Crecí en un hogar hindú, donde mi papá le enseñó a sus hijos que Dios era un espíritu divino de amor. El trabajo de ingeniero de mi padre nos llevó de puerto en puerto, de tal manera que para cuando tenía 11 años de edad, ya habíamos vivido en India, Inglaterra, Ghana, Camerún, México, y los Estados Unidos. No importa dónde viviéramos, mi papá nos dirigía en una práctica diaria de gratitud a Dios.

Creí en este buen Dios hasta que llegué a mis años de preparatoria, cuando un amigo murió durante un accidente automovilístico causado por un chofer ebrio. La muerte de Clayton me abrió los ojos a un mundo de sufrimiento. ¿Qué tipo de Dios permitiría esto, y luego, de acuerdo al hinduismo, nos reencarnaría a un mundo de sufrimiento? Lloré a mi amigo e hice mis preguntas—y a Dios—a un lado por el resto de la preparatoria.

La universidad, sin embargo, me embarcó en diferentes filosofías y religiones. Mi primer tarea en mi curso de humanidades fue leer el libro de Génesis. Estaba entusiasmada por leer el Libro Santo Cristiano por primera vez, especialmente porque los pocos cristianos que vivían en mi dormitorio parecían ser personas inteligentes y cariñosas.

Pero la lectura de la Biblia me dejó rascándome la cabeza: gente desnuda, árboles de fruta, una serpiente, y un Dios que hablaba, se paseaba por un huerto, y parecía ser tan apasionado como los humanos que había creado. ¿Creían deveras mis amigos estas cosas? La librería universitaria ofrecía reembolsos dentro de los primeros diez días de la compra del libro. Regresé la Biblia, segura de que nunca más la volvería a abrir.

De lo que no me di cuenta es de que por años yo me había estado preparando para leerla. No importaba dónde viviera nuestra familia, mi papá se aseguraba que yo tenía acceso a bibliotecas públicas. Mirando atrás, la mayor parte de la ficción que me encantaba había sido escrita por autores que habían sido profundamente informados por el Cristianismo. Louisa May Alcott entretejió El progreso del peregrino en su libro Mujercitas. El libro Heidi de Johanna Spyri describe el perdón de Dios a través de la parábola del Hijo Pródigo. En Eljardín secreto, Frances Hodgson Burnett quizás inconscientemente proveyó un destello metafórico de la Trinidad—Padre (Susan Sowerby), Hijo (Dickon), y Espíritu Santo (el petirrojo). Y por supuesto, el Aslan de C.S. Lewis saltaba en mi mente y en mi corazón. Por años, estas madres y padres espirituales me habían estado enseñando sobre la Biblia. Simplemente, yo no me había dado cuenta.

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‘Tienes que escoger’

Durante el semestre de invierno de mi penúltimo año universitario, decidí estudiar en Viena, Austria. Pero mientras los otros estudiantes en el programa se empezaron a conocer durante el viaje, yo me mantuve apartada. Ellos tenían tanto en común: eran blancos y habían nacido en los Estados Unidos; yo era de piel oscura y había nacido en India. En un esfuerzo por tratar de olvidar mi sentido de “extraña,” saqué un libro: Mero Cristianismo, que me había dado una amiga de mi dormitorio. Lo había aceptado con entusiasmo por el simple hecho de que Lewis era un nombre de confianza. Mi amiga del dormitorio también me había dado un Nuevo Testamento. Me lo llevé conmigo, no queriendo parecer grosera, pero yo dudaba si me aventuraría a leer otra vez el “Libro Santo Americano.”

El espíritu amigable de Viena pronto me sacó de mi concha. Un trabajador en la oficina postal salió del otro lado del escritorio para ayudarme a volver a atar mi pañoleta. Los panaderos llenaban mi bolsa de galletas. Mis compañeros ignoraron mis señales no verbales y siguieron invitándome a los conciertos, museos, y películas. Las mañanas estaban llenas de clases de historia del arte, alemán, música, pero por las tardes, me robaba unas cuantas caminatas solitarias. Cuando la nieve caía fuertemente, me metía en las catedrales. Los vitrales resplandecían con suaves colores de mostaza, azafrán, índigo, y coral. Los arcos y cúpulas se elevaban tan alto que casi ni podía ver dónde se cruzaban. Siempre, la torcida figura, semi-desnuda en la cruz brillaba en el frente como si estuviese sudando.

La mayor parte del arte que me llamó la atención en las catedrales o museos, parecía ser sobre Jesús. Casi cada conversación, ya fuese en inglés o en quebrantado alemán, daba un giro y terminaba en sus enseñanzas, y la mayor parte de los libros que estaba leyendo o negaban o apoyaban sus declaraciones. Mientras tanto, en Mero Cristianismo, mi viejo amigo Clive estaba formando un caso convencedor a favor de la fe.

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Durante unas vacaciones a mediados del invierno, unos estudiantes me invitaron que los acompañara a Rusia, y acepté hacerlo. Quizás recuperaría cierta perspectiva en el famoso país ateo. El tour ruso nos llevó a prisiones, cementerios, y templos con historias de masacres y torturas, donde antiguos íconos exhibían la crucifixión. Me sentí arrollada por el mal. ¿Cómo podía Dios—si Dios existía—dejar a la humanidad sola para aguantar tanto?

Una tarde, nos dirigimos al museo de renombre mundial en St. Petersburg, el Museo del Hermitage. El guía regular que daba el tour en inglés se había enfermado, así que se le dio la asignatura a uno de los oficiales del museo de llevarnos de cuarto en cuarto. Otra vez, muchas de las pinturas representaban la vida, muerte, y resurrección de Jesús. Me mantuve al margen del grupo, con una multitud de preguntas corriendo rápidamente por mi mente.

Cuando nuestro grupo ya estaba por salir, el oficial del museo me sacó a un lado. “¿Qué es lo que estás pensando con tanta profundidad?” me preguntó en voz baja.

Me sorprendió que le dije la verdad. “Un Dios amoroso. El sufrimiento humano. ¿Cómo pueden los dos existir?

“Te encuentras en un cruce de elección,” dijo. “O decides que Jesús es el Hijo de Dios, o le das la espalda para siempre. Tienes que escoger.”

Sentí un escalofrío que nada tenía que ver con el helado invierno ruso. ¿No había lugar a donde ir sin encontrarse con el hombre en la cruz?

Sangre como la de Él

Cuando regresamos a Viena, decidí regresar a la fuente original de su historia: el Nuevo Testamento. Pronto, me encontré frente a un judío piel color de olivo, pelo negro, ojos oscuros. Este hombre del Medio Oriente sanó mujeres extranjeras; supo lo que fue sentirse solo y rechazado. Sorprendentemente, su vida y sus palabras me parecían familiares, como si yo ya hubiese habido leído estos Evangelios antes. Cuando Jesús dijo, “Dejad a los niños venir a mí,” empecé a darme cuenta que la mayor parte de las historias que yo tanto amaba habían iluminado la vida de este hombre.

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¿O era un hombre? En los Evangelios, él hizo enojar a los líderes religiosos y políticos al declarar una identidad divina.

Ellos lo mataron.

Él los dejó hacerlo.

Yo estaba estupefacta.

Si él estaba diciendo la verdad, entonces aquí estaba Dios sometiéndose a los cuatro enemigos de la humanidad—dolor, tristeza, maldad, y muerte—con el fin de destruirlos a los cuatro. La Cruz, por lo tanto, fue donde un Dios amoroso y la humanidad sufriente pudieron por fin ser reconciliados.

Una noche nevosa en Viena, hice mi decisión. Seguiría a Jesús como Dios—pero no le diría a nadie. Yo iba a tratar de calladamente hacer lo que él hizo y decir lo que él dijo. Él podía ser mi gurú. Le escribí a mi amiga para darle las gracias por el Nuevo Testamento y le compartí la decisión que había hecho de seguir a Jesús.

Cuando regresé a California, la noticia se había filtrado. Los estudiantes del InterVarsity Christian Fellowship me invitaron a que me uniera a otros nuevos Cristianos que iban a ser bautizados en una fuente en el campus de la universidad. Al principio me pareció una exhibición pública innecesaria, pero mi gurú lo había hecho, así que dije que sí.

No había previsto el misterio del bautismo—entré al agua ciega espiritualmente y salí con un nuevo poder para ver. Quería decirle a todo mundo sobre la reconciliación de la cruz. Como el petirrojo que guió a Mary al jardín secreto, el Espíritu Santo me guió a la Biblia con nuevos ojos. Hasta Génesis ahora centelleaba con el amor de Jesús.

Poco a poco, también me fui enamorando de la iglesia, y terminé casándome con un pastor presbiteriano—como L.M. Montgomery (Ana de las tejas verdes) y Katherine Paterson (Un puente a Terabithia). Ahora yo también escribo historias para jóvenes, aunque la vocación ha cambiado drásticamente desde aquellos días cuando mis padres espirituales escribían. Mi propio nicho de ficción es representar y abogar por el niño marginado.

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En la iglesia norteamericana, algunas veces todavía me siento como alguien de afuera. Pero he adorado con Cristianos de muchas culturas e identidades, y sé por la Biblia que la iglesia global le pertenece a una persona: Jesús de Nazareth, mi gurú judío, el autor de la fe, el defensor del marginado, el sanador del descorazonado. Toda la sangre es del mismo color: roja, como la de él, derramada extravagantemente desde la cruz en la perfecta intersección entre el sufrimiento humano y el amor divino.

Mitali Perkins escribe novelas para lectores jóvenes, incluyendo Rickshaw Girl (reconocido por la Biblioteca Pública de Nueva York como uno de los 100 mejores libros para niños en 100 años). Su más reciente libro es Tiger Boy.

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