Algunos creen que vivimos en medio de una revolución moral en la que el «modernismo líquido» está inundando los baluartes y pilares de las culturas poscristianas. Otros califican este tipo de discurso de «alarmista» y creen que vivimos en los días del progreso feliz, donde por fin podemos hacer realidad el verdadero crisol del potencial humano. Nadie siente más esta tensión que los padres cristianos cuyos hijos están, por una temporada —o quizá por una temporada muy larga— sumergidos en la comunidad LGBT y sus valores. Puede resultar vergonzoso admitir ante los miembros de tu iglesia que estás dividido entre tu fe y tu hijo, y que temes perder una cosa por la otra.

O quizás sientas el peso de aquellos miembros de tu congregación que luchan con la atracción hacia el mismo sexo y son miembros fieles de tu iglesia que han abandonado el pecado y viven en castidad, pero aún se sienten divididos entre la cultura de la iglesia y la cultura del mundo. O tal vez tú mismo luchas con la atracción hacia personas del mismo sexo. Sin embargo, guardas silencio, y el mensaje de odio que escuchas de la gente de tu iglesia hace que guardes aún más silencio cada día. Si eres alguien que lucha con la atracción hacia personas del mismo sexo a la manera de Dios —abandonando el pecado y bebiendo en abundancia de la gracia divina— entonces eres un héroe de la fe. Nada menos.

Para todas estas cargas —parentales, comunitarias o personales— la Biblia tiene la respuesta: la práctica de la hospitalidad diaria, ordinaria y radical. Creo que si los cristianos vivieran comunalmente [en el sentido de vivir en comuna], entonces las personas que luchan con la atracción hacia el mismo sexo no se verían obligadas a salir de la iglesia en busca de intimidad, sino que encontrarían una intimidad real dentro de la familia de Dios.

¿Por dónde puedes empezar? Tú y la comunidad de tu iglesia pueden designar una casa donde vivan algunos miembros de la iglesia, y donde la gente pueda reunirse a diario. Y luego, empiecen a reunirse a diario. Y no solo por invitación. Que sea un lugar donde se ore y se lea la Biblia, y donde el día termine con una comida para todos; un lugar al que los no creyentes puedan ser invitados a escuchar palabras de gracia y salvación, donde niños de todas las edades sean bienvenidos, y donde los no creyentes y los creyentes partan el pan y compartan ideas hombro con hombro. Esta es la mejor manera que conozco de evangelizar a tus vecinos LGBT, y a cualquier otra persona.

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La primera vez que pude ver el Evangelio amado y puesto en práctica fue en una casa como esta.

Como ya relaté en otra ocasión, llegar a la fe en Jesucristo en 1999 me provocó una colosal crisis de identidad. Cuando vine a Cristo tomé la decisión de terminar mi relación de pareja porque sabía que la obediencia a Cristo era un mandamiento. Pero no lo hice de corazón. Para nada. Y mi conversión a Cristo no cambió inicialmente mi atracción sexual por las mujeres. Lo que la conversión sí cambió fue mi corazón y mi mente. Mi mente ardía en deseo de leer la Biblia y de leer acerca de la Biblia.

Mi corazón, por su parte, se sentía reconfortado y animado por el tiempo que pasaba en casa de Ken y Floy Smith casi todos los días. Los Smith me acogieron. Pero es importante aclarar que no me convertí a fin de apartarme de la homosexualidad. Me convertí para apartarme de la incredulidad. Leer la Biblia a diario y disfrutar de la comunidad cristiana a diario me hicieron comprender algo: la unión con Cristo estaba surgiendo como un componente central de mi identidad, una identidad que competía con mi identidad sexual. Ken y Floy Smith me discipularon en lo que significa ser un portador de la imagen de Dios. Desde que me conocieron cuando era activista de los derechos de los homosexuales, me trataron como a una portadora de la imagen de un Dios santo, con un alma que durará para siempre.

La forma en que los Smith me evangelizaron a mí te puede dar una pauta sobre cómo evangelizar a tus vecinos y conocidos de la comunidad LGBT: recuérdales que el amor de Cristo es el único que no tiene fisuras. Este tipo de amor no se puede encontrar en un cónyuge o en una pareja. Solo Cristo nos ama de la mejor manera. Él asumió todo nuestro pecado, murió en nuestro lugar cargando con la ira de Dios, y resucitó victorioso de entre los muertos. Y sí, Cristo nos llama a ser ciudadanos de un mundo nuevo, bajo su señorío, bajo su protección y bajo su ley.

El pecado original explica por qué algunos luchan con la atracción hacia el mismo sexo y han luchado con esto desde el día en que recuerdan haberse sentido atraídos por alguien. Sabemos que todos nacimos en pecado original y que este ha dejado su huella en nuestros deseos más profundos. A medida que crecemos en Cristo, obtenemos la victoria para no seguir pecando; sin embargo, nuestros deseos pecaminosos no desaparecerán sino hasta que estemos en la gloria. Y nos encontramos de pie solo en Cristo resucitado; en su justicia, no en la nuestra. Y el Dios que nos ama lo suficiente como para morir por nosotros y vivir por nosotros, nos llama a llevar una cruz, arrepentirnos del pecado y seguirle. Los cristianos saben que las cruces no son maldiciones; no para el creyente.

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Cristo coloca a los solitarios en familias (Salmo 68:6) y nos llama a vivir en una nueva familia por elección: la familia de Dios. Así que evangelizamos a la familia LGBT al vivir una vida diferente a la del resto: una vida sin egoísmo ni engaño. Nos contamos unos a otros la promesa del céntuplo de Marcos 10:28-30 y llevamos a la práctica esta verdad en nuestros hogares. Pedro le dijo a Jesús: «¿Qué de nosotros, que lo hemos dejado todo y te hemos seguido?». Jesús le respondió: «Les aseguro que todo el que por mi causa y la del evangelio haya dejado casa, hermanos, hermanas, madre, padre, hijos o terrenos recibirá cien veces más ahora en este tiempo (casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y terrenos, aunque con persecuciones); y en la edad venidera, la vida eterna» (NVI).

Recibirá cien veces más.

El evangelio promete que nuestros vecinos que dejan la comunidad LGBT para seguir a Cristo recibirán la bendición del céntuplo de una nueva familia en Cristo. ¿De dónde vendrá este céntuplo? ¿Caerá del cielo? No. Viene no solo a través de la presencia de Cristo en nosotros, sino también a través de familias cristianas individuales y del cuerpo de Cristo que se encuentra en la iglesia local. Esto significa que, aunque hay soledad, no hay soledad crónica. Esto significa que los cumpleaños y los días festivos se pasan con la familia de Dios.

Esto significa que eres conocido y conoces a otros. Esto significa que vives una vida saturada de intimidad a la manera de Dios. Si la iglesia no está preparada para cumplir esta promesa del céntuplo, ¿a qué estamos llamando a nuestros amigos?

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En una cultura de hospitalidad bíblica es posible desarrollar verdaderas amistades. Es ahí que hablamos de nuestras diferencias como personas que pueden ver el punto de vista del otro aunque no estemos de acuerdo.

Cuando nos encontramos con un vecino que se identifica con el espectro de vida y la identidad LGBT, nos comprometemos a escuchar y a tratar a cada persona que conocemos como un individuo. Entendemos que los pecados de identidad son profundos y arraigados.

Si realmente creyéramos que la sangre de Cristo es más espesa que la sangre de la biología, o que participar juntos de la Cena del Señor es el mayor vínculo de intimidad que las personas pueden tener, nos veríamos y nos trataríamos unos a otros de manera diferente. Dejaríamos de considerar a los solteros como personas a las que hay que arreglar o a las que hay que conseguirles una cita. Entenderíamos que el matrimonio bíblico apunta al matrimonio de Cristo y la Iglesia. Apreciaríamos que, aunque el matrimonio fue diseñado por Dios, Él no diseñó a todas las personas para el matrimonio bíblico. Al mismo tiempo, todos los cristianos están casados con Cristo, tienen unión con Cristo y encontrarán la plenitud solo en la Nueva Jerusalén.

Quienes deseamos evangelizar a la comunidad LGBT debemos responder a esta pregunta: ¿A qué estamos llamando a la gente? Si sabemos de dónde queremos llamar a la gente, pero no tenemos nada a qué llamarlos, solo estamos compartiendo la mitad del evangelio.

Rosaria Butterfield (doctora por la Universidad Estatal de Ohio) es autora, conferencista, esposa de pastor, madre que educa a sus hijos en casa y exprofesora titular de inglés y estudios sobre la mujer en la Universidad de Syracuse. Es autora de El evangelio viene con la llave de la casa y de The Secret Thoughts of an Unlikely Convert.

Este ensayo ha sido adaptado de Joyfully Spreading the Word: Sharing the Good News of Jesus ©2018. Utilizado y traducido con permiso de Crossway, un ministerio editorial de Good News Publishers, Wheaton, IL 60187, www.crossway.org.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.

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