teología de Tierra Santa son la razón por la que tantos intentos de paz entre judíos creyentes y palestinos fracasan. Por eso, la mayoría de los judíos mesiánicos desconfían de conferencias como la CATC, aunque hagan declaraciones en contra del antisemitismo: para ellos, la frontera entre el antisionismo y el antisemitismo es demasiado delgada. La tierra que Dios le dio a sus antepasados es esencial para su identidad y su fe.

Sin embargo, para muchos cristianos palestinos, el sionismo es una «teología política etnocéntrica» que privilegia a un pueblo a expensas de otro. Su larga presencia histórica en la misma tierra por la que caminó Jesús es motivo de orgullo y testimonio de la fidelidad de Dios.

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Que el grupo consiguiera redactar y firmar una declaración en la reunión de Chipre fue «algo milagroso», dijo Cowen. Debatieron durante horas sobre si incluir o no la palabra ocupación. Algunos participantes decidieron no firmar el documento, conocido como la Declaración de Larnaca, que afirmaba la unidad de los creyentes en Cristo y enumeraba varios desacuerdos clave entre las facciones judía y palestina.

Munther Isaac
Image: Maya Levin para Christianity Today

Munther Isaac

He oído a algunos tachar la Declaración de Larnaca de intrascendente. Pero fue relevante, al menos para algunas de las personas que la firmaron. Loden, quien ayudó a organizar el evento, llamó a la reunión un «momento histórico». En cualquier caso, las declaraciones nunca pretendieron cambiar las cosas, dijo. Más bien, «las declaraciones son la crónica de la historia». Que un grupo de judíos y palestinos influyentes se sentaran juntos, redactaran algo y lo firmaran era un logro histórico en sí mismo.

A pesar de sus desacuerdos, Cowen lo calificó como una experiencia «transformadora». «De todas las cosas que he hecho aquí desde que llegué a Israel, esa ha sido, por mucho, la más significativa en la que he participado». En Larnaca pudo comprender por primera vez la experiencia palestina, y después de la conferencia siguió leyendo a historiadores como Benny Morris, que cuestionaron sus suposiciones sobre la fundación de Israel. También hizo nuevas amistades: un abogado palestino-israelí que conoció en Larnaca lo invitó a la boda de su hijo.

La reunión de Larnaca también cambió la vida de Isaac. Volvió a casa enfermo física y mentalmente. Estaba agotado tras haber tenido que explicar, defender y debatir palabras y frases que para él no eran opiniones, sino realidades. Firmó la declaración solo porque se sintió presionado a hacerlo. Pero sentía que había puesto su nombre en algo que «legitimaba la racionalización de la opresión de mi pueblo».

Decidió que eso sería todo. «No quiero volver a hacer esto nunca más».

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En 2021, cuando Isaac acudió a una reunión entre judíos israelíes practicantes, judíos alemanes y palestinos, escuchó con impaciencia a personas que compartían sus diferentes relatos. Entonces perdió los estribos.

«Estoy cansado de esto», le dijo al grupo. «No estamos hablando de los verdaderos problemas, incluido el hecho de que ustedes han usado la teología para justificar la ocupación. Ustedes forman parte del sistema que expulsa a mi gente y la sustituye por la suya. ¿Y así quieres venir a hacer las paces conmigo? ¡Por favor!».

Desde la reunión de Larnaca, Isaac ha desarrollado un enfoque muy diferente de lo que significa ser un pacificador. Sigue hablando con suavidad y amabilidad; da la impresión de ser un sacerdote manso. Pero es claramente franco, sin miedo a ofender. El primer paso hacia la paz, dice, es llamar a las cosas por su nombre. Utiliza con frecuencia términos electrizantes como «limpieza étnica», «apartheid» y «colonialismo».

Intentar ser neutral, mantener ambas perspectivas en tensión, no es hacer la paz bíblicamente, dijo. «Para mí, está claro que Dios toma partido, no por una etnia, sino por los oprimidos, los afligidos, los marginados. Y si Dios toma partido por este grupo de personas, nosotros también deberíamos hacerlo».

Algunas personas le han dicho a Isaac que ha cambiado. Dicen que es demasiado conflictivo; que su enfoque no va a funcionar. Él responde: «¿Funcionó el enfoque suave?».

En 2019, no mucho después de que Isaac modificara sus puntos de vista sobre el establecimiento de la paz, Daniel Munayer regresó a Israel después de haber estudiado en Estados Unidos e Inglaterra. Había rechazado ofertas de trabajo en Londres para volver porque creía en la importancia del trabajo de Musalaha.

Entonces, en 2020, un amigo de Cisjordania le dijo a Daniel algo que provocó un giro para Musalaha. Este amigo dijo que había disfrutado su participación en los programas de Musalaha y hacer amistad con judíos israelíes. Pero cuando terminó el programa, volvió a casa, a un campo de refugiados. «Quiero vivir en paz con los israelíes», le decía a Daniel. «¿Pero cómo puedo? No quiero vivir en esta ocupación. No quiero que mi hija crezca en este campo de refugiados. Y no veo ningún futuro para mí. ¿Acaso sus programas nos están impulsando hacia un futuro diferente?».

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Aquella conversación atormentó a Daniel. «No podía quitármelo de la cabeza», dijo. Sentía que su amigo tenía razón. «Lo que está haciendo Musalaha es estupendo, pero podemos retocarlo y mejorarlo. Podemos hacerlo más relevante para nuestras realidades políticas».

Aquello se convirtió en una conversación acalorada entre Salim y sus hijos. Sus hijos le presentaron el reto de hacer un replanteamiento total de Musalaha. Si Israel es un proyecto de invasión colonial, le decían a Salim, eso debería cambiar la forma en que Musalaha aborda la reconciliación.

Tal vez, le decía Daniel a su padre, Musalaha no debería ocuparse tanto de la «coexistencia» como de la «corresistencia» no violenta. Deberían seguir trabajando en la reconciliación interpersonal, pero también en la reconciliación estructural, denunciando los sistemas que oprimen y hacen casi imposible la reconciliación interpersonal.

Salim escuchó y luchó. No era fácil pensar que podía haber malinterpretado el conflicto y que el trabajo de Musalaha podía haberse visto afectado por ello. Finalmente, tras investigar y reflexionar, Salim estuvo de acuerdo con Daniel.

Hoy se ha producido un cambio de guardia. El consejo de Musalaha está más alineado con esta nueva visión. En 2022, Salim volvió a su papel de asesor y Daniel se convirtió en el nuevo director ejecutivo.

Cuando conocí a Salim en la pequeña oficina de Musalaha, en una zona industrial de Jerusalén, estaba lleno de vida, con unos ojos avellana nítidos bajo un pelo canoso. Como siempre, no se andaba con rodeos.

Al principio, dijo Salim, había imaginado a los seguidores de Jesús, judíos israelíes y palestinos, haciendo la paz en Tierra Santa, el lugar al que Jesús vino, y en el que murió y resucitó. Qué testigo y testimonio serían del deseo de Dios de traer reconciliación al mundo.

«Ese era mi sueño», me decía Salim. «Y fracasamos».

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Musalaha fomentó innumerables amistades entre israelíes y palestinos. Desarrolló una metodología teológica de reconciliación que se distinguía de otras organizaciones dedicadas a la construcción de la paz. «Pero fracasamos cuando se trató de la estructura política dentro y fuera de la iglesia», dijo Salim. «Los palestinos no tienen una condición de igualdad».

Sin embargo, aún tiene esperanzas.

«De verdad, de verdad, hasta hoy creo que nuestra identidad central en Cristo supera y enriquece nuestra identidad étnica. Creo que podemos —y yo crecí con esa posibilidad— que palestinos e israelíes pueden vivir unos con otros, si —si— son iguales». La paz no consiste solo en entenderse y conciliar las diferencias. La paz debe incluir justicia, liberación e igualdad.

Salim lleva mucho tiempo defendiendo la justicia y la igualdad en el establecimiento de la paz. Escribió sobre ello en 2014 en Through My Enemy’s Eyes, libro del que es coautor con Loden. Esto no es nuevo. Pero lo que ha cambiado es que Salim enmarca a Israel como un proyecto colonialista, y ha cambiado el uso de la palabra reconciliación como «corresistencia» contra la ocupación israelí. Se trata de cambios importantes en la visión y la misión de Musalaha: ahora ven a los palestinos como la parte más oprimida, animan a los palestinos a tomar la iniciativa y respaldan una solución política específica.

Tras el 7 de octubre, la mayoría de los judíos israelíes con los que hablé no estaban centrados en las embriagadoras teorías de la pacificación, sino en la conmoción y el trauma particulares del ataque de Hamás, que incluyó la violación de mujeres, el asesinato de niños y ancianos, y el hecho de que ataron a un padre y a su hijo y los quemaron vivos. Desencadenó la profunda ansiedad existencial de un pueblo que ha sido perseguido a lo largo de su milenaria historia.

Los cristianos palestinos que conocí no intentaron justificar lo que hizo Hamás. Pero los que viven en Cisjordania apenas si mencionaron el ataque, y hablaron en cambio de los bombardeos en Gaza. Todos los palestinos con los que hablé llamaron a la guerra de Gaza un «genocidio». Cuando les pedía explicaciones, sacaban sus teléfonos y me mostraban videos de casas derrumbadas, cadáveres de niños envueltos en telas blancas, y madres llorosas y cubiertas de cenizas. ¿Habría lanzado Israel cientos de bombas de 2000 libras si los militantes de Hamás se hubieran escondido en enclaves judíos? ¿Quién podría hacer esto y esperar que Gaza sobreviviera? «Si esto no es genocidio», me preguntó Anfous, «¿qué es?».

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Tras el ataque, Musalaha publicó una «carta de lamentación» con respecto a la muerte de civiles israelíes y gazatíes, y a las acciones tanto de las Fuerzas de Defensa de Israel como de los militantes de Hamás. Pero algunas declaraciones de cristianos palestinos no han reconocido el papel de Hamás en el inicio de la guerra, ni han condenado lo que supuso el mayor asesinato masivo de judíos desde el Holocausto.

Y después de que se asiente el polvo, los judíos recordarán su silencio, dijo Thomas, exmiembro de la junta.

«Si no lo reconoces, a los ojos de la comunidad mesiánica, en cierto modo, lo avalas», dijo. «No siempre es justo, ni siempre es intrínsecamente cierto. Pero así es como se percibe».

Loden, que ahora tiene 77 años, siempre ha sido optimista. Ella ha defendido la paz y la reconciliación entre judíos y palestinos a pesar de que, desde que se trasladó a Israel, ha sido testigo de seis guerras. Pero este atentado la golpeó de forma diferente. El dolor la inmovilizó durante días.

«No sé si puede haber reconciliación», me dijo en su casa de Netanya, en el centro-oeste de Israel. «Llevamos muchos años hablando: “¿Podemos construir una narrativa que sirva de puente? ¿Podemos construir una teología que sirva de puente?”. Sin embargo, todos los esfuerzos por hacerlo se han disipado».

Está dispuesta a intentarlo de nuevo. Pero no ahora. «Hay momentos en los que se puede hablar de estas cosas y momentos en los que no. Este no es el momento».

Mientras tanto, el paradigma del colonialismo —la narrativa de que los colonos judíos blancos vinieron a colonizar a los indígenas morenos en lugar de asimilarlos— está ganando adeptos entre los palestinos como Anfous, y así es como ven la guerra actual: una agresión colonial destinada a acabar con la cultura y la pertenencia nativas.

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Ese tipo de lenguaje puede cerrar cualquier diálogo sobre la paz y la reconciliación. Para muchos judíos, los «colonizadores europeos blancos» de los que se les acusa ser son más bien los que asesinaron a millones de judíos en el siglo XX. Señalan que la Torá es prueba escrita de que ellos también tienen una reivindicación histórica de la tierra. Dicen que el deseo de los palestinos de que los judíos salgan de esa tierra podría equivaler a un genocidio en sí mismo.

Daniel dice a los judíos israelíes: «No estoy sugiriendo que tengamos que borrar a Israel. Lo que digo es que tenemos que replantearnos los fundamentos de nuestro panorama político, para que todos podamos vivir aquí en igualdad de condiciones; que nuestros derechos y libertades se basen en nuestra ciudadanía, no en nuestro origen étnico o religioso. Quiero un país que esté a favor de todos sus ciudadanos».

Tras el 7 de octubre, participantes de ambos lados del conflicto le han preguntado a Daniel: «¿Tiene algún sentido la reconciliación después de todo esto?».

Pero esta guerra es exactamente el punto, argumenta Daniel.

«Tenemos que proporcionar marcos en los que la gente pueda mantener conversaciones y procesar sus emociones», dijo. «Porque si no, va a ser un estallido total de rabia e ira, y solo va a traer represalias y destrucción. Y ese ha sido el ciclo continuo».

Musalaha quiere tender un puente entre dos ideas aparentemente incompatibles, me dijo Salim. Quiere fomentar la reconciliación, y a la vez aceptar la narrativa de Israel como un proyecto colonial.

«Tengo muchas esperanzas», dijo. Él ve un despertar en Israel y en la comunidad internacional sobre la necesidad de encontrar una solución para Israel-Palestina tras años de dejar la cuestión de lado. Musalaha, dijo, es una voz profética.

La cuestión ahora es si otros lo verán así.

Mientras paseaba con Anfous por la Calle de la Estrella en Belén, recibió una llamada de Daniel. Intentaba convencer a Anfous de que le diera otra oportunidad a Musalaha. «Lee nuestro último boletín», le dijo Daniel. «Vamos en una nueva dirección. Esto va a cambiar las cosas».

«Ya veremos», dijo Anfous.

Sophia Lee es escritora global de CT.

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