Algo que me encanta de la Biblia es su tendencia a presentar elementos que traen luz sobre ciertos aspectos y oscurecen otros, que consuelan y confunden. Esta dinámica singular puede verse en acción en el día cuando Jesús es levantado de los muertos, cuando el Evangelio de Lucas dirige nuestra atención al camino de Emaús.

Encontramos a dos discípulos de Jesús, cuyos nombres no conocemos, a la mitad de una conversación, y Lucas los describe como en un estado de confusión después de haber escuchado rumores de que Jesús había resucitado. Mientras caminaban por el sendero, ambos procesaban los complejos sucesos de los últimos tres días y las extrañas posibilidades que estos informes presentaban. Aunque ellos no formaban parte del grupo original de los doce, parecían ser lo suficientemente cercanos a ese pequeño círculo como para enterarse de las noticias increíbles de que Jesús estaba vivo.

Entonces, la historia se pone interesante: «Sucedió que, mientras hablaban y discutían, Jesús mismo se acercó y comenzó a caminar con ellos» (Lucas 24:15). Jesús resucitado interrumpe su conversación, pero ellos no lo reconocen. Lucas atribuye su ceguera al designio divino: Jesús no se les reveló. Simplemente camina con ellos en su largo camino, en incógnito, y conversa con ellos sobre lo que están pensando.

Una conversación como esa, desde Jerusalén a Emaús (7 millas, 11 kilómetros), sin duda fue larga. En promedio, una persona camina a una velocidad de tres millas por hora, lo que significa que Jesús viajó con ellos por unas dos horas y media. Y Jesús termina convirtiendo la conversación en una clase larga y completa de las Escrituras. Les explica por qué no deben pensar que están equivocados sobre quién esperaban que fuera Jesús. En algún punto del camino, un destello comenzó a filtrarse por los corazones de estos tristes discípulos.

De pronto, la revelación sobre la identidad de Jesús ocurre en un abrir y cerrar de ojos, y se resume en tan solo dos versículos breves. Cuando finalmente llegaron a Emaús, Jesús les dice que Él tiene que ir aún más lejos, pero los discípulos le insisten que se quede, y Él acepta. Los tres se sientan a la mesa, y Jesús toma el pan y lo bendice. Parte el pan y se lo da a los dos discípulos. Ellos lo reconocen y Él desaparece.

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Jesús desaparece en el preciso momento en que los discípulos lo reconocen; un dulce, aunque breve, consuelo. Luego se alegran tanto, que en ese mismo momento deciden caminar las 7 millas (11 km) de vuelta a Jerusalén, en lo oscuro de la noche, pero a la luz de la fe.

¿Qué podemos decir de esta historia? Miremos a los dos discípulos. Cuando salen de Jerusalén, están confundidos y decepcionados, y caminan cargados con el peso del abandono. Mientras un grupo más numeroso espera confirmar si la resurrección de Jesús es verdad, Jesús primero se revela a los que se sienten solos, desanimados y desesperanzados.

Y sin embargo, en cierto modo, Dios sigue ocultándose. «Tú… eres un Dios que se oculta», dijo el profeta Isaías (45:15). Quizás algunas obras de su gracia solo ocurren en lo secreto. Quizás algunas realidades y heridas nos dejan tan frágiles, que si no fuera por el cuidado oculto y paciente del Creador, cualquier cosa nos aplastaría como a una hoja seca y nos dejaría como el polvo que somos. Sin importar cual sea la razón detrás de ello, podemos confiar que nuestro Salvador está cerca. El Gran Médico nos asiste con cuidado tierno y con precisión, y nos cuida con una paciencia constante que nos ayuda a sanar en lo más profundo.

Creo que esta historia nos da una visión de nuestra propia historia. En este pasaje, miramos la escena desde la perspectiva de Dios: conocemos lo que realmente está pasando aun cuando los discípulos no. Aunque no tenemos el privilegio de esa perspectiva en nuestras vidas cotidianas, sí sabemos algo que los discípulos no sabían en ese momento. Los dos discípulos pensaban que estaban en camino a Emaús, pero en realidad estaban en camino a la mesa. Una mesa donde Jesús resucitado alimentó sus corazones hambrientos, sanó sus heridas más profundas, y encendió su fe con gran fuerza con el consuelo desconcertante de la Resurrección. Esa mesa nos espera a nosotros también.

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Jon Guerra vive en Austin, Texas. Es cantautor, escribe música devocional, compone música para películas, y ha lanzado dos álbumes.

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