La ciudad de Corinto era la sede de los Juegos Ístmicos, los cuales se celebraban cada dos años (en lugar de cada cuatro, como sucede con los Juegos Olímpicos) y rendían homenaje a Poseidón, el dios del mar. Los atletas entrenaban durante meses para prepararse para las competiciones y demostrar su destreza ante un público voraz.

Cuando el apóstol Pablo desafió a la iglesia de Corinto a correr de tal manera como buscando conseguir el premio (1 Corintios 9:24), utilizó la imagen fácilmente reconocible del atleta. «Ellos lo hacen para conseguir una corona que se echa a perder», escribió Pablo. «Nosotros, en cambio, por una que durará para siempre» (v. 25). Pablo desafiaba a sus lectores a considerar su vida cristiana como una proeza atlética: entrenar, correr, luchar y acabar bien.

Los cristianos occidentales meditan con frecuencia sobre el don de la salvación. Pero hay una diferencia entre un don y un premio. Un don es algo que se da gratuitamente, mientras que un premio es algo que se gana y se conquista. El premio al que se refiere Pablo en 1 Corintios 9 no es la salvación, sino la recompensa por las obras que realizamos como personas que hemos sido salvadas por Dios. La forma en que vivimos nuestra salvación en la tierra tiene consecuencias reales, tanto en el presente como en la eternidad. En su carta a la iglesia de Corinto, Pablo lo expresa con la metáfora de la construcción de una casa:

«Porque nadie puede poner un fundamento diferente del que ya está puesto, que es Jesucristo. Si alguien construye sobre este fundamento ya sea con oro, plata y piedras preciosas, o con madera, heno y paja, su obra se mostrará tal cual es, pues el día del juicio la dejará al descubierto. El fuego la dará a conocer y pondrá a prueba la calidad del trabajo de cada uno» (1 Corintios 3:11-13).

Cada seguidor de Cristo recibe el don gratuito de la salvación por la gracia de Dios (Efesios 2:8). La forma en que edificamos sobre ese don es la puesta en práctica de nuestra salvación (Filipenses 2:12). Si edificamos con heno y paja —objetivos temporales y sin valor—, el testimonio de nuestra fe en la tierra será muy pobre. Pero cuando construimos con el oro, la plata y las joyas costosas de una vida cristiana madura, de buenas obras hechas para el mundo, la calidad de nuestro edificio será revelada al final.

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Para construir de esa manera, tenemos que ser fuertes. Así como un atleta se entrena para los juegos, debemos disciplinar nuestros cuerpos y dominarlos (1 Corintios 9:27): no por legalismo, vergüenza o miedo, sino por amor al Dios que nos salvó. La disciplina (es decir, vivir una vida con límites) trae libertad. Al negarnos a los impulsos malsanos y escuchar la guía del Espíritu Santo, somos liberados para tener relaciones más profundas, mejor salud, una fe más fuerte y un testimonio más grande. La vida disciplinada no carece de dirección, sino que es una vida con un enfoque definido. Hemos puesto nuestros ojos en el premio de escuchar alguna vez «¡hiciste bien, siervo bueno y fiel!» (Mateo 25:21), y podemos correr pensando en la aprobación de Dios.

No elegimos la disciplina para ganarnos la salvación, más bien la elegimos porque somos salvos. Puesto que estamos en Cristo y somos hechos nuevos, debemos elegir decir no a algunas cosas y decir sí a lo que es mejor, por el bien de nuestro tiempo, del descanso, de la conexión, del discipulado, de la salud y del crecimiento. El tiempo de Cuaresma nos enseña a decir no por una temporada para que podamos experimentar un sí a Dios mucho más profundo y satisfactorio. Cualquier área en la que aprendamos a postergar la gratificación por amor a Dios (no por legalismo) nos lleva a una experiencia más profunda de su afecto y del impacto de la vida guiada por el Espíritu.

La corona de los Juegos Ístmicos estaba hecha de pino. En la cultura griega y romana, el pino representaba la vida eterna. Aun así, la corona que recibía el atleta vencedor se deterioraba después de algunas semanas. Aquellas coronas no duraban, sin embargo, nuestro premio durará para siempre (1 Corintios 9:24-25). La recompensa que recibimos por una vida cristiana fiel y disciplinada es eterna e inmutable. Las formas fructíferas en que construimos sobre nuestra salvación son vistas y honradas por nuestro Dios, y cuando estemos cara a cara delante de Él, tendremos la certeza de que cada esfuerzo realizado en lo secreto, cada prueba conquistada con esfuerzo y cada entrega dolorosa valió la pena. Que podamos decir con Pablo: «He peleado la buena batalla, he terminado la carrera, me he mantenido en la fe» (2 Timoteo 4:7).

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Phylicia Masonheimer es la fundadora de Every Woman a Theologian, autora de dos libros y presentadora del pódcast Verity.

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