El presidente George Washington imaginó una nación en la que cada persona podría sentarse bajo su propia vid e higuera sin que nadie le perturbara (Miqueas 4:4). Soñó con un pueblo bendecido por la seguridad, la prosperidad, la paz y la virtud.

Sin embargo, con demasiada frecuencia, reclamamos las bondadosas promesas de Dios como derechos en lugar de como bendiciones. ¿Qué ocurre cuando la higuera no florece y no hay frutos en las vides (Habacuc 3:17)? ¿Podemos aún regocijarnos en el Señor y estar gozosos en Dios, nuestro Libertador (v. 18)?

Incluso la iglesia que pastoreo desde hace 12 años, una creciente congregación multiétnica del sur de California, comenzó con una muerte.

Nos regalaron una propiedad y un puñado de hermosos santos cuando otra iglesia de la denominación Alianza Cristiana y Misionera cerró sus puertas. Esa iglesia había presumido de una rica herencia de discipulado y misiones, pero el fruto se había caído de su vid. Algunos de los miembros estaban enfadados hasta el punto de llegar a pelearse a puñetazos. Otros garabateaban sus quejas en un bloc de notas amarillo. Muchos se marcharon y nunca volvieron.

Estaban de luto por la pérdida de una iglesia que habían amado durante décadas y por un futuro que ya no existía, incluso cuando esperábamos con ilusión la plantación de una nueva iglesia. Así que durante esa temporada, me reuní con el remanente en sus casas y escuché sus historias.

Oramos, esperamos y nos afligimos juntos bajo aquella higuera estéril. Y para cuando replantamos la iglesia, ellos eran algunos de nuestros más firmes partidarios. Se dieron cuenta de cómo la muerte de una iglesia podía conducir a una cosecha abundante en otra (Juan 12:24).

El libro de Habacuc tiene un mensaje para nuestras vidas en aquellos momentos cuando no sentimos la presencia de Dios, cuando no entendemos sus caminos y cuando no sabemos si podremos perseverar. He descubierto que es una guía útil para brindar consejería a miembros de la congregación en las épocas más difíciles de sus vidas: tiempos de desesperanza e infructuosidad.

En su lucha con Dios, observamos cómo el profeta Habacuc pasa de la desesperación ante las circunstancias de Judá, a un gozoso contentamiento. Declaró: «Aunque la higuera no florezca, ni haya frutos en las vides; aunque falle la cosecha del olivo, y los campos no produzcan alimentos; aunque en el aprisco no haya ovejas, ni ganado alguno en los establos; aun así, yo me regocijaré en el Señor, ¡me alegraré en Dios, mi libertador!» (Habacuc 3:17-18, NVI).

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‘¿Hasta cuándo, Señor, he de pedirte ayuda?’

Mientras predicaba una serie de sermones sobre Habacuc en 2012, recibí una llamada de un joven de mi congregación a altas horas de la noche. «Pastor, estoy pensando en el suicidio», susurró. Entonces le dije con insistencia: «Vamos a hablar. ¿Qué está pasando?».

Me contó cómo su madre lo había abandonado y que temía sentir a Dios ausente. Entonces, le pregunté qué había estado aprendiendo de Habacuc. Dejamos que el profeta, que vivió en Judá 600 años antes de la época de Cristo, trajera su mensaje a la situación específica de este joven más de 2500 años después. Hablamos durante horas hasta bien entrada la noche y luego, durante los meses subsecuentes, llevamos sus penas a la Palabra intemporal de Dios.

En tiempos de Habacuc, el pueblo elegido de Dios se había vuelto malvado y corrupto. Los ricos de Judá oprimían a los pobres, y los gobernantes habían llevado al pueblo a la idolatría. Habían abandonado a Dios, y parecía que Dios los había abandonado a ellos.

Así que el profeta clamó en su dolor: «¿Hasta cuándo, Señor, he de pedirte ayuda sin que tú me escuches? ¿Hasta cuándo he de quejarme de la violencia sin que tú nos salves?» (Habacuc 1:2).

Nosotros también podemos sentir esa angustia cuando un ser querido padece una enfermedad crónica, cuando un hijo pródigo abandona la fe o las facturas sin pagar se siguen acumulando. En medio del tumulto de la vida, nuestro lamento se siente insoportablemente largo.

Bajo estas expectativas insatisfechas, también podemos culpar al Señor por abandonarnos. El joven a quien brindé consejería a veces acudía a mí enfadado por sus circunstancias, a veces angustiado por su futuro. Así como el profeta, no entendemos lo que Dios hace o por qué nos hace sufrir.

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Confiar en Dios cuando no entendemos

En el caso de Habacuc, el Señor respondió a sus súplicas mostrándole lo que había preparado, «cosas tan sorprendentes que no las creerán aunque alguien se las explique» (1:5). Estaba levantando a la nación pagana de Babilonia para conquistar al pueblo de Dios a fin de castigar a los malvados de Judá.

Cuando Habacuc se lamentó por segunda vez, varios versículos después, estaba más preocupado por las acciones de Dios que por su previa aparente inacción. En lugar del avivamiento del ayer, Dios prometió la ira del mañana. En lugar de salvación, Dios enviaría una matanza. ¿Cómo podía el Dios soberano parecer perder el control, el Dios personal parecer tan distante y el Dios eterno estar como muerto para su pueblo?

Estas preguntas resonaban también en la mente de mi joven amigo. Sentía que el Dios revelado en las Escrituras parecía estar en su contra. ¿Cómo podía un Dios bueno y amoroso permitirle experimentar tanto dolor? ¿Por qué parecía que sus opresores eran los únicos que prosperaban?

Juntos, vimos a Habacuc esperar en lo alto de los muros de la ciudad a que el Señor diera respuesta a su reclamo (2:1-3). El profeta resolvió confiar en las Escrituras en lugar de en las circunstancias y dejar que sus preguntas le condujeran al Dios que siempre responde. Aunque no podía comprender las acciones de Dios, conocía al Dios que actuaba. Así que, como un centinela, el profeta miró más allá de su atalaya, no en busca de los babilonios que se acercaban, sino anhelando ver cómo Dios cumpliría sus promesas anteriores: Son un pueblo elegido. Son un pueblo amado. Son un pueblo apartado para la redención.

Cada vez que mi joven amigo venía con preguntas, no nos deteníamos en sus circunstancias, sino en los atributos inmutables de Dios. Eterno. Personal. Fiel. Soberano. Misericordioso. Santo. Trascendente. Digno de confianza. Meditamos una a una sobre esas verdades hasta que las almacenamos en nuestros corazones. Juntos, tratamos de confiar en que los caminos de Dios son más altos que nuestros caminos y sus pensamientos más altos que nuestros pensamientos (Isaías 55:8-9).

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A veces, el Señor puede maldecir nuestra higuera con fines que desconocemos (Marcos 11:12-25) o quitarnos una sombra para dejar al descubierto un corazón enfermo (Jonás 4). Una vez para siempre, Dios incluso envió a su Hijo a morir en una cruz por los pecadores. Eso le ocurrió al único que fue verdaderamente bueno, para que la Palabra de Dios cumpliera su propósito soberano y diera a luz la vid de la que nosotros somos las ramas (Juan 15).

‘Señor, estoy maravillado por tus hechos asombrosos’

Mientras Habacuc esperaba, Dios le respondió con un canto de mofa sobre los enemigos de Judá. Cinco veces Dios cantó juicio sobre Babilonia con un sobrecogedor «¡Ay!» (2:6-20). Cinco veces condenó su idolatría y prometió su destrucción. La justicia de Dios prevalecería, aunque Babilonia pareciera triunfante en ese momento.

Así, las palabras de Habacuc a Dios se convierten en la Palabra de Dios para nosotros: «He oído todo acerca de ti, Señor. Estoy maravillado por tus hechos asombrosos. En este momento de profunda necesidad, ayúdanos otra vez como lo hiciste en el pasado. Y en tu enojo, recuerda tu misericordia» (3:2, NTV).

Nosotros también podemos recordar la fidelidad de Dios registrada en su Palabra: su misericordia en el juicio, su gloria en la victoria y su milagroso poder para hacer maravillas. La salvación de Dios a lo largo de la historia garantiza su ayuda presente. El Dios que rescató a Israel de la esclavitud egipcia abriendo un camino a través del Mar Rojo puede liberarnos también a nosotros de nuestros callejones sin salida.

Como pastor, he llorado con hombres y mujeres cuyos cónyuges los han abandonado y con amigos a los que les han dado apenas unas semanas de vida. Sin embargo, incluso en esos momentos en que nos encontramos en medio del Mar Rojo, confiamos en que nuestro Dios hará lo imposible. A veces la higuera solo florece en la gloria eterna, pero otras veces, vida nueva brota en ramas que antes estaban muertas.

Aquel joven que quería quitarse la vida ahora brinda consejería a otros hombres por medio de las Escrituras. Muchos de aquellos matrimonios antes rotos ahora exaltan a nuestro Señor como Cristo. Porque el mismo Dios que vino con poder en el éxodo vendría un día «a buscar y a salvar lo que se había perdido» (Lucas 19:10, NVI).

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El poder del recuerdo

Habacuc concluyó su lamento con una alabanza a Dios a pesar de que nada había cambiado en sus circunstancias. Su ciudad todavía sería conquistada por los babilonios. La higuera y la vid seguían siendo estériles. No habría comida ni ganado, puesto que los alcanzarían todas las maldiciones de Dios por su desobediencia (Deuteronomio 28:15-68). Aun así, el profeta se aferró a las bendiciones del pacto que llegarían si obedecían la voz del Señor, su Dios. Aunque Yahvé desatara todas las maldiciones a la vez, él también había prometido permanecer fiel en la tormenta.

Porque «del tronco de Isaí brotará un retoño; un vástago nacerá de sus raíces» (Isaías 11:1). El final no era el final, sino más bien el principio. Muchos años después del exilio de Judá en Babilonia, nacería un niño en Belén. Lo llamarían Jesús, porque salvaría a su pueblo de sus pecados. Este Mesías, este niño Cristo, este Salvador del mundo soportaría la ira de su Padre en la cruz. En misericordia, Dios pondría nuestro pecado sobre su amado Hijo y colocaría la justicia de Cristo sobre nosotros (2 Corintios 5:21).

Los «y si» que atormentan nuestras mentes son el himno de nuestra ansiedad, haciendo que nuestros miedos se conviertan en espirales de desesperación. Sin embargo, la fe en Dios nos permite sustituir esos pensamientos por otros que dicen «aun así». Porque si Dios fue fiel en las tragedias pasadas, entonces seguramente nos salvará hoy. Aunque no nos asciendan, aunque todavía no tengamos un anillo en el dedo, aunque no podamos tener hijos, aunque el médico haya diagnosticado cáncer, podemos afirmar con el profeta Habacuc: «Aun así, yo me regocijaré en el Señor, ¡me alegraré en Dios, mi libertador!» (Habacuc 3:18, énfasis añadido).

La última línea del libro dice: «Al director musical. Sobre instrumentos de cuerda». Esta nota revela que Habacuc registró estas palabras de Dios para el culto corporativo. La alabanza llena de fe no solo salió de los labios del profeta, sino de toda la congregación de los hijos de Dios a lo largo de la historia.

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También surgió de los labios de aquellos preciosos santos que se atrevieron a soltar su iglesia moribunda y continuaron con nosotros mientras plantábamos una nueva iglesia. Desde el primer día, se regocijaron con nosotros en la adoración, apoyaron la obra de Dios financieramente y en oración, y dieron clases bíblicas a los hijos de las familias jóvenes que Dios trajo a nuestra comunidad.

Juntos, hemos apoyado o plantado nuevas iglesias cada año de nuestra existencia mientras celebramos al Dios que se especializa en la resurrección. Desde entonces, muchos de esos santos también han continuado su camino hacia la gloria, donde la higuera nunca falla y donde beberán el vino nuevo por toda la eternidad (Mateo 26:29). Su canto de alabanza en tiempos de esterilidad ha producido una cosecha de gozo.

Tom Sugimura es mentor de plantación de iglesias, consejero y pastor de New Life Church en Woodland Hills, California. Es autor de Habakkuk: God’s Answers to Life’s Most Difficult Questions.

Traducción y edición en español por Livia Giselle Seidel.

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